Ligia Urroz
31 de mayo 2023

¿Me comparte la clave del internet?


¿Cuántos de nosotros hemos estado sentados en una mesa “compartiendo” con gente de carne y hueso —a la que estimamos— y la mayoría de los presentes toma sus teléfonos y se retira espiritualmente del espacio físico?

¿Cuántas lunas, amaneceres, atardeceres y rugidos del mar hemos perdido por agachar la nuca y mirar nuestras pantallas? Hemos desatendido la visión del cielo y de las estrellas —cuando se asoman—, de los árboles y de las hormigas, del petricor y los sonidos ambientales. De pronto me da un escalofrío si reviso mi tiempo en pantalla porque, es más —mucho más— de lo que debería ser. Y no me quejo de la tecnología, el teléfono es un Aleph que contiene todos los libros, todas las canciones, últimas noticias y demás, una Biblioteca de Babel. También nos acerca a personas que se encuentran del otro lado del mundo, a amistades que no hemos visto en años o gente afín a nosotros que terminan convirtiéndose en afectos verdaderos e importantes. La pandemia nos acercó por medio de las redes, eran necesarias porque estábamos encerrados y alejados de cualquier contacto humano. 

En un parpadeo nos hicimos adictos y dejar las adicciones es difícil, ¿cómo lidiar con los estímulos que hacen que nuestro cerebro libere dopamina? ¿cómo luchar contra el placer que nos provoca una conducta?

Recuerdo mis clases de economía y me viene a la mente la teoría de la Pirámide de Maslow, aquella donde se propone una jerarquía de las necesidades humanas y que forma parte de Una teoría sobre la motivación humana. Abraham Maslow fue un psicólogo nacido en 1908 en Estados Unidos. Fundó la psicología humanista; aquella donde hay una tendencia humana hacia la salud mental de tal manera que, la persona busca la autorrealización en su vida. Según Maslow y su pirámide, las necesidades progresan desde el instinto de supervivencia hasta las encaminadas al crecimiento personal. No se puede subir de escalón piramidal si no se ha cubierto o satisfecho totalmente el escalón anterior. La pirámide cuenta con 5 niveles, en la base —nivel 1—, se localizan las necesidades fisiológicas —aquellas fundamentales para todo ser humano— dormir, comer, ir al baño, saciar la sed, tener sexo, respirar. En el nivel 2, Maslow colocó las necesidades de seguridad —sentirse protegido y fuera de peligro, la seguridad física (salud), la económica y la de tener un lugar donde vivir. En el nivel 3 habitan las necesidades sociales —amor y pertenencia a un grupo social— familia, amigos, pareja, compañeros de trabajo. En el nivel 4 colocó la necesidad de ser valorado —necesidades de estima o reconocimiento— como la confianza, la independencia personal, la reputación.  En el nivel 5 se coronan las necesidades de autorrealización, esa sensación de haber llegado al éxito personal. 

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Si Maslow echara un vistazo a nuestra sociedad actual, se daría cuenta que las necesidades básicas tienen una nueva y muy potente: las personas requieren del wifi como una necesidad apremiante. He sido testigo de que, en algún restaurante, antes de pedir las bebidas, la gente solicita la clave del internet para conectarse. ¿Cuántas veces no hemos entrado en pánico cuando no encontramos nuestro teléfono? ¿cuándo se nos acaba la batería? Suelo correr por el parque y muchas personas se movilizan como autómatas; van caminando y no miran otra cosa más que sus pantallas, pareciese que viviéramos dentro de Un mundo feliz de Aldous Huxley. 

Antes de la pandemia, en el 2017, Romero y Ortega Blas realizaron un estudio para determinar la relación entre la adicción a las redes sociales y la sintomatología depresiva en estudiantes de psicología de la Universidad de Lima. El análisis arrojó que el 38.3% de los encuestados reportó un nivel alto de adicción a las redes y también síntomas de depresión. Las autoras concluyeron que dicho grupo de estudiantes podrían estar utilizando las redes sociales para cubrir una baja autoestima y compensar la carencia de habilidades sociales y el aislamiento relacionado a los síntomas de la depresión. No quiero ni pensar en la mezcla que resultará de lo anterior más lo que trajo la pandemia; las pantallas atraen cuando estamos tensos, agobiados, tristes, angustiados.

Hay que tener presentes las red flags que se levantan como indicadores de la adicción a las redes sociales: dormir poco para conectarnos a la red, descuidar otras actividades importantes y presenciales con la familia y amigos —el estudio, el trabajo o el cuidado de la salud—, pensar en la red de forma constante, aislarnos socialmente o mostrarnos irritables si no hay internet o la conexión presenta fallas. 

Tal vez ahora que se ha declarado el fin de la pandemia y volvemos a tocarnos, que reanudamos asomarnos en los ojos del otro necesitemos un “detox” de las redes sociales. Tocar, oler, mirar, escuchar con atención, sonrojarnos, recuperar el arte de la conversación, sentir esa corriente eléctrica que se libera entre dos son exquisiteces de los encuentros de carne y hueso. No hay como vernos a los ojos, chocar nuestras copas de vino y olvidarnos del teléfono por horas.  

La vida son dos días y no vale la pena pasarla sin estar.

ESCRIBE

Ligia Urroz

Licenciada en economía por el ITAM, Master of Science in Industrial Relations and Personnel Management por la London School of Economics and Political Science, Máster en literatura en la era digital por la Universitat de Barcelona, Máster en literatura por la Universidad Anáhuac, Especialización en literatura comparada por la Universitat de Barcelona, Posgrado en lectura, edición y didáctica de la literatura y TIC por la Universitat de Barcelona.