Otto Argueta
1 de noviembre 2022

Desmovilizar para controlar: parte de la receta para matar la democracia

Foto de archivo de EFE con fines ilustrativos para este artículo.

Es paradójico que la sociedad civil organizada que una vez luchó por su diversidad y autonomía frente al poder, exigiendo libertad y democracia, sea la que hoy se cierra en la defensa de gobiernos populistas autoritarios en Centroamérica. Lo que una vez dio vida a la democracia, hoy la está matando. 

Las paradojas sirven para estimular el pensamiento y el debate; no tienen solución, pero sí implicaciones, porque se identifican las contradicciones que contiene el argumento principal que les da vida.

En los años noventa, estimular la pluralidad de la sociedad civil y de los movimientos sociales fue parte del paradigma de la democratización en Centroamérica. La cooperación internacional le dio el impulso y los recursos a un conglomerado de organizaciones, movimientos, colectivos, tanques de pensamiento, medios de comunicación y organizaciones de base que se especializaron en diferentes temas de importancia para el desarrollo y la democracia. Los gobiernos de esos años recién salían de conflictos armados que dejaron una larga lista de violaciones a derechos humanos, instituciones débiles y sociedades altamente polarizadas con partidos políticos que incómodamente se ajustaban a la idea de que la competencia electoral era el mejor camino para acceder al poder del Estado. La clase política debía tener el liderazgo en la democratización y la sociedad civil organizada debía ser una voz independiente, de auditoría y apoyo técnico a esa clase política, un puente que vinculara las necesidades ciudadanas con las políticas del gobierno. La idea también era que se debía transitar de una visión de choque y confrontación a una de colaboración, sinergia e incidencia mutua entre el Estado y la ciudadanía organizada.

Con el paso del tiempo, esa premisa se adaptó en cada país a la cultura política local y los gobiernos aprendieron a escuchar y tolerar a la sociedad civil, aunque eso no implicaba, claro está, que le hicieran caso. De hecho, las organizaciones se fueron convirtiendo en oposición revestida de incidencia técnica y lobby político. Se fue marcando también una división entre la sociedad civil “aceptada”, aquella que defendía valores “progresistas”, cercana o abiertamente de izquierda y una “reaccionaria”, aquella que encarnaba los valores de los gobiernos conservadores o de derecha. Las propuestas técnicas de políticas públicas y reformas legales se acumularon hasta empolvarse y la sociedad civil organizada pasó a ser implementadora de proyectos de cooperación internacional en unos casos y defensoras de derechos humanos (siempre con apoyo internacional) en otros.

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La autonomía esperada no se logró. Por un lado, porque las preferencias ideológicas –la maniquea y reduccionista dicotomía izquierda/derecha– de la sociedad civil terminó asociándose a partidos políticos en el caso de Nicaragua, El Salvador y Honduras y, por otro lado, porque las organizaciones no pudieron sobrevivir sin los recursos de la cooperación internacional que, por buenas que fueran sus intenciones, impone una cambiante agenda que diluye esfuerzos de largo plazo, además que insiste en la colaboración y la incidencia para evitar que sus recursos sirvan para la confrontación abierta. Al final, la cooperación internacional terminó siendo igualmente acusada de injerencia en la soberanía cuando los gobiernos se radicalizaron en su autoritarismo.

Un buen segmento de la famélica clase media de los países centroamericanos lo constituye el rubro de la sociedad civil organizada, sus directivos, técnicos y consultores. Al ser oposición política, esos cuadros, técnicamente capaces en muchos rubros, renegaron o fueron vetados de trabajar en los gobiernos. En El Salvador de los años de ARENA y en Honduras de los años del Partido Nacional, el principal argumento de esos cuadros fue no ser parte de una burocracia corrupta y autoritaria que les requería lealtad, entendida esta como la censura de su pensamiento crítico democrático. La sociedad civil salvadoreña era parte o simpatizaba con el ideario de izquierda del FMLN y apoyaba su labor como partido de oposición. En Honduras, LIBRE fue el centro de gravitación de muchas organizaciones cuyos integrantes eran, al mismo tiempo, miembros del partido. Las organizaciones y movimientos que no se aliaron a LIBRE tenían algún grado de confianza y expectativa por descarte o porque “hay buenos compas ahí dentro”. Antes de convertirse en un dictador, Ortega convivió con una sociedad civil nutrida de cuadros del FSLN y en Guatemala, la sociedad civil fue el refugio de la izquierda ante el rápido fracaso de la URNG como partido político.

Salvando las diferencias, en los cuatro casos la consigna fue que la sociedad civil organizada –y todas sus expresiones: colectivos de toda índole, artistas, periodistas, movimientos sociales– era una continuación táctica de la estrategia revolucionaria –o refundacional, para usar el eufemismo. Todos abanderaron en su momento la democracia como una exigencia y, de hecho, fue la incipiente y débil democracia, por muy “liberal y burguesa” que haya sido, la que hizo posible su existencia, pluralidad y libertad de expresión. Incluso cuando los gobiernos recurrieron a la represión, como en Honduras con Juan Orlando Hernández, la sociedad civil denunció, nacional e internacionalmente, los abusos de un narcoestado autocrático.

