PruloArts
Wilfredo Miranda Aburto
@PiruloAr 9 de agosto de 2020

Más de 3.000 indígenas han sido desplazados forzadamente en la Costa Caribe norte. Son miskitos y mayangnas, dos de los pueblos originarios más golpeados por el fusil de los “colonos”, esos invasores de tierras que actúan bajo un amplio paraguas de impunidad. El extractivismo crónico sustenta esta violencia: minería, ganadería y deforestación. El desplazamiento expone a los indígenas a la pandemia de COVID-19. El Estado se desentiende, mientras en los territorios el fusil y el ultraje son la norma. “Estamos ante un etnocidio”, alertan con severidad los comunitarios.

I

La lluvia cae sobre los desplazados de Klisnak

El cielo es rotundo cuando llueve en la comunidad de Klisnak. Sobre la vera del río Waspuk (uno de los afluentes del Río Coco que interna en el núcleo de la nación miskitu en el Caribe Norte de Nicaragua), se instala una densa capa de neblina que difumina el anegado paraje selvático. Alejandro Guevara, un indígena miskito, apenas escucha los gritos de sus hijos. El aguacero que cae es ensordecedor. Los jóvenes recogen en la champa sus escasas pertenencias para evitar que se empapen más. Guevara no se inmuta ante la urgencia de los muchachos. El hombre siente que está atado a la desgracia, y que unos pocos enseres mojados no son más que otra de las consecuencias que sufre junto a su familia desde hace cinco años, cuando un grupo de hombres armados, con fusiles los desplazaron de su hogar allá, río arriba, en Polo Paiwas, donde esta tarde de junio de 2020 también golpea el aguacero.

Guevara está hundido en sus pensamientos: se pregunta cómo estará su casa y su parcela en Polo Paiwas. La última vez que estuvo allí, la tarde del 29 de octubre de 2015, todo fue repentino como este diluvio. Los hombres armados que los indígenas miskitos llaman “colonos”, atacaron la comunidad sin previo aviso con escopetas y Ak-47. Asesinaron al joven Germán Martínez Fenley e hirieron a otro indígena. El resto de la banda quemó las casas de los comunitarios y mató a todos los animales de corral que encontraron.

“Alrededor de 25 familias tuvimos que salir de la comunidad. De lo contrario nos mataban. Nos fuimos para Klisnak como pudimos”, relata Guevara. Polo Paiwas quedó arrasada. El ataque de los “colonos” sucedió en 2015, uno de los años más violentos para los territorios indígenas y afrodescendientes. Al menos 35 indígenas fueron asesinados.

Desde esa fecha, los ataques de los “colonos” han causado más de 46 muertes, 46 secuestros, 49 lesionados, 4 desaparecidos y violaciones sexuales, de acuerdo al registro del Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua (CEJUDHCAN).

Este saldo fatal ha ocupado titulares en medios nacionales e internacionales, pero hay otro dato del que se habla poco o nada, y que con el paso del tiempo solo va en incremento. Una situación que aumenta la vulnerabilidad de los pueblos ancestrales: el desplazamiento forzado de miles de comunitarios debido al avance implacable de los “colonos”.

Los desplazados forzados no sólo han huido a comunidades cercanas, sino a Honduras, al otro lado del río Coco, a las comunidades miskitas catrachas. Para estos indígenas, la frontera entre Nicaragua y Honduras –que es delimitada por este río– no existe, ya que antes todo ese territorio era un solo reino: el de la Moskitia. Sin embargo, con el advenimiento de la pandemia de COVID-19 esa frontera ha sido cerrada. Los miskitos tienen que buscar alternativas de refugio en los mismos lares que acechan los “colonos”. Aunque el ataque de Polo Paiwas en 2015 suena ya a tiempo lejano, lo cierto es que los ataques contra las comunidades no han cesado… en lo que va del año 2020, al menos 10 indígenas han sido asesinados.

