Mi nombre es
Mística Guerrero

Ella mantiene desde hace años una lucha legal única en el país: por su nombre ante la sociedad y el Estado de Nicaragua, uno de los más conservadores de América Latina. En su periplo ha vivido en carne propia humillaciones, migraciones y operaciones. Se ha enamorado, pero también ha estado a punto de morir. Todo para que la reconozcan como una mujer trans, como Mística Guerrero. “Somos una fantasía que no existe legalmente”, reclama.

Por Julián Navarrete
Fotografías por Oscar Navarrete
Videos por Miguel Andrés
24 de mayo de 2021

Mística Guerrero se tomó 50 pastillas de diazepam a los 18 años de edad. Ese día, cansada de salir a escondidas de su casa para sentirse libre, le confesó a su madre que era una mujer trans. 

— Yo hubiera deseado que él no fuera así: que no se vistiera de mujer— dice Virgina Monge, de 75 años de edad, madre de Mística, una mañana de mediados de abril de 2021, sentada en un centro comercial de Managua, la capital nicaragüense. 

Hubo otras razones, por supuesto, pero fue el rechazo de su madre el principal motivo que la llevó a tomar los ansiolíticos. Se quería suicidar. Por suerte, la trasladaron rápido al hospital. Le lavaron el estómago y sus órganos resistieron. Sobrevivió. 

Monge, su madre, le cortaría el habla durante 10 años. Criada en una familia católica y conservadora de Boaco, un departamento del centro del país, no podía soportar que su "hijo” ahora le saliera con “el cuento” de que era una mujer. Solía ver con añoranza una foto de Mística cuando tenía 10 años de edad y “era un hombrecito completo”. 

— A mí me daba una gran pena—, dice Monge, bajita, de rostro amable. — Yo recuerdo que una vez vino de Guatemala y fuimos al mercado. Entonces uno de esos tomateros y vende repollos, lo agarró y lo empezó a ofender, a decirle cosas… yo sentía que se me arrugaba el corazón, una cosa horrible.

Aunque Mística dice que desde los nueve años de edad le había confesado a su madre lo que sentía, ella no le creyó o no le quiso creer. No soportaba la idea. Pensaba que era una de esas ocurrencias de niños de esa edad: que un día quieren vestirse como Superman y que otro día quieren hacerlo como Batman. Llegó a aferrarse tanto, que por momentos creía historias que no le terminaban de cuadrar en su cabeza. Un día de esos, Mística, a los 14 años, se fue al colegio desde las 12 del mediodía y ya pasadas las 10 de la noche no regresaba a la casa. Desesperada, su madre la empezó a buscar por todo el barrio. Una de las amigas y cómplice de Mística le dijo a Monge que su hija se encontraba en la casa de una muchacha que le gustaba, que no se preocupara.

—Y yo dije: ‘si es así, qué alegre que él esté con una chavala’—, dice Monge, y termina de contar la historia: —Llegué a la casa de la chavala, y en efecto estaba ahí, pero no era porque le gustaba la chavala, sino porque por medio de ella le mandaba razones a un muchacho del Cuerpo de Bomberos, que era el que le gustaba de verdad—dice riéndose. 

A Monge todavía le cuesta llamar “ella” a su hija. De vez en cuando se le escapa su nombre legal, Haysen Fernando, pero Mística ahora se siente contenta de poder caminar con su madre tomadas de las manos por un centro comercial.

Una vez al mes, Monge, con otra hija menor y un par de nietos, viaja desde Teustepe, una comunidad a 80 kilómetros de donde vive Mística, en Managua, para cobrar su cheque del Seguro Social, y de paso aprovechan para almorzar juntas. 

La mañana de abril, Mística llega a recibirla al centro comercial con un traje de mezclilla, enfundada en una chaqueta de cuero rojo vino; unos zapatos de tacón alto, cabello rojo y lentes de contactos verdes. Tiene delineadas las cejas y pintados los labios de carmesí. 

—Todavía deseo que no se vista como mujer, pero yo acepté a mi hijo. Porque es mi hijo, es mi primer hijo, y yo lo quiero mucho— dice Monge, con la voz casi quebrada. 

