Los ríos de las reservas protegidas del Caribe Sur de Nicaragua mueren a causa de la ganadería ilegal y la pesca con pesticidas y bombas. Una investigación de la Universidad Estatal de Michigan registró la desaparición de animales acuáticos, y peces más pequeños. Un equipo de DIVERGENTES recorrió el Río Kukra para constatar el impacto en la naturaleza. Los indígenas sufren la contaminación de las aguas: no hay peces para comer, alergias en la piel, tos, enfermedades estomacales y hasta cegueras.
25 de marzo 2022
Los ríos de las reservas protegidas del Caribe Sur de Nicaragua mueren a causa de la ganadería ilegal y la pesca con pesticidas y bombas. Una investigación de la Universidad de Michigan registró la desaparición de animales y vegetales, y peces más pequeños. Un equipo de DIVERGENTES recorrió el Río Kukra para constatar el impacto en lanaturaleza. Los indígenas sufren la contaminación de las aguas: alergias en la piel, tos, enfermedades estomacales y hasta cegueras.
25 de marzo 2022
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Unas raras irritaciones brotaron en la piel del brazo izquierdo de Cheydi McCrea hace dos semanas. Son de color negro con puntitos blancos, resecas, la piel como hinchada. Para calmar la picazón ella se unta alcohol. Pero las irritaciones se esparcen inclementes hacia su axila y sus senos. No ha tomado antialérgicos porque no tiene. Tampoco se ha podido trasladar al puesto de salud más cercano para que le prescriban alguna crema, porque queda a varias horas en bote. Cheydi lo tiene claro: “Las irritaciones me salieron después de bañarme en el río”.
Cheidy tiene 32 años y pertenece a la etnia de indígenas rama. Vive en Sumukat, una comunidad en el Caribe Sur de Nicaragua. Su tez es color café, menos oscura que las hinchazones del brazo. Dice que no le preocupan esas erupciones en la piel, porque a todas las mujeres de su familia le han aparecido y se curan con plantas medicinales. “El otro problema es que las mujeres sufrimos picazón en nuestras partes, en la vagina”, dice Cheydi, y agrega: “pero nadie lo dice porque le da pena”.
El río Kukra es una lengua de agua zigzagueante que cruza la reserva protegida Cerro Silva, donde está localizada la comunidad donde vive Cheydi. Es territorio de indígenas ramas y krioles en el sureste del país. Son áreas que han sido declaradas protegidas —mediante el Decreto ejecutivo 42-91 publicado en el diario oficial La Gaceta el 4 de noviembre de 1991—, pero eso no ha frenado la deforestación que empezó años antes, en tiempos de guerra. Desde inicios de los años 80 miles de campesinos de los departamentos del centro y del norte del país, escenarios de combates, huyeron hacia la selva. Se asentaron o compraron tierras a los indígenas; sembraron hortalizas y pastos para las vacas; se hicieron ganaderos o revendieron terrenos a otros productores más grandes. En algunas partes les llaman invasores o colonos; aquí les dicen mestizos. Algunas décadas después las consecuencias de la ganadería ilegal y la contaminación de las aguas se aprecian al navegar unos cuantos minutos en bote.
Un equipo de DIVERGENTES se adentra en la reserva Cerro Silva. Navegamos el río Kukra desde el pueblo San Pancho hasta la comunidad rama Sumukat. Son más de cuatro horas en lancha río abajo. Desde el inicio del recorrido se ven los bordes erosionados y sobre ellos las vacas pastando. No se trata de una postal bucólica. Un estudio de científicos de la universidad Estatal de Michigan, Estados Unidos, publicado en septiembre de 2021, reveló que las aguas de esta reserva protegida son las que registran los mayores impactos en el territorio Rama-Kriol por la deforestación a causa de la ganadería ilegal. La investigación se hizo en 15 cuencas de este territorio que se extiende hasta la reserva biológica Indio Maíz. En resumen, esta área tiene menos variedad y abundancia de especies animales acuáticas, y las cuencas se han desestabilizado en sus flujos de agua y sedimentos. Por ejemplo, hay algunos peces que han desaparecido y los que todavía viven son más pequeños que el promedio.
