Complices Divergentes
Complices Divergentes

Dora María Téllez
2 de junio 2025

Autoritarismos: ni libertades, ni justicia social


Muchas gracias a La Sorbonne Nouvelle, a su presidente el señor Daniel Mouchard-Zay; al Instituto de Altos Estudios sobre América Latina (IHEAL), a su director Denis Merklen, por permitirme este espacio para compartir algunas reflexiones, en ocasión del septuagésimo aniversario del IHEAL y en el contexto de la realización del CEISAL que nos ha convocado en torno a la justicia social, medioambiental y climática en América Latina y El Caribe.  

El doce de junio de 2022, en una de las escasas ocasiones en que, a quienes estábamos encarcelados en la Dirección de Auxilio Judicial de la Policía Nacional en Managua, se nos permitía ver a nuestros familiares, pude hablar con mi hermano Óscar.  Había transcurrido un año desde que fui secuestrada y sometida a confinamiento en solitario, sin permiso para leer, escribir o socializar de manera alguna.  Ver a mi hermano y a mi sobrino era un momento de alegría especial, una hora para escuchar las noticias de la calle, comentar mi condición y ajustar los requerimientos de apoyo de alimentos secos o bebidas que el penal permitía para complementar la magra alimentación que recibíamos.  

Instalados en una pequeña habitación, con técnica de escucha y grabación de audio que luego eran cuidadosamente transcritos para la jefatura policial, debíamos ponernos de pie y hablarnos al oído lo realmente importante.  Fue así como mi hermano me susurró, rápida y escuetamente, que esta universidad me había concedido un Doctorado Honoris Causa.  Sin poder expresar mis emociones, al término de la visita, regresé a la penumbra de la celda sintiéndome acompañada por ustedes y agradeciendo profundamente ese gesto, una demanda de libertad y respeto a mi integridad y a la del resto de presas y presos políticos en Nicaragua.   En noviembre del 2022, el periodista exiliado, Carlos Fernando Chamorro les expresó mi gratitud, que ahora puedo entregarles personalmente. 

En aquella cárcel compartía destino con activistas, periodistas, empresarios, feministas, campesinos, profesionales, estudiantes, intelectuales, excandidatos presidenciales, personas que trabajaban en fundaciones y organizaciones no gubernamentales, liderazgo político nacional y local, militares en retiro, antiguos guerrilleros sandinistas, sacerdotes, seminaristas y personal de apoyo a las iglesias.  Fuimos acusados por traición a la patria, informados en audiencias realizadas en la madrugada y enjuiciados en procesos sorpresivos y sumarios.  Pude conocer a mi abogada y conversar con ella durante un minuto y medio, antes de escuchar las pruebas presentadas por la fiscalía: dos mensajes reenviados en la red social Twitter y una declaración mía en audiencia virtual ante una comisión del Parlamento Europeo.  Era claro que estaba siendo condenada por pretender ejercer mi derecho a la libre expresión, por criticar al gobierno, por ser opositora.  El juicio, un acto pre-cocinado, realmente, situaba en el banquillo de los acusados a los derechos y libertades de cada nicaragüense y así lo expresé cuando me permitieron hablar.  Después llegó la condena a ocho años de prisión.  La segunda de mi vida.  Cuarenta y cinco años antes fui condenada a siete años de cárcel por participar en la lucha armada contra la dictadura de la familia Somoza.  Como puede verse, el proceso inflacionario también ha afectado el precio de ser oposición.

Gracias a actos de solidaridad como estos, a oraciones, presiones y demandas, fui excarcelada y desterrada en febrero de 2023 hacia los Estados Unidos, junto a 221 personas más que guardaban prisión política en el país.  Horas después llegó el despojo de nuestra nacionalidad, la confiscación de bienes y pensiones, la eliminación de registros y títulos académicos, la desaparición de nuestras referencias en el registro de las personas. Nos decretaron la muerte civil, castigo que se extendió a nuestras familias.  

Desgraciadamente, no han sido hechos excepcionales. 

Nicaragua está desgobernada por la familia Ortega Murillo que en los últimos siete años ha llevado a la cárcel, al menos, a dos mil nicaragüenses, según registró la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hasta febrero de 2023, verdaderos rehenes, sometidos a todo tipo de torturas, vejámenes, tratos crueles, abusos e ilegalidades.  En ese tiempo, el régimen ha liquidado organizaciones, asociaciones, partidos políticos, gremios y movimientos sociales, confiscado universidades, medios de comunicación, propiedades y empresas; prohibiendo toda actividad pública, criminalizando toda protesta, expulsando y desterrando pastores, sacerdotes, religiosas y religiosos, confinando las imágenes religiosas al interior de los templos, pues también han cancelado las procesiones, temerosos de cualquier expresión popular.  