No solo el pueblo miskito ha sufrido estos ataques constantes, sino que también los indígenas mayangnas. La incursión más reciente de los “colonos” sucedió este 10 de julio. En la embestida fue asesinado el indígena Simón Palacios Hernández, de 32 años, originario de la comunidad mayagna de Ahsawas. El hombre fue alcanzado por decenas de perdigones de escopeta en su pecho, brazos y rostro. Meses antes, en enero, los “colonos” invadieron la comunidad de Alal, enclavada también en la reserva biosfera de Bosawas. La brutalidad fue superlativa: seis indígenas fueron abatidos y 10 continúan desaparecidos. Las casas y la iglesia de Alal fueron incendiadas... Es una violencia que no se detiene, y su abanico de maldad se diversifica.

Por ejemplo, el 13 de julio el miskito Apolinar Taylor García –habitante de la comunidad de Sangnilaya, Territorio Twi Yahbra– denunció que su hija menor de edad fue raptada por dos colonos. De hecho, en este proceso de desplazamiento forzado, las mujeres han sido el grupo que más ha sido afectado. Las más jóvenes han sido víctimas de intento de violaciones y acoso sexual no solo por parte de los “colonos”, sino en las ciudades donde se refugian. Es huir de un infierno para internarse en otro, como una sucesión de infortunios que no les da tregua.

Son llamados de auxilio que salen desde estas remotas comunidades, con un grado de urgencia permanente al que se suma la crisis humanitaria que provoca el desplazamiento forzado en medio de la pandemia de Coronavirus. Hasta la fecha, y como ha sido la tónica histórica, el Estado de Nicaragua ignora el SOS de los indígenas. A los asesinatos provocados por los “colonos” se suman las muertes por Coronavirus. Hasta el mes de junio, en las comunidades se contabilizaban 124 casos sospechosos de Coronavirus, entre ellos 66 muertes.

Un indígena miskito muestra las heridas de bala en su pierna en la comunidad de Esperanza, Río Wawa. Carlos Herrera | Divergentes.

Un indígena miskito muestra las heridas de bala en su pierna en la comunidad de Esperanza, Río Wawa. Carlos Herrera | Divergentes.

Un niño mira los orificios de proyectiles en su casa tras un ataque de “colonos” en la comunidad de Esperanza. Carlos Herrera | Divergentes.

Un niño mira los orificios de proyectiles en su casa tras un ataque de “colonos” en la comunidad de Esperanza. Carlos Herrera | Divergentes.

Líderes indígenas levantaron una lista de los desplazados forzados por la violencia. Carlos Herrera | Divergentes.

Líderes indígenas levantaron una lista de los desplazados forzados por la violencia. Carlos Herrera | Divergentes.

Esta mujer y sus hijas huyó a la comunidad hondureña de Pranza a refugiarse. Carlos Herrera | Divergentes.

Esta mujer y sus hijas huyó a la comunidad hondureña de Pranza a refugiarse. Carlos Herrera | Divergentes.

En Klisnak aún llueve y los 113 desplazados de Polo Paiwas se guarecen en las champas que los comunitarios han dejado que instalen como gesto de solidaridad. En realidad es un gesto que se ha extendido casi un quinquenio en Klisnak dado la ocupación de las 12.500 hectáreas que conforman Polo Paiwas, y en la que habitaban las 27 familias desplazadas. Es una situación compleja para Alejandro Guevara y sus ocho hijos.

Algunas de las hectáreas lotificadas por los invasores eran el sostén alimenticio y económico de Guevara. Allí sembraba arroz, frijoles, tubérculos para consumo propio y para vender. Sin embargo, desde que fue expulsado, tiene que pedir permiso a los comunitarios de Klisnak para cosechar en estrechas parcelas, cuyas cosechas apenas alcanzan para saciar el hambre de la numerosa familia de este hombre de 45 años.

“Es fea la cosa porque allá (en Polo Paiwas), lo que quedaba de la cosecha era vendido para tener pesos en la bolsa… aquí es difícil porque tenemos que sembrar cerca de la comunidad y los animales, vacas y cerdos, joden el siembro. No podemos ir más largo a sembrar, porque allí en el monte están los colonos”, dice Guevara.

También es complicado para este indígena porque su vinculación espiritual con la tierra fue quebrantada por el fusil de los “colonos”. Es por esa tierra ancestral, tan preciada por sus recursos naturales, que existe este conflicto violento y que se agravó a partir del año 2007. Un problema que inicia con la invasión ilegal de territorios indígenas, pasa por la violencia desmedida, y ha derivado en el desplazamiento de 3. 008 indígenas, de acuerdo a un informe de CEJUDHCAN.

