Enrique Sáenz
25 de febrero 2023

25 de febrero, ¿aprenderemos al fin de nuestra historia?

Violeta Barrios de Chamorro y Virgilio Godoy en cierre de campaña de la UNO el 18 de febrero de 1990. Foto de archivo de La Prensa de Nicaragua.

Hasta 1990 la historia de Nicaragua se caracterizó por ciclos recurrentes de dictadura, guerra y paz precaria. Paz precaria porque sólo servía de preámbulo para el reinicio del ciclo. Y así la hemos pasado por estos dos siglos de vida independiente. Como pueblo pareciéramos llevar una marca de nacimiento: en 1821, abrimos los ojos como nación en medio de la anarquía y de la confrontación violenta. Y así hemos seguido.

Hagamos un breve repaso de la historia

La revolución liberal, a fines del siglo diecinueve, desembocó en la entronización de una dictadura de 16 años acaudillada por José Santos Zelaya. El levantamiento armado contra Zelaya, en 1909, terminó con una guerra civil y la intervención militar norteamericana. Más de 20 años intervenidos. El golpe de Estado de Emiliano Chamorro en 1926 desencadenó la guerra constitucionalista encabezada por los liberales. El pacto del Espino Negro para establecer la paz, solo fue un trámite que abrió paso al recrudecimiento de la intervención militar y a la guerra anti intervencionista encabezada por Augusto C. Sandino

Con el ascenso a la presidencia de Juan Bautista Sacasa, se suscribieron los acuerdos de paz. Los marines se fueron. Pero en lugar de establecerse la convivencia pacífica se impuso la traición. Sandino fue asesinado y pocos meses después Anastasio Somoza García tomó el poder mediante un golpe de Estado a Sacasa, en 1934. Desde entonces pasamos casi medio siglo con una dinastía encima, acompañada de levantamientos armados, pactos, fraudes electorales y represión.

Acercándonos más al presente, un pacto de caudillos (Fernando Agüero y Anastasio Somoza Debayle) congeló el escenario político y allanó la ruta para el afianzamiento de la dictadura dinástica que cerró todo espacio, hasta terminar enfrentada al conjunto de la sociedad. El aferramiento de Somoza al poder desembocó en la legitimación de la lucha armada como único camino para alcanzar la libertad. El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal fue el detonante para el levantamiento popular generalizado. De nuevo llegó la guerra y la tragedia. 

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Se derrocó a Somoza y se inició la revolución nicaragüense con la esperanza de una nueva Nicaragua, con libertad, justicia y paz. Una junta de gobierno plural, un programa basado en economía mixta, pluralismo político y no alineamiento.

Sin embargo, el curso histórico a que dio lugar cambió nombres y colores, pero el libreto siguió inalterado.

La revolución nicaragüense fue suplantada por la revolución sandinista y se impuso una visión hegemónica, vanguardista y autoritaria que partió nuestra sociedad en dos bandos antagónicos; esta vez con el agravante de que el escenario de la guerra fratricida se enmarcó en el teatro más amplio de la confrontación global entre las grandes potencias de aquel momento. Bando y bando como belicosos peones de la Guerra Fría. Nueva guerra y nueva tragedia. Decenas de miles de muertos, en su inmensa mayoría jóvenes. Las potencias ponían las armas, nosotros poníamos las víctimas.

El 25 de febrero

Después de decenas de miles de muertos se impuso la negociación que culminó con las elecciones del 25 de febrero. Por primera vez en nuestra historia hubo elecciones libres. El pueblo nicaragüense ofreció una demostración de valor y alzándose por encima del miedo y del entorno represivo, pacíficamente colmó los centros de votación y las urnas, expresando su voluntad soberana de abrir una nueva senda en la historia del país. Daniel Ortega y el Frente Sandinista fueron derrotados por Violeta Barrios de Chamorro y la Unión Nacional Opositora. Se impusieron los votos a las balas.

Pero ni la democracia ni la paz fueron inmediatas. La República apenas comenzó a dar sus primeros pasos, enfrentando alzamientos armados y realzamientos de recompas, recontras y revueltos. También asonadas y tranques montados por el Frente Sandinista con Ortega a la cabeza. 

Trabajosamente marcharon de la mano, por algunos años, la democracia y la paz. Pudimos respirar aires de libertad, derechos y seguridad ciudadana. 