El problema de las fidelidades ideológicas es que produce omisiones y silencios sobre decisiones que tal vez sean vistas como “no muy buenas” pero que es necesario tolerar por el bien mayor, la causa, o porque así lo exige el momento histórico. El pacto Ortega-Alemán fue fundamental para asegurar que Ortega regresara al poder y se enquistara en él. Se dudó, se criticó, y muchas organizaciones, especialmente las feministas, se convirtieron en una piedra en el zapato para él. De ahí que la única opción que tuvo fue acabar violentamente con más de 200 organizaciones incluido el periodismo independiente. En El Salvador, el FMLN llegó al poder finalmente en el 2009 y buena parte de la sociedad civil salvadoreña, sus mejores cuadros técnicos, pasó a ser parte de la burocracia del Estado. Repitieron como mantra la precariedad dejada por ARENA para justificar la incompetencia, corrupción y autoritarismo de los dos gobiernos del FMLN. En ambos casos prevaleció la idea de que desde adentro del gobierno se pueden hacer pequeños cambios o de que “buenos compas” están tratando de abrir espacios. En Guatemala nada de eso ocurrió porque los partidos políticos, a diferencia de los otros países centroamericanos, son de efímera existencia y construyen fidelidades solo con una clase política mafiosa, no tienen tradiciones ideológicas ni segmentos de la población identificados con ellas (muy parecido a lo que pasa con el fútbol). En Honduras –el caso más reciente– líderes y cuadros técnicos de la mayoría de organizaciones de sociedad civil, movimientos y colectivos que antes constituyeron una férrea oposición democrática, son ahora parte de la burocracia estatal y primera línea de defensa del gobierno, a veces con discurso técnico y a veces con feroz descrédito de cualquier voz disidente. 

¿Es un problema para la democracia que las organizaciones de sociedad civil se conviertan en burocracia del Estado? En teoría no debería serlo pues la sociedad civil organizada debería aportar su capacidad técnica para el beneficio de las políticas públicas de un gobierno. Es un problema para la democracia cuando ser parte de la burocracia del Estado conlleva la desmovilización de la crítica y auditoría al gobierno y a los grupos de poder. En El Salvador, las omisiones y la tolerancia de las organizaciones y movimientos sobre las acciones del FMLN produjeron la desmovilización del pensamiento crítico que, entre otras razones, allanó el camino para la llegada de Nayib Bukele pues debilitó la exigencia por la democracia independientemente de las fidelidades ideológicas. Tanto en El Salvador de Bukele como en la Nicaragua de Ortega el dictador, las organizaciones de sociedad civil y movimientos sociales que retomaron la crítica a los excesos de los autócratas han sufrido la represión del Estado, el exilio, la indiferencia y hasta hostilidad de un buen segmento de la población que aceptó el descrédito del rol de la sociedad civil promovido por los gobernantes. En Honduras ya se sienten los silencios y omisiones, se siente el vacío que dejó una sociedad civil crítica que ahora tolera excesos y hasta desprecios por parte de la familia Zelaya hacia organizaciones indígenas y garífunas, violaciones a los derechos humanos, ilegalidades justificadas en nombre del pueblo y hasta linchamientos políticos contra mujeres aliadas del gobierno o de la oposición.

Al convertir en funcionarios y funcionarias a la sociedad civil organizada se pierde la brújula ética que traza el camino a la democracia. No es un asunto ideológico, es un asunto de autoritarismo que se reviste de populismo al proclamar que esos grupos, que antes lucharon contra “los malos” ahora están del lado del pueblo, de “los buenos”. Un gobierno no debería decidir cuál es la “buena sociedad civil” y cuál es la “mala”, ni la sociedad civil debería prestarse a ese juego, por más atractivo que sea justificar que se hace por “el bien mayor”. Al hacerlo se está cerrando el espacio cívico democrático y se sustituye por cajas de resonancia demagógicas. Se abandona también a quienes siguen exigiendo democracia y se toleran los excesos en su contra, como ha sucedido con el periodismo independiente en Nicaragua y El Salvador. Se desmoviliza cuando los mismos líderes que antes llenaron las calles con demandas, ahora, dentro del gobierno, exigen a sus bases paciencia porque cambió la estrategia, ahora es incidir desde adentro y no desde las calles, porque eso daña la causa, muestra débil al gobierno o le da oportunidades al enemigo.

Las experiencias de El Salvador y Nicaragua deberían alertar a Honduras con la sentencia “hoy defiendes lo que mañana se te acabará”. Burocratizar la sociedad civil organizada es desmovilizar una fuerza necesaria para la democracia, una fuerza que mientras más diversa y autónoma es, mejor democracia construye. Lo otro, la uniformidad del discurso, el silencio de la crítica, el descrédito sistemático y la maniquea fórmula de “el que no está con nosotros está contra el pueblo” no construye democracia, construye dictaduras.

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Otto Argueta

Historiador y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Hamburgo, Alemania. Investigador en temas de democracia, violencia y conflictos en Centroamérica.