Wilfredo Miranda Aburto
2 de julio 2024

¿Cómo decirte adiós, Papá Aburto?


Papá Aburto, al final fue ese viejo corazón. Ese corazón que demasiados sustos nos dio tantos años después que te lo remendaron en el quirófano, con el pecho partido en dos. Ese bulto palpitante que conocimos literalmente y que este dos de julio, por la tarde y sin previo aviso, le dio por sorprendernos, apagándose para siempre con sigilo, calladito, como el cucurrucucú cansado de la ranchera de Pedro Infante. Infarto, al final fue eso. Tantos conatos de infarto que librastes con ese viejo, atolondrado y noble músculo con el que repartiste felicidad, bondad, abrazos, besos; con el que te equivocaste sin duda, pero sobre todo con el que nos amaste y nos legaste la convicción de tratar de ser mejores personas. 

Aguacero en el destierro. Llovía demasiado cuando me avisaron que te habías ido tranquilito, querido, y sólo te imagino con esa tu sonrisa perenne, inquebrantable, con la que navegaste siempre desde que naciste en aquel barrio pobre de Managua, bajo un palo de mango cerca del viejo estadio de béisbol. Sonriendo contra esos días que saben a mierda, como esta tarde de mierda que te fuiste sin antes mandar tus largos mensajes por Whatsapp. 

Aburtín, nunca te lo dije, pero me repugnaba esa broma que empezaste a dar en los últimos años: “Que estabas más cerca del acta de defunción y lejos de la de nacimiento”. Sobre todo cuando las circunstancias en nuestro país nos separaron. Sin embargo, en la simpleza de tu broma hay una verdad irrebatible: que la puta vida siempre se nos acaba. Contra eso no podemos hacer nada, pero sí debo protestar porque hoy y mañana, cuando te velen y entierren en esa Nandaime que te acogió, mis padres y yo teníamos todo el derecho a despedirte. A ponerte por última vez la palma de la mano en esa frente amplia que tenías, al igual que vos lo hacías con todas tus hijas y tus nietos para darnos un beso en la frente. ¿Cómo decirte adiós, Papá Aburto? No sé en este momento. Sólo sé secarme las lágrimas sobre el teclado. Evocarte y agradecerte por contribuir de manera capital a la persona que hoy trato de ser. 

Abuelo tierno, bromista, papá muchas veces, el primer periodista de carne y hueso que conocí. ¿Cómo despedirte si todavía siento el olor, como si fuese ayer, de tu oficina en la casa que a todos nos diste? El olor al cenicero desbordado —cuando fumabas como bestia— sobre ese escritorio flanqueado por libros marcados con el sello de la RDA, la Unión Soviética, de Cuba; esos títulos de tus viajes de periodista por aquellos parajes socialistas a los que, por circunstancias y principios, fuiste cercano después de adversar a la dictadura de Somoza. Después de aquella tarde del 21 de febrero de 1978 cuando la Guardia Nacional te puso frente a un paredón en Monimbó, pero por fortuna no apretaron el gatillo de la M-16. Porque saliste de ese improvisado pelotón de fusilamiento ileso, bromeando, con la convicción de ser útil desde tu Olympia, esa máquina de escribir que era toda una tanqueta de ideas y denuncias contra las injusticias. Un tableteo que se disipaba al chocar contra el cielo raso, junto la voluta del cigarrito y el cafecito negro, y que me repica silenciosamente el alma esta tarde que me siento más solo que nunca. 

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Cuando cerrabas el artículo o la edición, Aburtín, yo sé que vos lo sabías, subía a tu escritorio a jugar como un gato encima de la Olympia. Cruzaba los pies sobre la mesa, al margen de las resmas de papel que se alzaban como edificios siempre a punto de colapsar. Me calaba esa vieja pipa que ya no usabas y agarraba esos libros rusos para simular que los leía, pero no entendía un carajo. Solo sé que esas fueron mis primeras nociones de periodismo. Era para mí un gran parque de diversiones, hecho de tinta, humo y papeles. Había tardes que me llevabas al periódico, a El Nuevo Diario, en ese Nissan Sentra indestructible que después me diste. Cuando se acercaba el cierre de la edición intuía que algo trascendental pasaba frente a vos en la redacción por la manera en que te rascabas la cabeza con el cigarro entre los dedos: ponías titulares magistrales e ingeniosos que muy pocos editores supieron imprimir en Nicaragua. Escuela de don Danilo Aguirre, titulares imperecederos, inmortalizados en las hemerotecas hoy confiscadas, como aquel que se imprimió después del asesinato del doctor Pedro Joaquín Chamorro: “los enterrados serán ellos”. 