Navegamos en un botecito con capacidad para unos 20 pasajeros, con un motor de 150 caballos de fuerza. Las aguas que van surcando no solo están contaminadas por la ganadería, la pesca con pesticidas (Cipermetrina, Butex, Deltametrina, Fosfuro de Aluminio, Torsasem, Nubrim y Glifosato) y bombas explosivas están envenenando el río. Desde luego que los más afectados son los pobladores que se bañan, comen y beben de estas aguas. “Los ramas somos gente de agua”, dice Cheydi McCrea. Por estos lados se dice que los ramas sólo duermen en la tierra y viven en el agua.
Cheidy es pequeña, con los dientes superiores de plata, como los tiene la mayoría de la gente de Sumukat. Todos han perdido sus dentaduras desde muy jóvenes. Dicen que también es por el agua del río. Porque hace un tiempo se bañaban, pescaban, bebían agua y no pasaba nada. O no pasaba tan rápido como ahora. Hasta después sentían que los dientes se iban aflojando. Ahora ya casi no se pesca, “ya no hay que picar”. Si alguien se baña le brotan esas raras irritaciones en la piel. Y si alguien bebe agua sufre dolores de estómago, diarreas, vómitos. No importa cuánto tiempo tengan de vivir aquí. “Es por culpa del río”, dice Cheydi.
Sumukat –que significa cepa de plátano– es una de nueve comunidades oficiales del territorio Rama y Kriol. Es llamado así porque originariamente allí habitaban estas dos etnias, quienes son las que tienen derecho de vivir y utilizar sus recursos naturales. Tiene una extensión de 4.842 kilómetros cuadrados de área terrestre y otros 4.413 de marítima. Dentro de esta región está la reserva biológica Indio Maíz, declarada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad desde 2003.
Indio Maíz no presenta daños ambientales tan severos. Su boscosidad y sus ríos están mejor conservados. Sin embargo, la ganadería ilegal y la pesca con veneno son amenazas reales en esta maravilla natural. Entre 2001 y 2014 se deforestaron 2.434 hectáreas en Indio Maíz, según un informe de Mongabay. Otras publicaciones han reportado que la deforestación ha aumentado a raíz de la crisis política de 2018 debido a que el abandono estatal se ha agudizado. El Cerro Silva es un espejo en el que se puede ver Indio Maíz.
El biólogo acuático Joel Betts, uno de los coautores del estudio de la Universidad Estatal de Michigan, dijo a DIVERGENTES que la conclusión es que la frontera agrícola está avanzando rápidamente dentro de las áreas protegidas de Nicaragua, como Cerro Silva e Indio Maíz. Los ríos registran los mayores impactos. “Se debe implementar protección de los bosques alrededor de los ríos y eliminar los ranchos ganaderos ilegales para preservar el sistema acuático y la calidad de la pesca”, agrega Betts.
El paisaje del Cerro Silva no es distinto al de otras selvas tropicales: monos congos chillando en lo alto de los árboles que se elevan enhiestos, tortugas descansando sobre las piedras, un caimán nadando hacia la orilla de las aguas o las garzas sobrevolando los terrenos. Esto es lo que se ve a simple vista. Los estudios científicos comprueban que en realidad es una reserva muy degradada: no hay dantos, ni tigres y casi no se encuentran venados ni iguanas. Los árboles de almendro, hábitat de lapas y guabinas, son cada vez más escasos porque los cortan para extraer la madera y el carbón.
El retrato de la degradación más evidente es la sequedad del río, con poca profundidad y muchos sedimentos. Una corriente con cientos de árboles caídos en medio. “Vamos a demorar un poco más en llegar porque el río está seco”, dice el piloto del bote, antes de zarpar. “Es peligroso porque el motor se puede dañar y podemos encallar”, agrega.
Así se hace este viaje: un muchacho va en la proa del bote con un remo de madera larga que ocupa para apartar troncos y apalancar en el fondo arenoso. Un poco antes de llegar a nuestro destino, encallamos porque el nivel del agua es tan bajo que las ramas de los árboles bloquean la pasada. Entonces unas mujeres indígenas se bajan para empujar desde una orilla. Se afincan en el terreno y desde ahí impulsan el bote con la fuerza de sus piernas. Sus botas se hunden en el fango, resbalan, pero logran poner la barca en curso.
“Es normal que el río esté seco porque es verano, pero no lo habíamos visto tan seco”, afirma Santos Solís, quien vive en Sumukat, pero no es rama. Vino con su padre desde que era adolescente. Fueron desplazados por la guerra de los años ochenta entre el Ejército Sandinista y la Contra, que llegó hasta Chontales, un departamento del centro del país, donde vivían. Este hombre de casi 50 años de edad dice que los árboles que se ven en el río son producto de “la tala” que hacen los mestizos para la ganadería. “Los cortan para sembrar pasto y luego las lluvias los desplazan al río”, dice Santos.