Para algunos puede significar poco. Para Mística, la aceptación paulatina de su madre es lo que la hace sentir más orgullosa en la vida. Que lo sienta ella, que ha sobrevivido a accidentes de tránsitos y operaciones en las que ha estado a punto de morir, puede significar algo. Ella, que es una de las que está impulsando una Ley de Identidad de Género en uno de los países más conservadores de América Latina. Ella, que durante cuatro años batalló contra la Corte Suprema de Justicia para que le reconocieran su nombre. Ella, que como casi todos los de la comunidad trans durante años ha recibido golpes y humillaciones. Ella, que más allá de todo lo que ha hecho, es un reflejo de los diversos puntos de vistas del Estado y la sociedad, de todos nosotros, sobre la igualdad para ser libres, para poder ser llamada Mística Guerrero.

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—¿Por qué es importante que te reconozcan como Mística legalmente?— le pregunto.

—Es una forma de existir. Prácticamente somos una fantasía que no existe: la gente nos ve bonitas, somos las que arreglamos bonito, las que bailamos bonito, pero legalmente no existimos. En todos lados, lo primero que te piden es la cédula. Entonces por muy mujer que una se mire, por muy senos que tengás, por muy femenina que estés, y tu documento tiene el nombre masculino, las personas te van a llamar como hombre. 

Hasta hace dos años, Mística, de 45 años de edad, no tenía cédula de identidad. Un día se fue a tramitarla a la oficina del Consejo Supremo Electoral en Multicentro Las Américas, el mismo centro comercial donde almuerza con su mamá una vez al mes. Mientras hacía fila, una funcionaria de esa administración la sacó porque andaba maquillada, con el cabello suelto, de aretes y uñas largas. 

Después de una larga discusión con la trabajadora del Estado, en la que Mística le explicaba que según la Constitución los ciudadanos tienen derecho a vestirse como quieran, la remitieron a la sucursal central del organismo público para que retirara la cédula. Advertida por lo que había pasado, Mística convocó a algunos medios de comunicación por si acaso sufría otro acto discriminatorio al momento de retirar el documento. Pero no ocurrió, y en lugar de eso, la funcionaria que la sacó de la fila en días anteriores, le envió una larga disculpa por WhatsApp. 

—Esto es lo que vivimos las personas trans en Nicaragua— dice Mística, en su casa de Managua a finales de marzo. Hoy no tiene maquillaje, ni pelucas, ni lentes de contacto. Usa un vestido flojo y unos zapatos bajos. Su voz no es grave ni aguda, tampoco se ríe mucho. —Lo que pedimos es que respeten nuestra identidad; no estamos pidiendo algo que va en contra de la Ley o la norma social. Es algo que uno lo vive, es algo que todos los días te levantás y lo vivís así. No es que hoy dije que voy a ser Mística y mañana voy a ser Fernando...no, hoy soy Mística, y lo soy los 365 días del año desde que nací.

Mística no tenía cédula de identidad porque desde 2012 inició el trámite de cambio de nombre ante la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua. En la solicitud pidió “la rectificación de mi partida de nacimiento” en cuanto “a mi nombre correcto que debe ser Mística Taiz Guerrero Monge y no Haysen Fernando Guerrero Monge, conforme lo establece el artículo 578 del Código Civil de Nicaragua”. 

El Poder Judicial le pidió más de diez testigos que la conocieran por al menos diez años con el nombre de Mística. Gastó más de mil dólares en abogados, con los que fue creando un archivo de una decena de páginas que todavía tiene. El principal obstáculo que argumentaron para no autorizar el cambio fue que no había antecedentes de que una persona trans lo hubiera solicitado en Nicaragua. Lo que sí hay es cambios de nombres de masculino a masculino, o de femenino a femenino; o rectificación de letras. Pero cambio de nombre de masculino a femenino, como lo quería Mística, era uno de los primeros casos, sino el único, que había llegado a la Corte nicaragüense.

