El 19 de febrero de 2007, en las afueras de la ciudad de Guatemala, fueron hallados los restos calcinados de cuatro diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (Parlacen) dentro de su camioneta blindada. Tres días después, cuatro policías guatemaltecos fueron detenidos por la masacre y recluidos en el centro penal de máxima seguridad “El Boquerón”, donde murieron ejecutados, bajo custodia del Estado, por un comando armado. Este episodio marcó un punto de inflexión para la sociedad guatemalteca. La infiltración del crimen organizado en el sistema de justicia y seguridad había alcanzado tal nivel que amenazaba la gobernabilidad del país, y quedó claro que la clase política carecía de capacidad y credibilidad para gestionar una salida de la crisis sin el acompañamiento internacional.
Honduras se encuentra hoy en un punto de inflexión similar. La circulación pública de un video y de un reportaje que implican a miembros de la familia y del partido político de la actual presidenta, Xiomara Castro, en vínculos con narcotraficantes; el asesinato del defensor ambiental Juan López, así como la extradición a Estados Unidos y condena por narcotráfico del expresidente Juan Orlando Hernández, evidencian que el crimen organizado amenaza la vida de los hondureños y obstaculiza el desarrollo económico, social y democrático del país. Mientras tanto, las instituciones públicas y la clase política han perdido la credibilidad necesaria para cumplir sus promesas de refundación democrática, y mucho menos para erradicar la corrupción y desmantelar las estructuras criminales que operan en el país. La única opción viable para restaurar la confianza pública y salvaguardar la gobernabilidad democrática es recurrir al acompañamiento internacional mediante la creación inmediata de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Honduras (CICIH), una promesa de campaña que se hizo hace cuatro años.
En Guatemala, en respuesta a los brutales asesinatos de 2007, las autoridades aceleraron la implementación de un acuerdo marco entre las Naciones Unidas y el gobierno, estableciendo la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Este acuerdo otorgó a la CICIG el mandato de “detectar la existencia” y “desarticular” los “aparatos clandestinos y cuerpos ilegales de seguridad” surgidos durante el conflicto armado. La CICIG fue concebida originalmente como una herramienta de justicia transicional, destinada a restaurar el estado de derecho y la democracia tras un largo periodo de violaciones masivas de derechos humanos y conflicto armado. Su mandato no se limitaba a delitos de corrupción, sino que abarcaba la lucha contra la impunidad de diversas estructuras criminales que, tras la firma de la paz, amenazaban la transición hacia la gobernabilidad democrática.
La situación actual en Honduras exige respuestas similares a las de la crisis postconflicto guatemalteco. Durante los últimos 16 años, la sociedad hondureña ha enfrentado graves amenazas a la gobernabilidad democrática, entre ellas la corrupción a gran escala, violencia generalizada y graves violaciones de derechos humanos. A pesar de los esfuerzos valientes de víctimas, defensores de derechos humanos y funcionarios íntegros, muchos de estos crímenes permanecen impunes en el sistema judicial hondureño. La mera alternancia de poder en 2020 ha sido insuficiente para iniciar una verdadera transición democrática. Por ello, la CICIH puede ser una herramienta de justicia transicional, con un mandato amplio para detectar y desarticular todo tipo de estructuras criminales, incluyendo pandillas, narcotraficantes y redes de sicarios, trata y corrupción. Una CICIH con un mandato amplio y extendido en el tiempo no sería una amenaza para la soberanía nacional, sino un apoyo crucial para rescatar al Estado hondureño de las garras de redes criminales que cooptan el poder, roban, matan y violan los derechos humanos de la población con total impunidad.
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La CICIH, con su mandato amplio, podría ser el pilar de una política de seguridad democrática basada en la investigación científica de redes criminales y delitos graves, así como en el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Durante décadas, los gobiernos de la región han caído en la tentación de modelos autoritarios de seguridad militar —mano dura y estados de excepción— o han optado por la corrupción, negociando la seguridad a cambio de favores entre élites políticas y el crimen organizado. Ambos enfoques han tenido un alto costo en términos de derechos humanos y de debilitamiento de la institucionalidad democrática. En años recientes, El Salvador ha sido emblemático por sus treguas y pactos con pandillas y, más recientemente, por su estado de excepción. Investigaciones realizadas por nuestra organización han demostrado que, bajo este régimen, la detención arbitraria, la tortura y la muerte son políticas de Estado. Las violaciones sistemáticas de derechos humanos han afectado injustamente a miles de familias salvadoreñas, la mayoría pobres, sin producir resultados efectivos en la investigación de delitos graves como homicidios, extorsión o violencia sexual, ni en la identificación y enjuiciamiento de los principales líderes pandilleros. Aplicado con el mismo rigor en Honduras, un estado de excepción impactaría a las familias más pobres sin ser efectivo en llevar ante la justicia a las élites criminales que han causado tanto daño a la población. Una política de seguridad fundamentada en investigaciones de la CICIH podría ofrecer a los hondureños una alternativa a los modelos de populismo punitivo y abuso de poder, proporcionando una seguridad con justicia.
Lamentablemente, tras las repercusiones del narco-video, la polarización política en Honduras se ha agudizado. Los principales partidos, carentes de credibilidad, buscan encuadrar la coyuntura a su favor, movilizando a sus bases con consignas como “fuera familión”, mientras que del otro lado se responde con “no regresarán”. La lucha contra la corrupción se instrumentaliza en un ciclo de revancha política, en el cual los partidos prometen combatir la corrupción de sus adversarios sólo para perpetuar los mismos beneficios ilícitos una vez en el poder. Esto, por supuesto, en detrimento de las profundas necesidades de una población harta de la influencia del crimen organizado en la vida pública, de la violencia incesante de pandillas y de los grupos oscuros que persiguen a defensores de territorios, del medio ambiente y de derechos humanos.
Es hora de acelerar la instalación de la CICIH. El país no puede continuar tambaleándose en la incertidumbre mientras las redes criminales amenazan la gobernabilidad democrática y el bienestar de la población. La instalación de la CICIH es un paso imprescindible, y los sectores que se oponen lo hacen porque desean que todo siga igual. La transición democrática y la lucha contra la impunidad requieren un pacto nacional; la población ya se expresó a través de su voto hace cuatro años, cuando la CICIH fue el eje de la plataforma electoral ganadora. Para salir de la crisis actual, el poder político y económico del país debe dar el paso. De cara a la ya iniciada campaña electoral, la instalación de una CICIH con mandato amplio no debe ser una mera promesa electoral, sino una condición indispensable para los partidos y políticos que esperan el voto de la población en noviembre de 2025.
Este artículo se publicó originalmente en Redacción Regional , del que DIVERGENTES forma parte.
ESCRIBE
Noah Bullock
Es Director Ejecutivo de Cristosal en El Salvador, Guatemala y Honduras desde 2010. Se graduó en 2004 de la Universidad de Montana en Licenciatura en Artes Liberales: Énfasis en Estudios de Paz y Conflicto. También posee estudios en Desarrollo Local en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y disfruta de la carpintería, el surf, la agricultura y entrenar pastores alemanes.