La transición democrática que se inauguró hace 33 años alcanzó como signos políticos más resaltantes cuatro elecciones y cuatro sucesiones presidenciales pacíficas. Pero la última venía con plomo en el ala.

La reencarnación de los viejos fantasmas del pasado

Historia
Daniel Ortega durante una asamblea de simpatizantes en 2004. EFE/Archivo

La transición colapsó porque los siniestros fantasmas del pasado reencarnaron de nuevo. Caudillismo, exclusión, impunidad y Estado botín. Se fraguó el pacto entre Arnoldo Alemán y Daniel Ortega cuyo propósito central fue imponer el bipartidismo, clausurar espacios políticos y repartirse el poder entre ambos caudillos y sus camarillas, al margen del resto de la población y de sus organizaciones. 

La repartición de poder e impunidad dejó al caudillo más lerdo, aplastado a la orilla del camino mientras el otro se quedó con las apuestas, la mesa y hasta con los dados. Así se pavimentó la ruta para el retorno de Ortega al poder. Y para la imposición de una nueva dictadura. Más perversa y cruel.

Lo demás es historia contemporánea: fraudes electorales flagrantes, represión y exclusión política, demolición de la precaria institucionalidad republicana y aplastamiento de tres conquistas que el pueblo había pagado con sangre: respeto al voto popular, no reelección presidencial y carácter nacional de las fuerzas armadas.

Las farsas electorales, el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, la concentración del poder, el Estado como botín, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, la represión generalizada, la corrupción institucionalizada y la imposición de un modelo económico de rapiña, perfilan el terreno donde el dictador está plantando semillas de dinastía. Mafiocracia y dinastía.

¿Qué enseñanzas nos dejan estas referencias históricas? 

La evocación del 25 de febrero genera emotividades que cubren un abanico que va desde la nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue, pasando por la frustración hasta llegar al enojo y la tirria. Pero más allá de las querencias y malquerencias, debemos situar y valorar el hecho en perspectiva histórica. Así, la fecha y su significación debería posibilitar una reflexión de fondo que nos permita visualizar nuestro presente y nuestro futuro, a la luz de las enseñanzas que encierra nuestra historia. Y actuar con la guía de las enseñanzas.

Me permito compartir algunas:

Primero, que el miedo puede contener por un tiempo a un pueblo. Al final las barreras terminan por romperse. El pueblo nicaragüense en tiempos cercanos reventó las barreras del miedo en 1979, por vía armada. Reventó las barreras del miedo en 1990 por la vía del voto. Y reventó las barreras del miedo en abril del 2018 con movilizaciones masivas. Sin duda, volverá a demoler las barreras sembradas por la dictadura de Ortega. Pero el pueblo no debe quedar inerme frente a los asesinos que detentan el poder. Se requiere organización y liderazgos. Liderazgos responsables, íntegros y comprometidos a fondo con los principios y prácticas de la democracia.

Segundo, no basta derrotar a una dictadura sea por vía pacífica o sea por vía violenta. Esto es, no basta derrotar a la dictadura de Ortega. Debemos asegurarnos de que los funestos fantasmas del pasado no reencarnen nunca más. El punto de partida es pulverizarlos dentro de nuestras propias cabezas. El caudillismo, el encono, el oportunismo, la intolerancia, el autoritarismo, el sectarismo, el facilismo para las habladurías y la difamación, la mezquindad y el ánimo confrontativo, anidan en nuestras propias cabezas. Solo extirpando esos quistes malignos podremos construir un nuevo país. 

Un país con paz, libertad, prosperidad y justicia.

ESCRIBE

Enrique Sáenz

Es licenciado en Derecho y licenciado en economía, y cuenta con estudios superiores en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, Caracas) y estudios superiores en Historia Latinoamericana (UNAN, Managua). Fue diputado de la Asamblea Nacional de Nicaragua (2007-2016) y gerente de proyecto para asuntos de cooperación y gobernabilidad en la Delegación de la Unión Europea para América Central en Managua. Se desempeñó también como Director Ejecutivo de la Fundación Siglo XXI (1996-1997) y Oficial Ejecutivo en la Representación del PNUD en Nicaragua, entre otros puestos en el gobierno de Nicaragua y organismos regionales.