El proceso duró cinco años. Aunque el caso no se cerró legalmente, el Poder Judicial resolvió dos opciones a Mística que la tienen de manos atadas. La primera es demandar al Estado de Nicaragua por violar la Constitución, al impedir llamarse como quiere. Pero esto implica estar armada legalmente, lo cual le costaría mucho dinero. La segunda opción es encontrar un notario público que tenga más de 15 años de experiencia en cambios de nombres de personas trans en Nicaragua. Pese a saber que no hay antecedentes, en todo este tiempo ella ha consultado a más de 50 abogados y ninguno cuenta con estos requisitos.

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Mística por el misticismo, por su vida personal. Porque los nombres que se escogen, más que seudónimos, deben tener personalidad, y la palabra Mística siente que la personaliza: su transición, su proceso de vida hasta hoy, su sello de identidad. Alguien con ese nombre tiene que ser un misterio.

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Es de noche y una brisa desganada cae sobre Managua. En el barrio Omar Torrijos, en la casa de Mística, un grupo de niños intenta seguir su cintura: la mueve como pocas. Desde hace un mes, dos veces por semana, es maestra de baile. Mientras suena el merengue, la electrónica y el reggaetón, algunos curiosos se asoman a pesar de la brisa que comienza a amainar.

Antes de comenzar la clase, Mística hizo una rueda para hablarle a sus alumnos. 

—No solo somos un equipo en la parte artística, nosotros compartimos bailes y arte, pero también emociones —le dijo Mística a unas niñas que llegaban por primera vez. 

Mística lidera artísticamente a este grupo de 25 niñas y niños de entre 5 y 16 años de edad, que hace bailes y actuaciones en el barrio. La organizadora Norma Vega Rodríguez, secretaria política del Frente Sandinista, le pidió que se hiciera cargo del equipo artístico. 

—En este barrio hay bastantes jóvenes metidos en las drogas...Aquí, incluso hay un grupo de jóvenes en riesgo, porque son chavalos de entre 13 y 15 años de edad que están bien metidos en la droga—dice Vega afuera de su casa, bajo un bajareque de zinc que resiste la brisa nocturna, y agrega: —Entonces quisimos hacer este grupo para ocuparles un poco la mente y evitar que se desvíen.

Katherine Estrada, de 24 años de edad, es madre de una niña y un niño que están en el grupo de baile. —Nosotros confiamos a nuestros hijos al 100% con ella, porque es una persona que no está ganando nada de dinero, nada a cambio, y más bien pone de su tiempo para poder andar con los niños—dice Estrada.

No es la primera vez que Mística se interesa por compartir su arte y su vida. En ocasiones se reúne con otros miembros de la diversidad sexual para hablarles de sus experiencias. 

—En este mismo tránsito de género, nosotros podemos descubrir si en realidad somos de ahí o no. Podemos retroceder a ser chicos gays o lo que nosotros queramos y no pasa nada. El problema es cuando ya empezamos a hacer procesos quirúrgicos, ahí ya no hay vuelta atrás— dice Mística, mientras toma un álbum de fotos para mostrarme retazos de su vida.

Me muestra, sobre todo, que sabe de lo que habla.

Desde los 13 años de edad, Mística comenzó a tomar hormonas femeninas: anticonceptivos, perlas, pastillas. Los resultados le encantaron: su vello se iba reduciendo, los pechos le crecieron un poco y sus caderas se fueron ensanchando. Pero quería más. Entonces la dosis mensual se hizo quincenal, y luego la semanal se hizo diaria. Padecía de ansiedades, dificultades para respirar y eyaculaciones mientras dormía. La ingesta excesiva de hormonas no podía terminar de otra manera que con una hepatitis medicamentosa que le provocaba unos dolores estomacales, que de solo recordarlos se toca el abdomen y arruga la cara. 

En esos años sentía que lo único que podía hacer en este país era ofrecer servicios sexuales en las calles de Managua. Eran los noventa, años en los que era muy común que la insultaran cuando la miraban en un comedor o la bajaran a patadas de los buses. Eso y el rechazo de su familia, en especial de su madre, dice que la impulsó a buscar el sueño americano. Como suele suceder aún en estos días, en el viaje desde Nicaragua hasta México no hubo inconvenientes. El problema llegó donde siempre: en la frontera con Estados Unidos, donde fue detenida por los federales y enviada seis meses a un centro de detención para migrantes. 