Abuelo y también cronista, uno de los primeros en Nicaragua en despuntar en un género que lo llevó por todos los departamentos del país. “Cronista viajero”. Con ese título le lograste vender a Pedro Joaquín Chamorro un proyecto para La Prensa y conseguiste ingresar al diario, consagrarte como periodista. Y jamás voy a olvidar el brillo de tus ojos, Aburtín, cuando recordabas eso, junto al orgullo que sentían tus padres, mis bisabuelos, al ver tus crónicas impresas en el diario. Te digo, que toda tu familia siempre estuvo orgullosa de vos. 

Con ese corazón fuiste tantas cosas, Papá Aburto: Maestro de Educación Primaria en tu primera juventud, ex redactor jefe del semanario La Nación Nicaragüense, fundador, accionista minoritario y editor de El Nuevo Diario desde mayo de 1980 hasta tu retiro en 2008. Pasaste antes en “comisión de servicio” como editor de Barricada, órgano de propaganda del sandinismo en los ochenta. Pero también fuiste un padre entrañable, un hombre con la benevolencia de un niño, y durante tus últimos lustros un jubilado bien necio. Que tantas cosas hiciste y quisiera repasarlas con vos, como cuando me contabas tus andanzas y bebíamos tragos en Managua. Tu memoria de envidiar, Aburtín, te hacía una enciclopedia andante. Con tu muerte Papá Aburto (qué duro decir esto) se va acabando una generación de enormes periodistas que nos dotaron de inspiración y que hoy nos sostienen las convicciones. 

Sé, Aburtín, como en aquellas madrugadas en casa, en las que de niño me unía a los periodistas noctámbulos, que ya subiste las teclas de la Olympia para encontrarte con don Danilo, Chibola de Palo (Luis Hernández Bustamante) y Emigdio Suárez para cantar tangos, rancheras y boleros de Julio Jaramillo. 

¿Cómo decirte adiós, Papá Aburto? Me consuela que te vi en abril, hace un par de meses, sano relativamente, a pesar de tus afecciones de viejo. Te vi más joven, más delgado, siempre jodedor, y con la delicadeza de evitar la nota triste. Aunque no me lo decías, sé muy bien lo mucho que te jodía esta separación de tu nieto y tu hija, este destierro. No tenías que decirme nada para saber que tu abrazo gigante, sobre tu panza caliente, me expresaba toda tu indignación contenida. Sé, después que te fuiste a Nicaragua, que nos dejaste un recado con la familia: que si te morías, nada teníamos que ir hacer a Nicaragua, porque para eso vos habías venido hasta acá. A vernos, a despedirte tácitamente, a pesar de tu miedo de pensar en la muerte. Siempre tu bondad, pero me cuesta darlo por sentado. 

Desde que estoy exiliado siempre temí a este momento. No poder enterrar a mis abuelos. Y está pasando, me ha pasado esta tarde. En este momento solo recurro a tus recuerdos y a otra cosa que me dijiste una noche en Nandaime: que cuando el dolor toca la puerta propia de los periodistas, es nuestra obligación sobreponerse a ese dolor, reportear, sentarse a escribir y publicar. Luego queda llorar. Entonces, como te dije antes en estas líneas –ahora que ya no me lees– trato de cumplir con tu lección, Aburtín: limpiarme las lágrimas frente a este teclado, reportear en mis recuerdos tuyos, escribir y publicar, luchando contra esta rabia y esta impotencia por no poderte velar y enterrar en Nicaragua. 

Pero te prometo, Papá Aburto, más allá de esta furia, siempre ir contra el adjetivo que sobra y honrar este bello, complicado y necesario oficio que me heredaste sin pretenderlo. Sin importar que eso implique no saber cómo decirte adiós por denunciar a una dictadura oprobiosa que —como vos viste caer a la de Somoza— también caerá. Te honro de la única manera que, como tu nieto y tu aprendiz, sé: con periodismo y amor.

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Wilfredo Miranda Aburto

Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.