Pero el dato es parcial y el subregistro sin duda es más alto para Lottie Cunningham, directora de esta oenegé, una de las pocas en adentrarse desde hace años en las alejadas comunidades. Cunningham habla de un subregistro con sobrada seguridad, porque el estudio cubre únicamente 12 comunidades de las 304 esparcidas en los territorios indígenas y afrodescendientes de la Costa Caribe… y de esas 304 comunidades, casi todas sufren la incursión armada de los “colonos”.

II

Un botín histórico

Los 23 territorios indígenas ocupan una extensión que representa el 32% de los 130. 373 kilómetros cuadrados de Nicaragua. Las tierras ancestrales están anidadas en exuberantes territorios naturales, surcadas por ríos, y cubiertas por enormes árboles maderables. Rincones recónditos donde merodean animales exóticos (muchos en peligro de extinción), y en el que los indígenas habitan en una comunión centenaria con esta naturaleza que, aunque frondosa, poco a poco va sucumbiendo a la sierra eléctrica, la ganadería y la minería.

Desde hace décadas, la Costa Caribe ya no puede catalogarse como “zona virgen”. Pero es difícil de creerlo cuando uno navega por el Río Coco y se adentra en sus afluentes que conducen a las comunidades miskitas: veredas de intensísimo verde y la quietud que infunden el curso de los criques (arroyos) en los que los indígenas toman agua... pero es un espejismo cuando se presta mayor atención. La invasión de los “colonos” no deja nada intacto. Se ve en el hueco que conduce al oro. En el bosque desnucado por el despale. En los niños con hambre quienes, a falta de comida, son alimentados por sus madres con ese brebaje espeso y soso, hecho a base de un banano silvestre llamado “pilipita”. O más claro aún: en los hombres con ese temor perenne que les cruza el rostro, temerosos de que el fusil colonizador irrumpa en cualquier momento.

Históricamente, la Costa Caribe siempre ha representado un botín para los distintos gobiernos de Nicaragua. Los recursos naturales de esta zona han sido presas del extractivismo, una actividad estructural del modelo económico de este país. Los indígenas y su cosmovisión con la tierra nunca han sido prioridad para el Estado. La primera explotación maderable de escala industrial ocurrió bajo la dictadura de los Somoza, que duró 47 años. Luego, Nicaragua estuvo sumida en un conflicto armado (insurrección sandinista y guerra durante los ochenta) hasta 1990. Esa dinámica bélica “congeló” el avance de la frontera agrícola. Pero la democracia que se logró en Nicaragua fue en detrimento de los pueblos indígenas, si se analiza desde la óptica de la invasión de la propiedad comunal.

Extracción ilegal de madera en el territorio de Wangki Twi Tasba Raya. Carlos Herrera | Divergentes.

Extracción ilegal de madera en el territorio de Wangki Twi Tasba Raya. Carlos Herrera | Divergentes.

El Río Coco es la principal ruta que conecta a las comunidades indígenas del Caribe Norte. Carlos Herrera | Divergentes.

El Río Coco es la principal ruta que conecta a las comunidades indígenas del Caribe Norte. Carlos Herrera | Divergentes.

Los miskitos fabrican armas artesanales para hacer frente a las invasiones de los “colonos”. Carlos Herrera | Divergentes.

Los miskitos fabrican armas artesanales para hacer frente a las invasiones de los “colonos”. Carlos Herrera | Divergentes.

Las mujeres son el grupo más afectado por la violencia de los “colonos”: son raptadas y sufres violaciones sexuales. Carlos Herrera | Divergentes.

Las mujeres son el grupo más afectado por la violencia de los “colonos”: son raptadas y sufres violaciones sexuales. Carlos Herrera | Divergentes.