Como dijo que era hondureña, Mística fue deportada al país catracho. Sin embargo, decidió regresar a México para establecerse. Ahí trabajó por primera vez en un club nocturno, donde había cuarenta mujeres y ella era la única trans. —Tenía miedo porque pensaba que los clientes se iban a enojar cuando se enteraran cómo era yo—dice Mística. Lo que hacía, entonces, cuando la llamaban, era decirles de inmediato “yo no soy mujer, soy trans”, y los hombres le decían que se relajara, que ya lo sabían. —Mi temor era que me fueran a hacer un escándalo...Después fui cayendo en cuenta de que siempre se ve la diferencia entre una mujer biológica y una trans, siempre. Entonces si los hombres te escogen es porque tienen una fantasía sexual, un fetiche, porque le gusta una trans y saben lo que tiene una trans. 

Con el tiempo, el miedo se le fue quitando. “Al inicio iba a la habitación con los clientes, y yo me tapaba con una toallita...y los clientes me decían “¿Por qué te tapas?”, y a mí me daba pena, una vergüenza, ‘¡ayy Dios!’ aunque suene raro, estar en este lugar me ayudó a respetarme y a encontrarme—dice Mística. —Ahora no tengo problemas en aceptar que soy una mujer con pene”.

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A Marlene Vivas, de 40 años de edad, le gustan los labiales vistosos: rojos, anaranjados, tonos encendidos. Morena, con el pelo largo y negro, hoy, que no venía preparada, sus amigas le prestaron un tono rojo quemado. Por ser presidenta de la Asociación por los Derechos de la Diversidad Sexual, se le ve hablando sobre estos temas en los medios de comunicación. De lo que habla poco, sin embargo, es de cómo ha superado el alcoholismo. 

Marlene Vivas visita desde hace 22 años los Alcohólicos Anónimos, porque desde los 15 tomaba licor. “A mí mi familia me aceptó, pero son muchas las trans que conozco, que se han refugiado en el alcohol y en las drogas cuando se sienten excluidas”, dice.

El alcohol y las drogas generalmente llevan a un círculo vicioso que estigmatiza a las trans. Sin embargo, también existen datos irrefutables que le ponen la piel chinita a cualquiera. El promedio de vida de una mujer trans en el continente americano es de entre 35.5 y 41.2 años, cuando la esperanza de vida en la región es de 75 años, según Naciones Unidas. Es decir, una trans vive casi la mitad que cualquier poblador en general. En parte, porque son azotadas 13 veces más con el VIH que cualquier otra persona. 

—La discriminación hacia nosotras nos lleva a no acceder a educación, trabajos y salud —dice Venus Caballero, presidenta de la Organización de Personas Trans de Nicaragua. —Muchas de nosotras no encuentran trabajos y optan por la prostitución, con todo lo que eso implica: alcohol, drogas, enfermedades sexuales, y luego por la misma discriminación, no asisten a los centros de salud y se mueren en sus casas.

Una mañana de mediados de abril, Venus y Marlene están reunidas con otras mujeres trans, entre ellas Ludwika Vega, presidenta de la Asociación Nicaragüense de Trans, y Mística Guerrero. Están firmando el primer borrador de una propuesta de Ley de Identidad de Género que pretenden presentar ante la Asamblea Nacional, aun sabiendo que Nicaragua es uno de dos países de Centroamérica, junto con Honduras, donde está prohibido el cambio de nombre y de sexo. Un país que por no reconocerlas oculta los crímenes que se cometen contra ellas.

Un país donde Ludwika Vega, mercadóloga egresada de la Universidad Autónoma de Nicaragua, no encuentra trabajo por su aspecto físico. La última vez que trabajó fue hace 15 años en un call center. Pero fue despedida por su “apariencia y comportamiento femenino”. Desde que entró tuvo que cortarse el cabello y vestirse “como hombre”. Un país donde Lala, una chica trans de 22 años, fue asesinada en marzo por dos hombres que le pegaron con una piedra y luego la ataron a un caballo que la arrastró por 400 metros. Fue encontrada sin ojos y con golpes por todo el cuerpo.