Otros nativos dicen que los árboles caídos en el río están ahí desde los pasos de los huracanes por el Caribe. Otros, que caen porque las orillas están erosionadas y ceden al peso de troncos de más de 100 años de existencia. Tala, erosión, huracanes, o una combinación de todas. Lo cierto es que la fina capa de agua está asaltada por palos desde el inicio hasta el final.
La tala de árboles hace que la tierra se afloje. Las lluvias corren más rápido por el río, lo cual genera inundaciones que erosionan las riberas. Ahí es cuando los árboles caen y llenan de sedimentos las cuencas. El río no solo queda bloqueado, sino que su canal se ensancha y se hace menos profundo. Así como se ve actualmente. Es por eso que cuando azota un huracán derriba fácilmente decenas de árboles.
Un río seco con árboles tirados no solo significa que las vías de navegación son cada día más complicadas. Sin árboles por las riberas que frenen y absorban las fuertes lluvias, el suelo se erosiona más rápido. Este desgaste provoca sedimentos y llena las grietas de piedras en el fondo del río que los insectos necesitan para albergar y buscar comida. A su vez los peces comen insectos y, como cada vez hay menos, se les hace difícil alimentarse. Es por eso que los peces son cada vez más pequeños.
La contaminación no para ahí. En los boquetes del río se ven rebaños de vacas y pelibueyes bañándose. Las pisadas de estos animales aplastan la vegetación y destruyen el suelo. Y si las reses son rociadas con químicos contra las garrapatas esto también cae al agua y envenena aún más el río. Un ligero cambio en esta cadena y desaparecen las especies; lo que afecta los alimentos de varias comunidades indígenas.
Adonis Buddier busca gusanos en el lodo para usarlos como carnada para pescar. Encuentra unos cuantos que ensarta en un anzuelo que luego lanza a un caño del río Kukra. Su caña es un pedazo de madera con una cuerda de hule. A los minutos siente un leve jaloneo, pero no se atreve a enrollar el gancho. Desde hace meses no saca peces que valgan la pena. De pequeño venía a este mismo lugar y cogía guapotes y robalos. No era hace mucho, porque Adonis tiene 22 años. Pero en esta mañana de finales de febrero solo las mojarras acaban atraídas por su carnada. El único pez que logra picar “es demasiado pequeño”, dice Adonis, mientras lo lanza de regreso al agua.
“Los peces están ariscos”, dice. “Los venenos y las bombas los tienen así”, agrega el muchacho, quien desde los ocho años pesca de forma artesanal, como sus ancestros ramas. “Antes en media hora capturaba entre 10 a 15 pescados”, se ufana. “Ahora ya no pescamos porque es de balde”, dice Adonis. “A veces, cuando tenemos muchas ganas de comer pescado, es que sacamos unos 4 o 10, con suerte, pero pasamos todo el día en el río”, afirma.
La otra pesca es la que está prohibida: con venenos y bombas de dinamita. Es la causante de que en el río aparezcan grupos de peces muertos. Un estudio publicado hace dos años por las comunidades rama y kriol con la asistencia de la organización Proyecto Tapir Nicaragua compartió historias de comunitarios que han encontrado grandes cantidades de peces muertos con pesticidas en presas artesanales. La pesca con venenos o agroquímicos es ilegal en Nicaragua, y aún más en las reservas protegidas como Cerro Silva o Indio Maíz. La Ley 489 establece multas de hasta 5,000 dólares o de entre 6 a 12 meses de cárcel. “Pero aquí la Policía y el Ejército van de paso”, dice Santos Solís, habitante de Sumukat. “Deberían venir más por estos lados para que atrapen a esa gente que anda envenenando el río”, agrega.
En la investigación de Proyecto Tapir Nicaragua se reportaron indígenas y mestizos que padecían de disentería, diarrea, tos, mujeres que sufrieron abortos y hasta una persona que quedó ciega después de frotarse los ojos con las aguas contaminadas. Casi todos los pobladores de esta reserva han sufrido alergias o infecciones en la piel.