Centenares de personas son fotografiadas cada semana, debiendo pedir autorización policial cada vez que desean salir de sus casas a realizar cualquier gestión.  El hostigamiento alcanza a quienes publican en sus redes sociales lo que los agentes del régimen consideren expresiones adversas al gobierno.  El asedio, el espionaje y la persecución son parte de la vida cotidiana de un país convertido en una gran cárcel, donde las oportunidades se han cerrado. Centenares de miles de nicaragüenses han escogido la riesgosa ruta del exilio y la emigración tratando de encontrar alternativas de sobrevivencia en paz en otros países.  A la fecha, un 12% de la población total ha abandonado el país desde 2018.  El silencio se ha impuesto en violento contraste con la narrativa oficial de país feliz, próspero, seguro y en paz.

En Nicaragua hay una dictadura con dos cabezas.  Esta no es una afirmación política, sino la constatación de una realidad que ha sido llevada a la letra de la Constitución en febrero de este año.  El régimen en cuya cúspide se instalan como copresidentes, Daniel Ortega y Rosario Murillo, marido y mujer, subordina sin recato de ninguna especie, la totalidad de las instituciones del Estado incluyendo el sistema judicial.  Todo está sujeto a su poder. La nueva, ilegal e ilegítima constitución solamente ha ajustado el ropaje legal a la realidad de la tiranía.

Es un régimen dinástico, como lo fue el de la familia Somoza, que hace descansar su control político y social en la represión, la manipulación institucional, la anulación de los derechos y libertades y la liquidación del Estado de Derecho.  Al igual que la familia Somoza, se ha constituido en un grupo oligárquico que acumula poder económico mediante la apropiación de los recursos públicos y un gigantesco entramado de corrupción. 

No es una dictadura que se instaló en un día. Ninguna lo es.  La familia dinástica ha expandido su poder mediante un proceso progresivo y sostenido de corrimiento de los límites establecidos al poder político.  En 2007, a pocos meses del retorno de Ortega al poder, ocho líderes feministas fueron llamadas a la fiscalía para enfrentar acusaciones de abortistas, con una campaña de fondo instrumentada por el régimen calificándolas de diabólicas.  En junio de 2008, se canceló la personalidad jurídica a mi partido el Movimiento Renovador Sandinista, en octubre fue allanada la sede del Movimiento Autónomo de Mujeres y el Centro de Investigaciones de la Comunicación (CINCO) y junto a otras quince organizaciones no gubernamentales fueron acusadas de lavado de dinero.  Desde entonces, la ofensiva contra organizaciones o agrupaciones señaladas de opositoras, no se detuvo.  Cada vez, el régimen vendía la idea como una acción necesaria y única, que no afectaría a nadie más, indispensable a la paz y a la seguridad nacional.  

Luego llegó el fraude electoral y la reelección inconstitucional; se amplió la restricción de derechos políticos y sociales; se amenazó la vida y la propiedad de campesinos e indígenas para imponer la fantasía de la construcción inminente de un canal interoceánico.  El autoritarismo se impuso en universidades, comunidades y vecindarios, hasta que la suma de todos los agravios desató las protestas de la mayoría del pueblo, en abril de 2018, sofocadas a balazos con saldo de más de 320 personas asesinadas y un elevado número de heridos y lesionados.  La dictadura, sin poder restablecer su hegemonía, impuso el estado de terror, convirtiendo a Nicaragua en un páramo en el cual solo hay derecho a trabajar y sobrevivir si se guarda silencio.

Daniel Ortega
Orteta y Murillo durante su comparecencia con la cumbre del ALBA. Tomada de El 19 Digital

Lo que sucede en mi país, se va repitiendo en otros.  El Salvador, nuestro vecino, recorre el mismo camino, con un gobierno encabezado por Nayib Bukele, en control de todo el aparato institucional, aliado con las fuerzas armadas, quien bajo el pretexto de combatir a las maras, una amenaza a la vida de los salvadoreños, ha violado los derechos humanos de miles de personas que permanecen encarceladas sin acusaciones, ni procesos, ni juicios, ni visitas familiares.  Legitimado por la seguridad en las calles de su país, en medio de acusaciones de corrupción y la denuncia de su acuerdo con las maras, Bukele ha desatado una ofensiva contra las organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación independientes, reprimiendo protestas de gremios y campesinos.  Señalar al gobierno ya es un delito.  Ruth López, una voz potente de denuncia de la corrupción gubernamental, ha sido secuestrada y los periodistas de El Faro, amenazados.  Se implementa un tentador manual del autoritarismo, copiado sin rubor alguno de un país a otro.  