Mística saca su celular para atender una videollamada. Todas se emocionan al ver a la joven al otro lado de la pantalla. Ríen, bromean, hablan un poco a los gritos. 

—Solo las que tenemos tetas podemos hablar— bromea Ludwika, buscando complicidad con la muchacha de la videollamada. Todas vuelven a reír. Luego siguen comentando de otra señora que se operó y se hizo un tamaño menor de senos.

—¡Ayy, ella quitándoselas y nosotros deseándolas!—suspira Mística.

Hasta hace algunos años, Mística tenía senos grandes. Siempre los deseó, hasta que un día, mientras trabajaba en un cabaret de Guatemala, un cirujano le propuso que le consiguiera clientas a cambio de que él la iba a operar gratis. El trato se cerró y Mística sólo pagó la anestesia y la hospitalización, algo mínimo para una operación de este tipo hace más de 20 años. Los implantes llegaron y la definieron emocionalmente. Los quería mostrar en todos lados. De ahí que haya varias fotos en escotes diminutos en su álbum. 

El cirujano, dice Mística, omitió algo importante: indicarle que por un tiempo tenía prohibido inyectarse hormonas. Al inicio todo fue disfrute, pero lo que no podía saber era que se estaban creando quistes en la cavidad mamaria. A los 15 años de operada, empezó a sentir bolitas y después los exámenes arrojaron que tenía invadido los músculos pectorales y se le habían atrofiado las arterias. No quedó de otra más que retirar los implantes, y no solo eso: le hicieron un “raspado”, una mutilación.

La reconstrucción de sus senos es una de sus prioridades. Con el tiempo ha ido recuperando la piel en algunos procesos quirúrgicos, y una vez intentó ponerse otros implantes, pero sufrió un paro cardiorrespiratorio durante la operación.

—Era algo que tanto quería, y al quedarme sin ellos, me sentía fatal. Las personas a veces no entienden y no te acompañan. Por eso he tenido procesos depresivos, de altibajos, como todos— dice Mística.

*** 

Son casi las 12 de la medianoche de un sábado de abril. La madrugada aún es joven en el bar El Calache, de Managua. Unos focos multicolores golpean el zinc que sirve de pared. El resto del lugar se oscurece, y desde atrás, solo se ven las sombras del público, como en el cine, pero con olor a cigarros. De una pequeña puerta sale Mística, con sus 1.75 metros de estatura, montada en unas sandalias de plataforma, que le dan una apariencia imponente, que acapara todo el escenario.

Mística hace espectáculos desde los nueve años de edad. Se hacía llamar Estrellita en un circo de barrio. Hacía contorsiones, malabares y por supuesto, bailes. Su favorito era la Sopa de Caracol con el Hula Hula que movía la cintura. Era tan flexible que le decían “la niña sin hueso”.

—Era el boom del circo, la gente se emocionaba al verme—dice Mística. —Pero un día llegó el circo cerca de mi casa, y mi papá se dio cuenta. Como no sabía que me vestía de mujer, me pegó una turqueada (golpiza) que ni te imaginás—dice riéndose. —Lo único que provocó fue que me saliera de la casa con más convicción—. 

De esa época recuerda que su papá le dijo que los únicos que se pintaban la cara eran los payasos. También recuerda que había un muchacho en el barrio que le mandaba cartas, mensajes, regalitos. Era alguien mayor para una niña como ella, pero se enamoró, como no podía ser de otra manera, con locura. Sin embargo, al poco tiempo se enteró de que su amor, ese primer amor, solamente era amable con ella y no tenía ningún interés en una relación.

Luego llegó la migración, el sexo, la prostitución, el estilismo, pero también el amor, el verdadero, como dice parte de la canción Ahora Tú de Malú, que empieza a sonar cuando está en el centro del escenario de El Calache: “Dicen que se sabe si un amor es verdadero/ cuando duele tanto como dientes en el alma…”

Trabajaba en Guatemala en un salón cortando cabellos, cuando lo conoció a él, a un vendedor de productos de belleza. Primero fueron amigos, luego se tomaron unos tragos, después se juntaron. 