Gilles Bataillon, un sociólogo francés que lleva desde la década del noventa estudiando los conflictos en el Caribe, me explicó que tras la derrota de la revolución sandinista, los bandos en conflicto se desmovilizaron. Los integrantes de la guerrilla de la Contra y los del Ejército Popular Sandinista recibieron tierras de la Costa Caribe cuando acabó la guerra. Incluso, los desmovilizados del partido indígena YATAMA (Yapti Tasba Masraka Nanih Aslatakanka) obtuvieron unas 50 manzanas de tierra por cabeza. Era el preludio de la invasión.

Bataillon apunta al expresidente Arnoldo Alemán (1997-2002): El político liberal, acusado de corrupción, fue el primero que apoyó la invasión de “colonos” a territorios comunales. Alemán alentó la toma de propiedades de “terceros” o “mestizos” (como los indígenas también llaman a los “colonos”) para ganar capital político en la zona. En ese entonces, específicamente en 1998, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció que el Estado de Nicaragua violó los derechos de la comunidad indígena de Awas Tingni, luego de que el Ministerio del Ambiente y los Recursos Naturales (MARENA) otorgó una concesión maderera a la empresa SOLCARSA.

La Corte obligó al Estado de Nicaragua a crear un mecanismo de demarcación para los pueblos indígenas a partir de este caso, lo que derivó en la aprobación de la ley 445, llamada formalmente Ley del Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas de las Regiones Autónomas de la Costa Atlántica de Nicaragua y los Ríos Bocay, Coco, Indio y Maíz. Esta ley establece cinco fases en el proceso de reconocimiento y formalización de los derechos de propiedad indígena: demarcación, resolución de conflictos, demarcación, titulación y saneamiento.

La invasión de los territorios continuó durante el gobierno de Enrique Bolaños (2002-2007). Pero llegó a su clímax en 2007 con la asunción del gobierno de Daniel Ortega. La directora del CEJUDHCAN, Lottie Cunningham, sostiene que la violencia inició en ese año, y la brutalidad se tornó irreversible. La defensora de los derechos de los indígenas atribuye la alzada violenta no solo al irrespeto sistemático de la autonomía de las regiones del caribe y las leyes de propiedad comunal, sino a las políticas extractivistas reforzadas a partir de 2007 por el gobierno de Ortega.

Un acucioso estudio publicado en abril de 2020 por el Oakland Institute, un think-tank e asuntos ambientales, alerta que el gobierno de Daniel Ortega “alienta la fiebre del oro en Nicaragua”. En 2017, fue creada la Empresa Nicaragüense de Minas (ENIMINAS) que permite al Estado de Nicaragua una mayor participación en negocios mineros junto con empresas privadas. De esa forma, el total de tierra bajo concesión minera aumentó de alrededor de 1.200.000 hectáreas a 2.600.000 hectáreas. Lo alarmante es que 853.800 hectáreas de esa tierra están en la zona de amortiguación de la reserva de Bosawás en territorios indígenas.

“La minería de los colonos y las empresas transnacionales ha sido una causa de violencia y desplazamiento de las comunidades indígenas, al tiempo que ha provocado graves peligros para la salud y el medio ambiente”, señala con el Okland Institute.

Según el informe, un puñado de empresas transnacionales ha tomado el control de vastas concesiones mineras, entre las que destacan empresas canadienses como B2Gold Corp, Calibre Mining Corp, Royal Road Minerals y Golden Reign Resources. Otras son la australiana Oro Verde, la británica Condor Gold y la colombiana Hemco Nicaragua S.A. “La promesa de oro y plata preciosos en la remota selva tropical del caribe norte ha atraído a miles de colonos, intensificando aún más la lucha indígena por la autonomía y los derechos de propiedad comunal”, remarca el think-tank ambientalista.

III

Saneamiento y tráfico de tierras

No solo es la fiebre del oro. La industria ganadera de Nicaragua es la más fuerte de Centroamérica. La vorágine de vacas pastando ha ido devorando los territorios indígenas del caribe norte, y con ellas ha venido la violencia y el desplazamiento forzado de familias enteras. Del mismo modo, la industria de la madera viene aparejada con iguales efectos nocivos.