Los que pescan con venenos “son mestizos, gente nueva en la zona”, dice Ariel Omier, presidente del gobierno comunal en Sumukat. Los pescadores hacen una represa de piedras en un tramo del río para luego verter pesticidas. Los pescados envenenados luego son ahumados en una alfombra de árboles para llevarlos a vender a los mercados cercanos. “Las lluvias luego riegan el veneno río abajo, donde estamos nosotros”, dice Ariel. En el recorrido dentro del territorio indígena se ven varias botellas de veneno que han sido vertidas en el río.
Ariel Omier es ingeniero agrónomo graduado en la Universidad India y Caribeña de Bluefields (BICU). Además de su cargo comunal es profesor de la escuela de Sumukat. Una mañana de febrero se reunió con otras autoridades y algunos pobladores para hablar sobre cómo afecta la contaminación del río Kukra. Ariel es moreno, ojos rasgados, cabello tupido que cubre con una gorra de béisbol. Es callado pero habla más que cualquier otro en la reunión. “Así somos los ramas: tímidos y callados”.
En este encuentro hay unas 30 personas de los dos lados del río. Sumukat se divide entre los que viven arriba (al norte) y abajo (al sur) del río Kukra. Al inicio pocos piden hablar, pero luego lanzas frases desesperanzadoras: “Ya no encontramos peces”, “los mestizos tiran animales muertos al río”, “el despale es veneno para el río, lo están secando”, “los que pescan con pesticidas son nuevos en la zona”, “el río lo han convertido en un basurero”. Una anciana levanta la mano y dice: “Desde hace tiempo sabemos todo esto pero no denunciamos porque tenemos miedo”. Y agrega: “nos pueden matar”.
La mayoría de los ramas viven en la isla Rama Kay, en la laguna costera de Bluefields. Son una etnia de tan solo unos 4,000 habitantes, algunos de ellos viviendo en San Juan de Nicaragua, Punta Águila, Monkey Point, Punta Gorda, Indio Maíz y el Cerro Silva, donde está localizada Sumukat.
Los ramas le dicen “mestizos” a los que en otras etnias les llaman “colonos”, es decir, los invasores de tierras. En este caso en áreas protegidas. Quizás no sea algo solo lingüístico. Tal vez los ramas de Sumukat ya no vean con tanto recelo a los foráneos que vienen a vivir en sus tierras. Hace algún tiempo sí hubo violencia entre mestizos y ramas, pero las diferencias se han ido disipando, al punto de que algunos mestizos son invitados a las reuniones comunales de los ramas. “Los mestizos también son nuestros hermanos y ocupamos el mismo territorio”, dice Ariel Omier.
Una de las razones de esta convivencia puede ser estratégica: los mestizos ya son mucho más que los ramas en el territorio. El cambio ha ocurrido de forma relativamente natural. Mestizo es el piloto del bote, el que les vende queso, la leche, las cuajadas; los profesores, los doctores, el funcionario del Estado. “Tenemos que convivir con los mestizos”, dice Ariel.
El viaje de regreso se hace en un bote lechero. Es la única opción. De lo contrario habría que esperar dos días más para que zarpe otro. Caminamos durante dos horas entre el fango para llegar a un muelle río arriba. El botecito es más pequeño que el que nos trajo. Su principal objetivo es transportar a diario leche para venderla en otros poblados. Para aprovechar el viaje, varios mestizos y ramas suben a la piragua. La mayoría va al centro de salud del pueblo para atenderse las erupciones en el cuerpo. A la lancha se subió una niña mestiza con una alergia en la piel del abdomen. Más allá de las diferencias culturales, el mestizo sufre su propia contaminación.
El clima de la reserva pasa de las lluvias y el frío en la madrugada, al calor y la humedad en el día. El suelo está fangoso. Las botas se pueden hundir hasta las rodillas. Las distancias entre una casa y otra es de más de 15 minutos andando. Las que más cerca se encuentran están a unas tres calles. Esta tarde caminamos hacia los caños para ver cómo se conservan en esta comunidad indígena.
En el camino se ven parcelas de terreno que los propios indígenas han limpiado –es decir, talado y quemado– para luego sembrar frijoles o maíz. “Es para nuestro autoconsumo”, dice Loydi Buddier, un muchacho de 22 años de edad, vicepresidente del gobierno comunal de Sumukat. Loydi es alto, moreno, sonriente. Trabaja en el campo sembrando maíz y frijoles, en su propio terreno pero también como mozo. Por eso él identifica dentro de la reserva donde “los mestizos” ya han puesto serpentina para marcar algunas tierras. “Aquí ya es de mestizos”, dice Loydi. “Nuestros hermanos indígenas han vendido tierras a los mestizos y es por eso que ya están conviviendo con nosotros dentro de nuestra área”, agrega.
