La dictadura Ortega-Murillo aprobó de forma exprés, en primera legislatura, el pasado viernes 16 de mayo, una modificación a los artículos 23 y 25 de la Constitución Política que establece que la nacionalidad nicaragüense se perderá al adquirir otra ciudadanía. Esta enmienda refleja la ruptura del sistema y de la mecánica constitucional del país, así como de la continuidad jurídica del ordenamiento del Estado.
Solo así puede explicarse que, tras un proceso de desmembramiento constitucional que transformó al Estado —hace apenas tres meses—, se apruebe en caliente una reforma que atañe a la nacionalidad como derecho natural de las y los ciudadanos.
Este acto de la dictadura, ejecutado por la Asamblea Nacional, tiene fines eminentemente políticos, aunque con ciertos ribetes jurídicos que intentaré explicar en este artículo. Para desentrañar lo que se persigue con la reforma, primero me referiré a los antecedentes históricos de la disposición modificada, y luego al contenido mismo.
A. Un regreso sui generis a 1987 en relación con la pérdida de nacionalidad por adquisición de otra
El artículo 25, tras la reforma aprobada en primera legislatura, establece que “la nacionalidad nicaragüense se perderá al momento de adquirir otra”, lo que implica un retorno —aunque peculiar— a la regulación original sobre doble nacionalidad contenida en la Constitución aprobada por la Asamblea Constituyente de 1987. Esta, en su cláusula 20, preveía que quien “de forma voluntaria, adquiriera otra nacionalidad, perdía la nacionalidad nicaragüense”.
Mismo supuesto de hecho, misma consecuencia, con una diferencia sustancial: la condición de “voluntariedad”, que hoy no se cumple. Muchos nicaragüenses se han visto obligados a adquirir otra nacionalidad tras ser declarados judicialmente traidores a la patria y, en consecuencia, convertidos en apátridas. Otros han sido forzados a adquirir una segunda nacionalidad al impedírseles el retorno al país o negárseles la renovación de sus pasaportes y documentos de identidad. Lo han hecho como medida de protección.
Es importante anotar que la norma que regulaba la doble nacionalidad fue modificada en la reforma constitucional del año 2000, la tristemente célebre del “pacto Alemán-Ortega”. En esa enmienda se estableció el carácter irrenunciable de la nacionalidad nicaragüense, de modo que no se perdía por el hecho de adquirir otra. El objetivo era político-electoral —como lo es, en mi opinión, el de ahora—: habilitar electoralmente a antiguos militantes liberales exiliados a finales de los setenta e inicios de los ochenta, principalmente en EE. UU., que habían adquirido la nacionalidad de ese país. Para ello se dispuso que debían renunciar a la segunda nacionalidad con cuatro años de antelación a la elección en la que pretendían participar como candidatos.
B. La finalidad del despojo de la nacionalidad
Al igual que en 2000, esta reforma tiene intenciones político-electorales. El objetivo de la dictadura es establecer una doble interdicción electoral para quienes han sido declarados traidores a la patria y han adquirido otra nacionalidad. Así, en un eventual escenario de apertura política, estarían impedidos de ejercer sus derechos por ambas razones: por traición y por haber perdido su nacionalidad original.
Incluso si se anularan las sentencias judiciales que declararon traidores a más de 400 personas, la prohibición de participación electoral seguiría vigente, ya que, según la reforma del artículo 25, habrían perdido la nacionalidad por adquirir otra.
Por eso también se deroga del artículo 23 el último párrafo que contemplaba la reciprocidad de los tratados internacionales en materia de nacionalidad. Ni siquiera podrán conservar su nacionalidad nicaragüense quienes hayan adquirido otra al amparo de un tratado bilateral.
La enmienda afecta también a miles de nicaragüenses declarados apátridas de facto al impedírseles regresar al país y negárseles la expedición de pasaportes y documentos de identidad. El limbo jurídico en el que la dictadura los ha colocado los obliga a buscar protección jurídica y política mediante una segunda nacionalidad, que les permita ejercer sus derechos de la personalidad. Es en ese momento cuando opera el despojo de su nacionalidad de iure.
Esta cuestión ya ha sido resuelta por tribunales constitucionales en el derecho comparado, que establecen como criterio doctrinal que no se admite la pérdida o renuncia de nacionalidad si el resultado es la apatridia, dado que los derechos humanos son irrenunciables.
Este hurto constitucional trasciende a quienes sufren persecución política. También afecta a centenares de nicaragüenses que, a lo largo de los años, han adquirido una segunda nacionalidad en países como EE. UU., Costa Rica, España o Canadá, que han acogido a la histórica diáspora desplazada por problemas políticos y estructurales. Aunque voceros del régimen han afirmado que la ley no tendrá carácter retroactivo, está por verse. Nadie puede confiar en ellos.
Todas estas personas han perdido automáticamente su nacionalidad, lo que representa una flagrante violación del derecho internacional de los derechos humanos. Incluso en países donde se prevé la pérdida de la nacionalidad de origen al adquirir otra —como Colombia o República Dominicana—, esto nunca ocurre de forma automática, sino que requiere una renuncia expresa, precisamente porque la nacionalidad es el vínculo jurídico-político más importante entre el ciudadano y el Estado, y no puede quedar a merced de este último.
En mi opinión, respecto al último grupo —los nicaragüenses que han adquirido otra nacionalidad por residencia o vínculos familiares—, será difícil para la dictadura concretar su despojo. No controlan los registros ni saben con exactitud quiénes y cuántos han adquirido otra nacionalidad, ni en qué países. Esa información la poseen exclusivamente los Estados que la conceden.
El efecto, en este caso, es otro: la imposición del miedo. Que la población asocie la pérdida de nacionalidad con traición a la patria y sus consecuencias: persecución, cárcel, confiscación y no retorno. Es lo que hace una dictadura huérfana de legitimidad que busca sobrevivir únicamente con sus adeptos.
Una tiranía que sobrepone a extranjeros por encima de los propios nicaragüenses. Los centroamericanos de otros países pueden adquirir la nacionalidad nicaragüense sin renunciar a la suya (según el art. 23 modificado), mientras que los nicaragüenses pierden su calidad de centroamericanos. Una ficción absurda que solo cabe en la mente de Rosario Murillo y su marido.
La nacionalidad va más allá de la regulación jurídica: es parte de la identidad nacional, de la cultura, de las costumbres, de una forma de entender la vida en un pedazo de tierra que llevamos con nosotros adonde vamos. Ser nicaragüense es anterior a los Ortega-Murillo y lo será después de ellos. Serán ellos quienes quedarán en las oscuras y últimas páginas de la historia como los verdaderos traidores de ese inmutable atributo: el ser nicaragüense.
ESCRIBE
Juan-Diego Barberena
Abogado, Maestrante en Derechos Humanos. Miembro del Consejo Político de la Unidad Nacional Azul y Blanco.