Los territorios indígenas del caribe norte más afectados por la violencia relacionada con las industrias extractivas, y de donde son originarios los tres millares de desplazados, son Wangi Twi Tasba Raya, Wangki Li Aubra (Polo Paiwas, Esperanza Río Coco, Cocal, Klisnak y Santa Fe) y Li Lamni Tasbaika Kum (Wiwinak). En Wangki Li Aubra, toda la comunidad de Polo Paiwas, cerca de la mina Murubila, fue desplazada por completo. La comunidad de Alejandro Guevara.

Aunque la ley 445 prohíbe tajantemente la venta, cesión o traspaso de los territorios comunales, el tráfico de tierras es moneda diaria en los territorios indígenas. A mediados del año 2016, luego de la brutal violencia desatada por los colonos en las comunidades, me interné por varias semanas con el fotoperiodista Carlos Herrera en los territorios más golpeados por los “colonos”. No solo encontramos a las víctimas (indígenas mutilados, mujeres buscando a sus esposos desaparecidos, jovencitas violadas, niños con el costillar expuesto, y el hacinamiento de los desplazados al otro lado del Río Coco, en la comunidad hondureña de Pransa), sino papeles. Muchos papeles falsos sobre los cuales se basa el tráfico de tierras indígenas.

Seguir un rastro de escrituras y avales legales es muy complicado en estos territorios, donde la cultura catastral por parte del Estado es casi inexistente. Ante ese vacío, las mafias de abogados y notarios públicos abundan, y se apuran a escriturar en sus gruesos cuadernos de tamaño oficio las ventas, traspasos, desmembraciones y sesiones de tierras que los “colonos” inscriben sólo presentando un manuscrito firmado por ellos mismos. Así de rudimentario.

En esa investigación periodística que realizamos para el medio Confidencial, encontramos en 2016 que los avales de tierra es la forma más común para usurpar un territorio comunal. Tras acceder a centenares de avales y documentos recolectados en nuestra visita, descubrimos que los principales traficantes de tierras funcionarios públicos ligados al Frente Sandinista de Liberación Nacional, el actual partido de gobierno.

La sede del gobierno regional del Caribe Norte la tutela Waldo Müller, un allegado al gobierno de Daniel Ortega y uno de los principales traficantes de tierras. Carlos Herrera | Divergentes.

La sede del gobierno regional del Caribe Norte la tutela Waldo Müller, un allegado al gobierno de Daniel Ortega y uno de los principales traficantes de tierras. Carlos Herrera | Divergentes.

Un miskito de la comunidad de San Jerónimo muestra su foto con el entonces candidato presidencial Daniel Ortega, quien les prometió a los indígenas protección de los territorios. Carlos Herrera | Divergentes.

Un miskito de la comunidad de San Jerónimo muestra su foto con el entonces candidato presidencial Daniel Ortega, quien les prometió a los indígenas protección de los territorios. Carlos Herrera | Divergentes.

Un grupo de niños miskitos refugiados en la comunidad de Pranza, Honduras. Carlos Herrera | Divergentes.

Un grupo de niños miskitos refugiados en la comunidad de Pranza, Honduras. Carlos Herrera | Divergentes.

La invasión de tierra afecta a casi todas las comunidades indígenas, así que el número de desplazados puede ser más. Carlos Herrera | Divergentes.

La invasión de tierra afecta a casi todas las comunidades indígenas, así que el número de desplazados puede ser más. Carlos Herrera | Divergentes.

El Coordinador del Gobierno Regional, Carlos Alemán Cunningham, y los concejales Waldo Müller y Adrián Valle Collins –todos sandinistas– son quienes más han avalado el tráfico ilegal. Pero también probamos que el hasta hace poco Procurador General de la República del gobierno de Daniel Ortega, el doctor Hernán Estrada, emitió en octubre de 2010 una “constancia de no objeción” para otorgarle “gratuitamente” a un grupo de colonos 6 mil manzanas de tierras, ubicadas entre Waspam, Prinzapolka, Puerto Cabezas y el Río Kukalaya.

Esta permisividad estatal ante la invasión de los territorios ha arrinconado a los indígenas miskitos y mayagnas. Muchas comunidades han intentado resistir ante el avance de los “colonos”. Pero las armas de los indígenas son artesanales, muy elementales, y no pueden hacer frente a las armas de guerra de los “colonos” (Ak-47) y sus escopetas.