En el mundo, líderes autoritarios emergen y se instalan, montados en olas de popularidad cultivadas en redes sociales, con victorias electorales construidas estimulando y alimentando la polarización social, abanderando el odio y la vindicta, creando y difundiendo información falsa, inventando teorías conspirativas, reivindicando la represión, estigmatizando a sectores sociales y políticos, marcando enemigos a aniquilar por pensar distinto, por reivindicar derechos, por aspirar a sociedades con equidad.  La oleada autoritaria es la avanzadilla de una revuelta conservadora mundial, profundamente conectada a las nuevas oligarquías.  

Quienes hemos vivido épocas de dictaduras y luchado contra ellas, vemos con preocupación los nuevos autoritarismos cabalgando hacia la sociedad del pasado, la de caudillos ansiosos de poder total; mujeres silenciosas destinadas a la reproducción confinadas a la cocina de sus casas o totalmente en la sombra como en Afganistán; personas de género y orientación sexual diversa, acosadas, perseguidas y penalizadas; afrodescendientes, indígenas, campesinos y trabajadores sometidos y silenciados.  Las personas migrantes en todas las latitudes son, ahora, el enemigo a quien culpar de la inseguridad, el desempleo y la pobreza. Señaladas de ser la causa de las frustraciones sociales y acusadas de pertenecer al crimen organizado, se les persigue, criminaliza, encarcela o deporta, sin consideración a los más elementales derechos humanos.  La revuelta conservadora convoca a la marginación y la discriminación de toda persona percibida como diferente.  

El discurso y la práctica política de los nuevos autoritarismos carece de sutilezas.  Su lenguaje y narrativa es descarnada y simplista.  La idea de que la tierra es plana, que las vacunas son lesivas, que el cambio climático no existe, que la libertad de cátedra y de expresión son nocivas, que las investigaciones científicas deben obedecer a criterios ideológicos y que las universidades son centros de difusión de ideas perversas, arrastran la consideración de que la sanidad, la educación pública y las pensiones dignas son cargas de la que hay que prescindir.  La aspiración de construir sociedades incluyentes y solidarias ha sido colocada en la diana.  La narrativa autoritaria y conservadora reivindica la consecución de riquezas a cualquier costo y conceder más beneficios a los que tienen más, quitándoles a los que tienen menos.

Otros autoritarismos se presentan con ropajes diferentes.  El régimen de los Ortega Murillo en Nicaragua ascendió bajo la promesa de justicia social, pero el país sigue siendo el segundo más pobre del continente americano, solo superado por Haití.  

La añoranza del fascismo, el colonialismo y las dictaduras militares se fomenta negando lo que sucedió: las terribles violaciones a derechos humanos, el dolor y el desgarro vividos por la humanidad. En aras de la difusión del imaginario de la revuelta conservadora, en algunos países se proscribe hablar del pasado, se censuran textos en las escuelas, se reeditan listas negras de libros a desaparecer de las bibliotecas, se pretende decidir lo que debe enseñarse en las aulas escolares, se publican listas de palabras prohibidas en los textos oficiales y en las universidades.  Es un intento de borramiento de la memoria y liquidación del sentido crítico para volver a levantar las banderas del odio, del poder sin límites, la supremacía racial y la pretensión de derechos territoriales por alegatos históricos o descaradas ambiciones geoestratégicas. Borrar la memoria es indispensable para atraer a la juventud y edulcorarla, es útil para convocar a los antiguos leales a los autoritarismos.  

Para las personas de mi generación que hemos participado de luchas políticas y sociales, los cambios en las décadas pasadas han sido dramáticos.  Hemos vivido los años que siguieron a la segunda guerra mundial, el colapso del colonialismo y de las dictaduras militares, la crisis del llamado “socialismo real”, las aperturas democráticas, la ampliación de los derechos en todas las latitudes, los cambios tecnológicos y las inmensas posibilidades de comunicación instantánea con cualquiera en cualquier parte del mundo. El mundo cambió para mejor en muchos aspectos, en otros, como la pobreza que acosa a una gran parte de la humanidad, no.  Las diferencias entre los países desarrollados y el resto son cada vez mayores.  Ese desbalance nos afecta a todos.  

Actualmente, la juventud siente que su realidad actual no es lo satisfactoria que desean y que su expectativa de futuro no está despejada, que los modelos democráticos no responden a sus preocupaciones y demandas, no las escucha, ni las considera.  Constatan que esas democracias están afectadas por la corrupción, la política de oligarquías, la parálisis, los conflictos continuados, la falta de soluciones oportunas.   Quien afirme que el sistema no sirve, tendrá respaldo.  

