Vlada Krasova Torres
22 de enero 2025

La anatomía del terror institucionalizado


El silencio se ha vuelto ensordecedor en las calles de Managua. La reciente reforma al artículo 97 de la Constitución Política nicaragüense susurra una historia sombría que va mucho más allá de una simple modificación administrativa. Entre sus líneas se esconde la cristalización de un sistema de lealtades privilegiadas que terminó de sepultar el Estado de Derecho en Nicaragua.

El sociólogo Charles Tilly (2020) nos advierte, como quien cuenta una historia repetida a través de los siglos, que la consolidación del poder estatal florece en las sombras de estructuras paralelas de violencia legitimada. La reforma nicaragüense dibuja este oscuro patrón con precisión quirúrgica: al establecer un régimen privilegiado para miembros del Ejército, Policía Nacional y Ministerio del Interior, no sólo esculpe una casta privilegiada dentro del aparato estatal, sino que siembra las semillas de lo que Johan Galtung (2018) llamaría “violencia estructural institucionalizada”.

Los ecos de esta historia resuenan en los pasillos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En el caso de la Masacre de Mapiripán vs. Colombia (2005), la Corte relata cómo la creación de estructuras paralelas de seguridad, legitimadas por el Estado, marca el preludio siniestro hacia la institucionalización del terror como mecanismo de control social. Esta narrativa se profundiza en las Masacres de El Mozote vs. El Salvador (2012), donde la Corte desvela cómo la colaboración entre fuerzas regulares y grupos paramilitares, nutrida por estructuras institucionales privilegiadas, puede engendrar violaciones sistemáticas de derechos humanos que alcanzan el umbral de crímenes de lesa humanidad.

El régimen privilegiado que teje esta reforma no es meramente un sistema de beneficios. Es, como nos revela Eugenio Raúl Zaffaroni (2019), la institucionalización de la desigualdad como mecanismo de control. En este oscuro telar se entrelazan hilos de lealtad absoluta al régimen, desvinculando a sus portadores de su responsabilidad constitucional hacia la ciudadanía. Se teje también el desarrollo de estructuras paramilitares con legitimación constitucional, que danzan en los márgenes de la legalidad, pero con el pleno respaldo estatal. Y en este tapiz sombrío, emerge lo que Giorgio Agamben (2017) denomina “estado de excepción permanente”, donde la violencia estatal se normaliza bajo el manto protector de la constitucionalidad.

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El genocidio social, concepto desarrollado por Daniel Feierstein (2016), emerge como el acto final de esta tragedia constitucional. Como un virus que infecta el cuerpo social, el Estado desarrolla mecanismos sistemáticos para destruir las relaciones sociales de autonomía y cooperación, reemplazándolas por relaciones de terror y desconfianza. La reforma nicaragüense no solo permite este proceso; lo institucionaliza, lo legitima, lo convierte en ley suprema.

En el horizonte legal internacional, el Estatuto de Roma nos recuerda que los crímenes de lesa humanidad son actos sistemáticos dirigidos contra una población civil. La Comisión Internacional de Juristas (2019) advierte que esta constitucionalización de estructuras paramilitares abre las puertas a la comisión de crímenes internacionales, como un lobo que se viste con la piel constitucional del cordero.

El futuro que se dibuja es sombrío: un Estado donde la violencia se entroniza como mecanismo de control social, donde las estructuras democráticas de rendición de cuentas se desmoronan como castillos de arena: donde la impunidad se constituye en derecho y el terror se institucionaliza como política de Estado.

Como advierte Rodrigo Uprimny (2021), esta reforma constitucional nicaragüense no es solo una modificación legal; es la arquitectura jurídica del terror estatal, la antesala del genocidio social y político. En las calles de Managua, el silencio continúa siendo ensordecedor, pero ahora ese silencio tiene el peso de la ley suprema.

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Vlada Krasova Torres

De nacionalidad nicaragüense, es Licenciada en Relaciones Internacionales, con un posgrado en Derechos Humanos y una maestría en Gestión del Conocimiento en Políticas Públicas. Ha trabajado en diversas agencias de cooperación para el desarrollo y de derechos humanos.