María Xavier Gutiérrez
20 de junio 2024

Andar en mis zapatos, los zapatos del exilio

Un mural alusivo a los refugiados en el centro de San José, Costa Rica. Foto: Wilfredo Miranda Aburto | Divergentes.

Como casi todos los sábados por la mañana fui por mi café a la feria comunitaria en San José. El “mae” que lo vende es un gringo alto, con la cara algo desorbitada. Vive en Costa Rica por amor al trópico. Ya me conoce y me contó que había ido a mi país y que era precioso: “Anduve en las Isletas, el volcán Masaya y en… ¡pero si vos no podes ir!”, me dijo. Me puse a reír, meneé la cabeza de izquierda a derecha, negando en silencio. Le pagué el café que estaba muy bueno. Era un mocaccino frío en el punto ideal, entre amargo y dulcete. 

Agradecí su vaga empatía cuando interrumpió su relato porque, a casi tres años de exilio en Costa Rica, y de sentir que estoy más cerca de Italia o de Australia que de Nicaragua, remueve un poco el centro del pecho saber que tantas personas pueden entrar y salir pero yo no, ni mi familia. Por razones políticas. Por pensar distinto. 

Aunque mi cerebro lo sepa, lo entienda y lo procese, el exilio es una forma cruel de discriminación que sigue tocando mis fibras emocionales de distintas formas. A veces sucede cuando una amiga me pide no poner fotos con ella en redes; cuando otra persona no quiere escribirme por WhatsApp. En otra ocasión me dijeron: “mejor no me mandes tus escritos”. Incluso cuando omiten dar las condolencias en el grupo de amigos del colegio en Facebook.

O cuando vienen a Costa Rica pero prefieren no verme en persona; cuando no quieren que les hagas una transferencia bancaria. Todas estas son formas de rechazo que me empujan aún más lejos de mi país. Es otra cara del exilio, cuando nuestros cercanos se protegen como un acto instintivo, atravesados por el miedo de ser vistos por el gobierno de mi país… de ser juzgados como miles de compatriotas y de correr la misma suerte de quienes no hemos podido regresar a la tierra nuestra. No es valiente pero es necesario. Son  situaciones que mi corazón va amortiguando. 

Recibe nuestro boletín semanal

Al llegar a San José intentaba adaptarme a su clima más húmedo y más frío, donde a veces hay neblina. También a las direcciones en Tibás, Curridabat, Guadalupe y Montes de Oca. A aprender nuevas expresiones como “la presa”, “buceta”, “el gallito”, “los güilas”. En ese proceso de adaptación le contaba a cualquier persona la razón por la que yo estaba acá. Era como vomitar, no podía mesurar la historia. 

En una ocasión, estando en clase de yoga, se acercó a mí una mujer colombiana, y muy amable me preguntó cómo me estaba adaptando a San José… En cuatro minutos le conté mi historia. Ella me miró con ojos incrédulos y de seguro agradeció que la clase ya iba a empezar. 

Me ocurrió lo mismo otras veces. Una mañana en el gimnasio contaba otra vez mi historia cuando vi a varios poniendo atención. Mis escuchas apenas podían hacerme preguntas básicas. También con aquel doctor que me atendió y me dijo: “todo eso es estrés” y, entonces, le solté la sopa. El médico preguntó: “¿por qué no protestan?”. No entendía nada. Tampoco entienden por qué Miss Universo es exiliada

Quienes viven en democracia carecen de la noción de qué es una dictadura. Eso solo se aprende en el terreno. Es algo sensorial: sentirte vulnerable, tener miedo. Creo que es como ir a la guerra, donde yo nunca he estado. 

Poco a poco fui entendiendo que describir el exilio es una vivencia muy fuerte y quien no la ha experimentado no sabe si decirte “lo siento”, “estoy a la orden” o, en el mejor de los casos, opta por quedarse callado. Esto también aplica para mis paisanos que viven allá, en mi tierra prohibida, que pueden aún salir del país, pero que borran todas sus redes sociales apenas van de regreso. 

Hace pocos meses hice el ejercicio de ponerme en el lugar de quien escucha mi relato y la verdad es que me sonó muy intenso. El chico que me corta el pelo tuvo que aguantar mi drama por algunos meses… y de repente supe que Jime, Andy, Nati y el Macho (chele) no me estaban entendiendo. Quizá hasta pensaran que en realidad soy una prófuga de la justicia de mi país; que por eso había tenido que irme. Quién sabe en qué códigos me estaban oyendo. Así fue que empecé a “bajar el gas”, como decimos los nicas. Dejé de contar mi relato, dejé de identificarme con ello y, poco a poco, dejé de ser la vocera histriónica del exilio. Hace poco fui a la dentista y me preguntó si me gustaba su ciudad… que por qué vivo acá. Mi respuesta salió tan ligera como el humo: “es que mi esposo trabaja acá y me encanta San José”. 

Cierto que sentirme –sentirnos– bien o mal en el exilio depende de muchos elementos: la actitud, las condiciones materiales y laborales; el círculo afectivo que se reconstruye. Es aceptar que rompimos con el país natal, insertarnos en la nueva comunidad y tantas otras variantes, pero hay una que para mi es fundamental: dejar de sentirme víctima del gobierno de Nicaragua y de la injusticia. Es retomar el rol dinámico en mi vida y sentir que, desde este punto cero, puedo salir adelante con otros insumos. Jamás con los mismos de antes.

Antes de despedirme, quiero contarles que esta semana alojamos a un querido migrante que iba en ruta hacia el norte en busca de una vida mejor. No lo veía desde hace un año y mi esposo F. no lo veía hace tres años. Nos contó que en Nicaragua la gente siempre sale a divertirse, a comer, a beber, que van a misas; que la remodelación de Pista de la Resistencia se ve muy buena; que hay mucho negocio chino; que Plaza Once está terminada; que las noticias que resuenan entre la comunidad exiliada, allá se enteran pero no las comentan; que no sabía del movimiento de oposición Monteverde; que sus conocidos que trabajan con el gobierno también son rehenes.

También nos dijo que las personas andan con el ceño fruncido, con cierto peso encima; que el calor está peor que nunca, que se suda a las 2 de la madrugada; que donde fue Pastelería Margarita solo hay fantasmas, y que el cierre de la UCA le sigue doliendo a millones –igual que a F. y a mi–. Él sólo desea que su hijo de siete años crezca en otro país. Lo llevamos al aeropuerto, le di un abrazo de hermano y le dije que no regrese jamás. Que sea valiente y le haga un lugar al futuro de su hijo. Él no es un exiliado igual que yo, pero tendrá que aprender a vivir en un nuevo país. Lidiar con su historia personal que es la misma de ese millón de nicaragüenses que por razones económicas o políticas nos hemos ido desde 2018.  

ESCRIBE

María Xavier Gutiérrez

Comunicadora social y creadora del Blog Mujer Urbana desde 2012. Actualmente estudiante de maestría en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España.