De todo el territorio Rama-Kriol de la zona del río Kukra y del norte de Indio Maíz, el 80 por ciento se encuentra en manos de personas que no son indígenas, según los últimos datos de organizaciones ecologistas nacionales. Sumukat está en medio de dos comunidades de foráneos, El Guayabo y Caño Azul, lo que los hace decir que se encuentran “rodeados”. Sin embargo, las fincas cercanas que miramos en el recorrido demuestran que la presencia de mestizos dentro de la comunidad es cada vez más fuerte.
Los terratenientes utilizan estas estepas para un triple propósito. O siembran granos, o crían ganado, o sembrar palma africana para sacar aceite de palma. El problema con esto es que para plantar se tiene que deforestar. Además, la palma provoca muchos daños en las aguas. Primero porque cada palma demanda entre 40 o 50 litros al día. Y en segundo lugar porque requiere de bastante pesticida que daña los ríos.
De hecho fue así que ha ido desapareciendo la etnia que le da el nombre a este río: los kukras. “La palma africana es la que ha contaminado más el río desde hace décadas”, dice Loydi, mientras señala algunas siembras en Sumukat. La mayoría de indígenas kukras vendió sus tierras a productores de aceite de palma. Los indígenas fueron desplazados por inmensas plantaciones, mientras el río se comenzaba a contaminar. “No queremos desaparecer como los kukras”, dice Loydi. Él cuenta que se ha negado a vender su tierra cuando ha tenido ofertas de compra, incluso, de autoridades del Gobierno.
Aunque estos territorios se rigen bajo la Ley 445, “Ley del Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas de las Regiones Autónomas de la Costa Atlántica de Nicaragua y de los Ríos Bocay, Coco, Indio y Maíz”, las transacciones ocurren de otra manera. Por lo general, un mestizo llega a pedir permiso al gobierno comunal para comprar o cercar una parcela. Luego demarca el terreno con alambres de púas para comenzar a talar los árboles. Quema todo y siembra pasto para las vacas. Así la selva se convierte en potrero. Esto genera una interrupción traumática en la naturaleza. Porque los árboles, animales e insectos se conectan en la capa superficial del suelo y las aguas mediante tejidos y raíces con los cuales hacen un trueque de sustancias químicas. El potrero interrumpe todo el sistema de intercambio natural, fracciona el medioambiente y su fluidez.
“Esta reserva ya se ha convertido en potrero”, dice Loydi, quien también es brigadista. Él se encarga de llevar un control de las enfermedades que luego entrega al Ministerio de Salud (Minsa) para que le den algunos medicamentos y de esta forma asistir a los comunitarios. El joven enumera una lista de sufrimientos. “Aquí lo que pega es el ardor en la vista, dolor de cabeza, dolor de estómago, calentura, fiebre. Ahora el problema es que se agotaron los medicamentos y hay muchas personas que necesitan”, afirma.
Loydi también recibía medicamentos de la oenegé Acción Médica Cristiana, que fue cerrada desde agosto del año pasado. El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murilo han cancelado 107 personerías jurídicas de organizaciones no gubernamentales que tenían distintos proyectos en Nicaragua. Los mandatarios alegan que estos organismos promueven el “golpismo” y la “financiación al terrorismo”. Pero queda claro que con esta decisión, como siempre, los grandes perdedores son los más olvidados, como los indígenas de Sumukat.
Loydi tiene cinco años de estar “juntado” con una muchacha, pero no tienen hijos. A veces cree que por algo no ha pasado. A falta de pescados, cada vez es más difícil alimentarse. “Yo pienso que con el tiempo no vamos a tener agua, las nuevas generaciones, los niños, no van a conocer el río ni los pescados– dice Loydi, y agrega: — A mí los muchachos me dicen ‘¿qué te importa? preocupate por comer vos, pero yo creo que las cosas no deben ser así”.
La oscuridad es abrumante en Sumukat por la noche. Todo queda en tinieblas. Lo único que ilumina a un pueblo sin faros ni luces son las luciérnagas que tapizan de colores los suampos y las estrellas incontables en un cielo límpido. Por eso fue raro para los habitantes de aquí que cayeran aguaceros durante dos madrugadas consecutivas. “La tierra detecta gente extraña en la reserva”, dice un muchacho de la casa donde dormimos. La gente extraña a la que se refería era a nuestro equipo periodístico.