El perfil característico de los colonos es el de madereros, agricultores, ganaderos y mineros, quienes expanden sus industrias sobre los territorios comunales. Tienen suficientes recursos que permiten machacar la resistencia indígena sin mayores aspavientos. Los intereses sobre los recursos naturales en la zona son muchos: oro, madera y ganado, tres rubros sobre los que se sustentan las exportaciones nicaragüenses.

En algunas ocasiones, los comunitarios han denunciado que las autoridades de gobierno les han recomendado una especie de “cohabitación” con los “colonos”. Pero son dos culturas opuestas. Los indígenas sólo demandan la aplicación del Saneamiento, que es la quinta etapa de la ley 445. El Saneamiento consiste en el ordenamiento territorial y la expulsión de los terceros que no compartan la cosmovisión de los indígenas, ni el respeto por la tierra ni las normas comunitarias. Pero los “colonos” solo tienen una meta en la cabeza: explotar los recursos. Tampoco hay voluntad estatal de ejecutar el Saneamiento territorial, según líderes comunitarios con quienes conversamos para este reportaje.

Mientras los indígenas continúan resistiendo, la violencia de los “colonos” aumenta y provoca más desplazados. Los “colonos” “carrilean” las tierras que ocupan, es decir que las cercan e impiden la libre movilización de los comunitarios. Una cosmovisión ajena a la indígena, ya que en su cultura no existe la práctica de impedir el paso, como sí existe en la propiedad privada individualizada.

“No existe el cerco, aunque si se establecen linderos en las áreas que trabajan las familias. Lo primero que hacen los colonos al ocupar territorio indígena es cercar el área e impedir el paso, una acción que violenta la lógica y la costumbre de las familias indígenas de pasar por cualquier sitio dentro de su territorio”, explica el informe del CEJUDHCAN que analiza los desplazados de las 12 comunidades.

La invasión del territorio por parte de los “colonos” impide a los indígenas realizar sus actividades de caza y pesca dentro de su área territorial sin ningún tipo de limitaciones. A la vez, los “colonos” cercenan la agricultura de subsistencia que las comunidades realizan. Cuando ya no quedan más fuerzas para enfrentarlos, los indígenas tienen que desplazarse forzosamente.

“El desplazamiento implica la pérdida continua del territorio y la identidad cultural. Es lo que nosotros llamamos etnocidio”, alerta con severidad la directora del CEJUDHCAN, Lottie Cunningham. “El desplazamiento forzado aumenta la crisis humanitaria de los indígenas. Crece la inseguridad y rompe el tejido social de las comunidades… arruina la relación espiritual de los indígenas con la tierra y de su subsistencia. Agrava las condiciones de extrema pobreza en la que ya viven los comunitarios”.

Richard Lacayo, miskito desplazado de la comunidad Esperanza en el río Wawa, es el mejor ejemplo práctico de lo que alerta Lottie Cunningham. Él se ha refugiado en Waspam y el ambiente de ciudad lo hace sentirse desconcertado. Pero le toca resistir porque en Waspam ha encontrado trabajo para subsistir y lograr enviarle dinero al resto de su familia, que se ha albergado en otra comunidad sobre el Río Coco.

“Yo no me siento de aquí”, dice Lacayo con amargura. “Pero si regresamos a nuestra comunidad, los ‘colonos’ nos matan. Nuestra comunidad era de 67 familias, pero ahora lo que hay allá son esos malditos. Nos quitaron todo: la milpa, el huerto, los patios, los animales… las autoridades no hacen nada. Nos sentimos que estamos solos... solo con Dios”.

IV

Pandemia y desplazados

Rendel Herbeht vio a morir ocho de los suyos en tan solo tres semanas. Todos indígenas originarios de la comunidad mayagna de Karawala. El hombre vio a los suyos perder el olfato y el gusto, pero se inquietaba sobre todo cuando escuchaba esas respiraciones pedregosas. Sabía que era el preludio fatal, una especie de canto de cisne... la muerte. Algunos de esos hombres y mujeres se murieron sin saber que morían de COVID-19.