—Él me enseñó a respetarme, a valorarme, a creer en mí —dice Mística. — Yo pensaba que iba a estar con él toda mi vida. No tenía problemas emocionales, no peleábamos, nos llevábamos bien en la parte sexual, que es importante en una pareja, era como mi mancuerna. 

Mística lo llevó a conocer a su familia en Nicaragua, pensaban adoptar a un niño, tener un hogar. También inició el proceso de cambiarse de sexo. Estuvo en consultorios de psicólogos y psiquiatras como parte del cambio. —Hice terapias para tener orgasmos psicológicos, porque en ese tiempo lo que hacían era una mutilación completa del pene...Hoy en día te pueden conectar para crear condiciones más propicias para tener relaciones sexuales, para que sea más placentero—dice Mística. 

Ella y él trabajaban en una empresa que distribuía productos de belleza. Mística era la técnica de la marca y él era vendedor. Una vez se fueron a una gira de tres días por Petén, un departamento de Guatemala, para promocionar un producto. Al regreso decidieron viajar de madrugada, desvelados. Venían en una van. 

—El conductor, y todo el equipo, se durmió, nos dormimos. Caímos en un guindo, el conductor murió—dice, mientras señala unas cicatrices en su cuello, su cara y sus brazos, y sigue contando lo que pasó: —un vidrio me cortó y me picó la vena torácica. Me operaron. Siete puntos por dentro y 20 puntos por fuera. La mandíbula se me desencajó y me pusieron alambres en la boca. Pero lo más traumático no fue eso. Lo más traumático fue que también se murió mi pareja, fue terrible. 

Fue una relación que duró 15 años, hasta la muerte. Y como es de imaginarse, la depresión fue durísima de superar. Años después, establecida en Managua, se enamoró otra vez. Fueron otros 10 años de convivencia con él, hasta que un día, ya sospechando que andaba con la mente en otro lado, decidió descubrir el patrón de bloqueo del celular. —En internet miré que si le acercas la boca a la pantalla, como cuando te querés sentir el aliento, ahí se puede ver el patrón. Entonces entré a sus mensajes y ahí miré que se estaba citando con una mujer —dice Mística, quien después llegó al lugar donde su pareja se encontró con la mujer. —Cuando descubrí esa infidelidad lo dejé para siempre, y desde ese día no tengo más parejas, me preocupan más otras cosas.

***

Después de 15 años fuera de Nicaragua, en un periplo que incluyó dos años en España, donde trabajó de todo —cortando frutas, de camarera y cuidando ancianos—, regresó a su patria. Ya había intentado establecerse en esos años en su país. Hacía solicitudes de préstamos para montar un salón de belleza, pero dice que siempre le negaban el dinero. Le decían que las trans siempre tienen malos records crediticios, malas experiencias con ellas. 

Por sus estudios en psicología trabajó como asistente de un psiquiatra en el Centro de Investigaciones y Estudios de Salud de la UNAN Managua, por medio de un programa del Fondo Mundial. No fue contratada. Ese ha sido uno de los tantos proyectos en los que ha participado orientando estudiantes, dando charlas, contando su vida. Todavía lo hace esporádicamente en la sala de pacientes con VIH del hospital Manolo Morales. Pero como nunca consiguió un trabajo fijo, con un dinero que había ahorrado en Guatemala puso el negocio Mística Salón. Al inicio fue duro, como suele pasar. Rentó varios locales, le costaba pagar los recibos de luz eléctrica. Pero con el tiempo se fue haciendo de una clientela, hasta que se estableció en su casa, en el barrio Omar Torrijos. 

La casa es de dos pisos. Abajo está Mística Salon; arriba y a los costados están los cuartos donde duerme ella y su hermana con sus hijos. El salón es amplio y con un espejo largo en el centro. Todo está pintado de rosado. De las paredes cuelgan algunas fotos de ella, en una aparece un poco más joven; en otra sale recibiendo un reconocimiento de la comunidad trans y hay una más junto a su mamá.