Los ramas con quienes hablamos asisten a la iglesia Morava, pero tienen sus creencias particulares. Según ellos, las lluvias de los dos primeros días cayeron porque no nos quitamos los zapatos cuando navegamos por el río. También creen que determinado pájaro canta cuando hay mal o buen presagio. Otra cosa en la que creen es que aparece una sirena y que un hombre habita en la copa del árbol más grande del río.
Las que no son fábulas son las historias de indígenas que han muerto por mordeduras de serpientes. “Para eso tenemos un chamán que es bueno y cura a la gente”, dice el mismo muchacho de la casa. Pero lo podría decir cualquiera con el que se platique. “Antes la gente se moría, pero él (el chamán) ya ha salvado varias vidas”, agrega. “Horrible se ponen los picados de culebra: los ojos rojos y escupen sangre”.
Es comprensible que la mordida de una culebra sea más mortal en un lugar donde no existe ningún puesto de salud y el único brigadista no tiene medicamentos. Se entiende que los enfermos se agravan cuando las medicinas están a más de cuatro horas en bote de distancia, y los botes hacen viajes tres veces a la semana (martes, jueves y domingo). Y en San Pancho, el pueblo más cercano, todo cierra a las cinco de la tarde, incluyendo las farmacias.
Ver a los chacalines o camarones dando saltos en el río por el veneno es otra historia real. Los que han visto eso luego sienten ardor y picazón en el cuerpo: en las piernas, en los brazos, en el cuello. “La exposición a venenos directamente en el río es un riesgo real para la salud de gente andando o bañando en el río”, dice el biólogo acuático Joel Betts.
La pobreza siempre ha acompañado a esta aldea –tienen el 73 por ciento de las necesidades básicas insatisfechas: características de la vivienda, hacinamiento, servicio sanitario, educación y capacidad económica. Antes, lo normal era que comieran guineo con pescado, siempre bañado con leche de coco. Aquí casi todo se come con coco. “Ahora ya no comemos pescado”, dice Beatriz Solano, extesorera de Sumukat. “Lo que tratamos de que no nos falte es el arroz, los frijoles y la malanga”, agrega.
Beatriz lleva falda y botas de hule, como casi todas las mujeres de la comunidad. Algunas caminan descalzas porque se les han dañado los zapatos. Ella se despide para irse a su casa localizada río arriba. “Solo esta partecita de aquí es verde, adelante es puro potrero”, dice Beatriz, mientras señala la manigua.
En Sumukat solo algunas casas tienen luz eléctrica por un proyecto que hizo otra oenegé hace unos años. La señal telefónica es mala y solo es estable en algunos puntos –elevados y despejados– de la aldea. Como no hay mayor diversión y se va cada vez menos al río, los muchachos juegan béisbol en un campo abierto que sirve de estadio. Dicen que son los campeones de los torneos que incluyen a equipos de mestizos y creoles, otra etnia del Caribe. “Dicen que ganamos porque los ramas hacemos brujería”, dice riéndose Adonis Buddier, el muchacho que temprano no logró pescar algo que valiera la espera.
Adonis es uno de los jugadores estrella del equipo. Como lanzador combina bien las rectas con las curvas. Con el bate también sabe conectar fuerte y profundo. Casi todos entrenan con bluyín y botas de hule. Se escuchan las carcajadas cuando uno de los jugadores recibe un pelotazo y se cae mientras va corriendo.
Cheydi McCrea mira el juego desde una terraza de su casa, construida con madera, suspendida por unos troncos a unos dos metros del suelo. El hijo de Cheydi tiene 8 años. Al pequeño le han dado dolores de estómago desde hace meses. En el centro de salud le han dicho que son parásitos. Pero ella cree que es el río porque también le pica el cuerpo.
—¿Por qué me pica, mamá? – le pregunta el niño.
—Es el río– le contesta.
Ella tiene razón: en los ríos donde se desarrolla la ganadería extensiva en sus cuencas, como el Kukra, es común encontrar todo tipo de parásitos.
Los únicos sonidos que se escuchan en este pedazo de selva son los estruendos de los batazos. Después todo queda en silencio y a oscuras. El juego de pelota calma por un momento el infierno de las irritaciones en la piel y hace olvidar por un instante la destrucción que deja sin recursos a estos pueblos indígenas.