Para la pandemia no hay frontera. Ni población remota a la que no llegue. El nuevo Coronavirus se internó en los pueblos indígenas del Caribe Norte de Nicaragua en medio del negacionismo del gobierno de Daniel Ortega frente a la pandemia. Pese a que líderes comunales de algunas comunidades ordenaron una cuarentena estricta, el virus de Wuhan saltó esa barrera y puso de manifiesto --aún más-- la realidad de los indígenas: miseria, hambre y abandono total del Estado.

Aunque no existen datos oficiales sobre el contagio en los pueblos indígenas del Caribe Norte de Nicaragua, a finales del mes de junio el Observatorio Ciudadano de Covid-19, un ente que ha sido tomado en cuenta por la Organización Mundial de la Salud para medir el impacto de la pandemia, reportó 124 casos sospechosos de Coronavirus, entre ellos 66 muertes. Es decir que la mitad de los contagios han sido fatales en el caribe.

“Recalcamos que estos datos pueden ser mucho mayor”, alerta por su parte el Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Caribe de Nicaragua (Cejudhcan). “Dado el poco acceso a la información por parte del Estado, no se conoce a ciencia cierta el impacto de la enfermedad en los pueblos indígenas”. Según el monitoreo realizado por este ente no gubernamental, identificaron 45 personas fallecidas, de las cuales 10 personas son de Waspam y 5 personas de algunas comunidades cercanas a la ciudad de Bilwi y Puerto Cabezas.

Mucho de los contagiados en Karawala con síntomas graves de COVID-19 han sido trasladados a la ciudad de Bluefields, en el Caribe Sur, ante la falta de infraestructura en estos territorios. De 15 comunidades indígenas correspondientes a los territorios indígenas de Wangki Maya y Wangki Twi Tasba Raya, 11 cuentan con un puesto de salud para atención primaria. Sin embargo el 98% de los puestos de salud no tiene condiciones en infraestructura básica y servicios sanitarios, según el Cejudhcan.

“Los medicamentos de reposición periódica son limitados y solo operan con una enfermera para brindar consulta, realizar exámenes, seguimientos a los pacientes crónicos, atención prenatal y postparto. Todas las demandas y necesidades de salud, lo que se evidencia deficiencia en la atención”, explica José Coleman de Cejudhcan.

En el caso de las comunidades de Wangki Li Aubra la situación es más crítica: 5 de 8 comunidades tienen puesto de salud, pero en tan solo dos localidades hay enfermeras comunitarias. Las demandas y atención del servicio de salud son atendidas por las parteras y médicos tradicionales quienes se encargan de brindar atención primaria no solo a las embarazadas sino a toda la población, a pesar que no cuenta con ninguna herramienta y kit de primeros auxilios al menos.

La falta de información relacionada a la epidemia también campea en las comunidades indígenas. Se sabe poco de prevención, uso de mascarillas, lavado de manos y distanciamiento social, dice Herbeht desde Karawala.

Aunque algunas comunidades han decretado autocuarentena, la falta de servicios básicos complica sus condiciones. “En muchas comunidades existe un brote de gripe, dolor de cabezas, diarrea, pérdida de gusto y olfato, pero los comunitarios por desconocimiento no están asociando estas síntomas con el Covid-19”, alerta Coleman. “Incluso si en las comunidades alguien muere de Covid-19, nadie lo sabe. Lo velan y lo entierran después de 24 horas, situación que puede provocar mayor contagio y exposición al virus”.

El desplazamiento forzado expone aún más a los indígenas al contagio. Según el Cejudhcan, la crisis humanitaria provocada por la ocupación ilegal de sus tierras, “limita el acceso a los medios de vida para la subsistencia de los miembros de la comunidad”. En Klisnak lo experimenta Alejandro Guevara. Al ser un desplazado, debe faenar en tierras de otros indígenas a cambio de comida para su familia. Es su única paga como peón. Trabaja sin descanso, pero lo que más le pesa es la incertidumbre: no sabe si regresará al lugar que fue su hogar. Si recuperará la vida arrebatada por la pesadilla del fusil, de esos invasores de tierras que actúan bajo un amplio paraguas de impunidad.

CRÉDITOS

Texto: Wilfredo Miranda Aburto
Corrección: Maynor Salazar
Fotografías: Carlos Herrera
Diseño UI/UX: Ricardo Arce

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