Encima de una repisa coloca un Buda, porque Mística cree en el budismo como una filosofía, no como una religión. Todos los días, cuando se levanta, medita y hace ejercicios de yoga. Detrás del Buda hay una pecera, y a la par está un reconocimiento que le entregó un grupo de transformistas llamado Royal Queens, que organiza varios certámenes de la diversidad sexual en Nicaragua.

Mística vive o sobrevive, como dice ella misma, de lo que gana en su salón de belleza. Pero en ocasiones acompaña a sus amigas, las Royal Queens. Ya lo hace por diversión, por pasatiempo. El día que se presenta en el bar El Calache, Ximena Esquivel, líder de este grupo de transformistas, se encarga de toda su producción: maquillaje, vestuario, música, presentación. 

Las Royal Queens llegan pasadas las ocho de la noche a El Calache. Entran a un camerino pequeño, que de no ser porque les prestan un ventilador con unas aspas grandes cualquiera se puede derretir. Pareciera un garaje de paredes pálidas y cielorraso, con dos espejos rosados con bujías incrustadas en los marcos. Para ahogar los nervios, piden una botella de ron y una jarra de té frío. Se maquillan, se visten, ensayan. Dicen que lo quieren dar todo.

 —En el escenario me olvido de todos mis problemas, de todas mis deudas. En ese momento es mi personaje el que se apodera de mí —dice Ximena Esquivel, de 25 años de edad, mientras se sube unas mallas y avienta la cola de la falda. —Es como mi deporte, como lo debe sentir un jugador de fútbol cuando entra a una cancha. Transformarme también es mi forma de protestar pacíficamente contra el rechazo y los señalamientos, haciendo lo que me gusta, lo que me hace feliz.

En un espejo del fondo, Oksana Natour estira las piernas para calentar, ya se acerca la hora del espectáculo. —Muchas trans ahora son profesionales: abogadas, licenciadas, arquitectas, estilistas, se han ganado sus nombres. Varias de ellas pertenecen a este grupo de transformistas. Porque aquí, más allá del arte que hacemos, a algunas nos sirve de terapia para los momentos difíciles por los que pasamos — dice Oksana, de 21 años de edad, quien con la mirada se comunica con Ximena, su pareja.—Antes de que Kelvin Gutiérrez (su nombre legal) conociera a Oksana, yo era un niño callado, reservado. Ahora que me siento Oksana tengo más valor y coraje para expresar mis sentimientos. Me ha salvado cuando he caído en el abismo en el que caemos todos en algún momento de nuestras vidas. 

Las más ansiosa para salir darlo todo es Sara Ponce, de 22 años.— En el escenario todo es diferente. Las canciones que interpreto las siento como propias, su letra y su música. Es un cóctel de sentimientos. Ver cómo la gente te aplaude, grita y a veces te aclama, es inigualable. Cuando bajo de un escenario y la gente se me acerca para felicitarme, me hace feliz, me llena—dice Ponce. 

Mística tiene la piel canela, la cara larga y la boca ancha. Mientras la maquillan, se toma un trago de té con ron y mira de reojo cómo sus compañeras terminan de acicalarse. Sobran las cintas para pelucas, las peguitas instantáneas, las grapas, las afeitadoras. Su traje de hoy parece de casamiento: largo y blanco, pero con encajes, transparencias y lentejuelas doradas. Está ceñido a la cintura y solo deja desnudos los hombros. Antes de salir al escenario, sus amigas le colocan un velo de novia y encima una corona. Una reina. 

Lleva en el pecho un collar con piedras turquesas. Tiene cubierto casi cualquier parte de su cuerpo. No se le ve ninguno de los tatuajes: una rosa debajo del ombligo, varias patitas de los perros que ha tenido colocados en su espalda, y un pez Koi en la pierna izquierda, una especie milenaria que siente que la define: fuerza, valor, rebeldía, que nada y nada contra la corriente. 

Una hora más tarde, cuando la canción con la que hace fonomímica va por la mitad, juguetea con algunos hombres del público. Les toca la cara, simula besarlos. Uno de ellos, desde lejos, le ofrece un trago. Ella se arrima a la mesa, agarra la copita, brinda, y se lo toma hasta al fondo, sin remordimientos.

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