Un gran sector de jóvenes se abre campo luchando por más y mejores espacios democráticos, por más y mejores condiciones para su porvenir y el de su familia, para lograr una sociedad que incluya a todos, con equidad, más próspera y solidaria.  Pero hay grupos que se han encaminado al repudio total del sistema, sumándose al premeditado descrédito de las instituciones, escuchando los cantos de sirena del autoritarismo y la revuelta conservadora.   En la solución de esos desafíos está la posibilidad de cerrar las puertas al pasado que se viste de futuro.  Este momento nos exige erigir barreras sociales, consensos de rechazo a las pretensiones autoritarias y movilizar las fuerzas para ampliar la democracia. 

La fortaleza institucional de cada país está sometida a una prueba decisiva frente al empuje autoritario que desafía los linderos establecidos al poder político. En mi país, Nicaragua, las frágiles y débiles instituciones no pudieron convertirse en un valladar que frenara el ánimo dictatorial de la familia en el poder.  Los espacios democráticos fueron sepultados con la complicidad de quienes debían preservarlos.  No hubo refugio que amparara nuestros derechos constitucionales y cuando llegó el momento de los crímenes y el tiempo de los encarcelamientos, quienes debían procurar justicia ya se habían convertido en sicarios políticos del régimen autoritario.   

La vida nos dice que contemporizar con el autoritarismo no lo frena y que más bien, tiene graves consecuencias. Si el poder autoritario encuentra indiferencia o complacencia al conculcar los derechos de otras personas o grupos sociales, pronto vendrá por los míos. La amenaza a los derechos de otros es también una amenaza a mis derechos. 

No podemos volver la vista en otra dirección o mirar lo que sucede a nuestro alrededor y en el mundo, con anteojeras de cuero.  La hambruna en Gaza, la brutal criminalización del pueblo palestino, en nombre de la guerra contra el terrorismo, las muertes de niñas y niños, la pretensión de expulsarles de su territorio para construir un gigantesco complejo turístico nos desafía a todos. Ese camino no ha llevado paz y seguridad a los israelitas, ni a los palestinos, solo a un indecible sufrimiento.  

Lo que sucede en el resto del mundo, en Estados Unidos, Argentina, El Salvador, Nicaragua, Afganistán, Venezuela, Irán, Rusia y Ucrania, Haití, Cuba y Europa, nos desafía a todos.  Ahora mismo hay mujeres presas en Irán, en confinamiento en solitario, como lo estuve yo, por luchar por libertad y dignidad; centenares de presas y presos políticos en Venezuela y Cuba; migrantes cruzando o ahogándose en el mar Mediterráneo o en el Río Grande, huyendo de guerras y pobreza. Miles de migrantes en Estados Unidos están escondidos en sus hogares por miedo a ser detenidos y llevados a una cárcel de Luisiana o de Guantánamo para ser deportados en masa a cualquier sitio.  

Nuestra sensibilidad y compasión, es un capital decisivo en estos días, como lo es nuestra perseverancia. Este es el tiempo en que nos corresponde marcar los límites, avanzar, no a la destrucción de las democracias, sino a su fortalecimiento; a la ampliación de derechos, no a restringirlos; a una mayor representación de la ciudadanía para construir las sociedades de este siglo, intercomunicadas e interconectadas, diversas e inclusivas, interdependientes y solidarias.  Nuestro desafío es contribuir a la búsqueda de respuestas a esos grandes problemas, remontando la borrachera autoritaria, con un sólido compromiso por un mundo más justo.

No puedo concluir sin recordar que en las cárceles en Nicaragua hay personas presas, injusta e ilegalmente, por ser consideradas opositoras, por tratar de ejercer su derecho a la libre expresión o a su fe religiosa, por ser periodistas o líderes locales.  Ellas siguen requiriendo de nuestra solidaridad y de nuestras voces exigiendo su liberación incondicional.  A ellas y a ellos dedico este honor que me ha sido concedido. 

Muchas gracias a La Sorbonne Nouvelle, a sus autoridades, por acompañarme en circunstancias difíciles, por honrarme de esta manera y a ustedes por acompañarme ahora.


Discurso de Dora María Téllez al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Sorbonne Nouvelle.

ESCRIBE

Dora María Téllez

Nicaragüense, historiadora, política y activista por derechos humanos. Comandante guerrillera, vicepresidenta del Consejo de Estado; ministra de Salud y diputada en la Asamblea Nacional durante la revolución sandinista. Opositora al régimen autoritario de la familia Ortega Murillo, fue apresada durante 20 meses; excarcelada y desterrada a los Estados Unidos en febrero de 2023. Fundadora y expresidenta de Unamos. Es autora de diversas publicaciones, entre ellas: ¡Muera La Gobierna! (1999) y coautora de El Café de Nicaragua (2014). En 2022, fue distinguida por el gobierno del País Vasco con el Premio René Cassin de Derechos Humanos. Le han sido concedidos doctorados en la Universidad de Helsinki (2011) y la Nueva Sorbona de Paris (2022).