Ligia Urroz
3 de agosto 2023

Divide y matarás

En la imagen de archivo una de las víctimas del genocidio de Ruanda aparece en una camilla en el campo de refugiados de Mugumba. EFE/Angel Díaz

Es una obligación de la humanidad repasar su memoria para no volver a cometer actos aberrantes y profundamente dolorosos, aquellos donde el ser humano se convierte en un animal destructivo y sangriento: los genocidios han ocurrido en la historia reciente del planeta —bajo los ojos de la comunidad internacional— y de una manera atroz, se han permitido. Un ejemplo de ello es el caso de Ruanda.

Ruanda es un país que late en el corazón de África, sus tribus —hutus, tutsis y twas— convivieron por siglos de manera armónica. Los tutsis eran básicamente agricultores, los hutus, ganaderos, y los twas cazaban y recolectaban. A través de los siglos hubo casamientos intertribales y los grupos étnicos comenzaron a mezclarse: no se distinguían diferencias significativas ni de religión ni de cultura. 

En 1895 Ruanda se convirtió en una colonia alemana y lo fue hasta la Primera Guerra Mundial. En 1916 los belgas tomaron el control del país y comenzaron las divisiones; los primeros exploradores y los antropólogos sembraron ideas racistas y discriminadoras. Los tutsis eran más altos y delgados que muchos de los hutus y se sugirió que por ello eran una raza superior —y más parecida a la europea, bajo sus supuestos, más inteligentes y trabajadores. 

Las autoridades belgas formalizaron la división entre etnias. En 1932 introdujeron las tarjetas de identidad en el país: 15 % de la población fue identificada como tutsi, 84 % como hulu y 1 % como twa. Dicha división determinó el futuro de la población: los tutsis tenían más oportunidades, mejores trabajos, escuelas y representaban la mayoría gobernante. 

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La Iglesia brindó apoyo a los tutsis pero en 1957 favoreció el “Manifiesto hutu”, en el cual, se pedía que la autoridad política tenía que ser transferida a la etnia que ostentara la mayor parte de la población. A la muerte del rey Rudahigwa los hutus mataron miles de tutsis y hubo una desbandada migratoria hacia países vecinos, especialmente a Uganda. 

En 1962, Ruanda se independizó de Bélgica y subió al poder el extremista Grégoire Kayibanda, quien promovió un Estado centralizado y gobernado por un solo partido. En los setentas hubo cierto restablecimiento del orden pero en 1986, con la caída de los precios del café, la economía de Ruanda sufrió un desgaste importante y surgieron varios partidos políticos con hutus radicales. Mientras tanto, los ruandeses exiliados se unieron al partido RPF (Frente Patriótico Ruandés) para liberar a su país de los extremistas e invadieron el norte. La guerra civil dejó tutsis y hutus muertos, desplazados, y decenas de campos de refugiados. Las divisiones interétnicas se profundizaron, los franceses apoyaron a la armada pro “defensa de Kigali” y dieron entrenamiento paramilitar a los grupos que más tarde formarían parte del genocidio. En los primeros años de los noventa hubo continuamente masacre de tutsis perpetradas por dichos grupos. 

Los gobiernos de Francia y Bélgica trataron de apoyar un proceso de paz para acabar con la guerra civil pero la medida tuvo el resultado contrario: las intensas divisiones entre etnias crecían y los hutus no estaban dispuestos a dejar el poder, si lo perdían lo tomarían a la fuerza. Los hutus utilizaron la estrategia siniestra de sembrar un discurso de odio a través de la propaganda del Estado, tanto estaciones de radio como periódicos divulgaron la idea de que los hutus tenían que tomar medidas en contra de la masacre que los tutsis estaban preparando —cuando era justo lo contrario. Se crearon los “Diez mandamientos hutus” y se escribió con sangre que cualquier hutu que tuviera relaciones amistosas con un tutsi lo convertía de inmediato en un traidor. 

Una serie de eventos fueron banderas rojas de que algo terrible se fraguaba en Ruanda: la Iglesia lo supo, Francia, Bélgica y la comunidad internacional también lo supieron. El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaban el presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira y el presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana fue alcanzado por misiles de tierra en el aeropuerto de Kigali. A partir de ese momento inició —a los ojos de toda la comunidad internacional— un genocidio, cuatro meses de sangre y odio que acabarían con la vida de un millón de tutsis y hutus moderados, así como migraciones masivas a países vecinos y un sinnúmero de muertes por enfermedades en los campos de refugiados. Las masacres se llevaron a cabo en villas, iglesias, escuelas y hospitales, cientos de tutsis forzados a cavar sus propias tumbas, fueron enterrados vivos, se lanzaron granadas dentro de las iglesias que resguardaban a los perseguidos. Además de las armas —consideradas como instrumentos para dar muerte fácil y sin dolor— se torturaron a miles de personas utilizando machetes, picos, cuchillos: infringir dolor era lo “merecido”. Se buscó exterminar a todos los tutsis, no debía quedar ni uno solo vivo. Bosques, montañas, pantanos y pueblos fueron peinados por los genocidas en busca de sobrevivientes: civiles, hombres, mujeres y niños fueron asesinados por igual. Las mujeres y los niños eran blancos importantes para los genocidas: no se debía perpetuar la etnia tutsi. Las mujeres fueron violadas sistemáticamente, incontables violadores portaban Sida, y lo sabían. Después de la tortura eran asesinadas de manera atroz o tomadas como esclavas sexuales de los civiles. Mujeres y niños de la etnia hutu fueron forzados a cometer aberraciones y asesinatos con sus amigos o vecinos y, si provenían de matrimonios interétnicos, eran obligadas a matar a sus propios hijos. Al principio del genocidio la comunidad internacional evacuó a sus nacionales. La Cruz Roja dio fe de brutalidades y matanzas sin igual y, cuando las Naciones Unidas reaccionaron, el genocidio ya se había consumado. Muy pocos héroes se quedaron a luchar por sus hermanos. 

¿Qué corre por las venas de los líderes que promueven divisiones entre sus ciudadanos? Ruanda es un ejemplo de las consecuencias devastadoras que se derivan de líderes que dividen y no concilian, de aquellos que envenenan con discursos de odio y promueven el racismo y la discriminación. Ahora mismo, y de nuevo frente a nuestros ojos, varios líderes de Estado continúan una campaña de animadversión que pone en contra a su propia gente y, el odio, es una enfermedad de fácil contagio —basta ver a los refugiados asesinados dentro de iglesias y escuelas. 

El caso de Ruanda es doloroso y radical, pero los resentimientos entre ciudadanos han sido sembrados en varias latitudes del mapa y, si caen en tierra fértil, seguramente traerán consecuencias sombrías. 

Zurcir los retazos de una sociedad fracturada puede llevar décadas de congoja, sangre y suplicio.

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Ligia Urroz

Licenciada en economía por el ITAM, Master of Science in Industrial Relations and Personnel Management por la London School of Economics and Political Science, Máster en literatura en la era digital por la Universitat de Barcelona, Máster en literatura por la Universidad Anáhuac, Especialización en literatura comparada por la Universitat de Barcelona, Posgrado en lectura, edición y didáctica de la literatura y TIC por la Universitat de Barcelona.