Octavio Enriquez

Octavio Enríquez
9 de julio 2024

Mi pequeña biblioteca ambulante

Tengo pocos libros en el exilio, pero los disfruto mucho. En la imagen, releo el libro de Juan Gabriel Vásquez con Gabo y Hemingway como testigos. Fue un obsequio de mis amigos de Connectas. Foto del autor.

Nunca aspiré a convertir el cuarto donde descansaban mis libros en una biblioteca gigantesca. Tenía una idea más aterrizada de ese espacio en Managua. En la última etapa, antes de mi exilio, fuimos construyendo un sitio con una mezcla infantil de gustos que fuese cómoda para quien morara en casa. 

Me sentía feliz observando la réplica de un avión de El Principito colgar desde el techo junto a una pequeña guitarra color azul, mientras los libros como tal proporcionaban un gozo inigualable a medida que te acercabas a los estantes rústicos. Algunos eran de aventuras, otros de envenenadores y detectives famosos, y otros simplemente narraban cuentos reales.

De mi último viaje a Colombia traje el libro “La vida de un periodista” (Aguilar, 2000), de Ben Bradlee, el legendario director de The Washington Post. Lo encontré en ese país, luego de buscarlo durante 18 años en distintos lugares que visité en América Latina. 

Ese libro se extravió, luego que lo presté a un amigo y llegó a las manos de otro. Quiso la fortuna que, de forma inadvertida, lo recuperara comprando otro ejemplar en una librería de textos usados llamada Merlín, un lugar verdaderamente mágico en el centro de Bogotá.

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Las memorias de Bradlee son magníficas. Quedan plasmadas en ella, la sapiencia del editor para guiar a dos jóvenes periodistas en la investigación del Watergate, que terminó con la renuncia el 8 de agosto de 1974 del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. Un clásico de clásicos del periodismo que nos describe por dentro la función de los medios de fiscalizar al poder, nos muestra la valentía de los reporteros y cómo funciona el sistema cuando se trata de hacer rendir cuentas a los poderosos. 

El Quijote era también otra de mis historias inolvidables desde muy joven. Me gusta como personaje Alonso Quijano, porque lucha contra los molinos de viento, pero también Sancho Panza, el fiel escudero. Un libro inigualable que conservé con devoción y se quedó también en la capital de Nicaragua. 

Sin embargo, uno de los más queridos era uno de poesía, el que daba fuerza a mis afectos más personales. Tiene la portada color naranja y es de Rubén Darío, una selección realizada por el poeta Julio Valle del Castillo. Ese fue el primer regalo de mi madre que fomentó mi vocación por las letras, cuando yo era prácticamente un niño en busca de la adolescencia. 

El día que me lo compró, mamá Elena y yo estábamos en el mercado Oriental. Ella era comerciante, había mala venta y prefirió dejar de almorzar para reunir el dinero y que pudiera leer esos poemas. Este libro lo quiero porque me dice tanto de su amor que, sumada a la extraordinaria musicalidad de aquellos versos, me regalaron años felices.

En cierta ocasión, dije en la red social Facebook al hablar sobre un cuento que mi hija Sofía recibió como regalo de Sergio Ramírez que los libros no son solo la historia que estos cuentan. Alimentan la imaginación de los lectores con lo que dicen las páginas, pero también hay circunstancias que rodean la adquisición de los mismos que nos hace recordarlos. Por eso, los míos siempre llevan anotaciones sobre estos aspectos o relacionados a mi vida. Anécdotas y reflexiones.

En eso no soy nada original. Quien haya visitado la venta de los libros usados del mercado Roberto Huembes en Managua hallará incluso declaraciones de amor e historias de todo tipo en las páginas de las obras. Algunas son divertidas, cuando menos sorprendentes, para quienes se convierten en los nuevos propietarios.

Por ese lado y obviamente por el contenido, los libros me regalaron alegrías, pero el 24 de junio de 2021 fue triste por la separación con mi familia y también porque tuve que dejar todas mis cosas —incluida mi biblioteca— cuando debí salir de Nicaragua a causa de la represión contra el periodismo independiente. Para mí, si mi familia es sinónimo de amor, los libros lo son de amistad.

En Costa Rica, recibí muchas cosas que confirmaron esa tesis. En cierta ocasión, me llegó Reportero (Debate, 2015), que reúne perfiles de David Remnick, enviado por un amigo de México. Solo el nombre era una declaración de principios de lo que soy, me dije, apropiándome de ese sentimiento que seguro embargó al momento de titularlo al editor de la revista The New Yorker.

El grupo español PRISA me envió también el manual de Estilo de El País (Aguilar, 2021) como obsequio a la pregunta en un correo de dónde podría adquirir este instrumento de trabajo, que se me quedó en Nicaragua. Siempre es útil para pensar en el oficio y sus técnicas, pero me sorprendió cuando llegó a mis manos como un gesto de cortesía para alguien que hacía más de una década había visitado sus instalaciones en Madrid en la calle Miguel Yuste, en ocasión de la entrega del premio Ortega y Gasset en 2011. 

Mi pequeña biblioteca ambulante
Si quedabas viendo el cielo raso, te encontrabas de pronto al avión de El Principito. Me encantaba la sensación de conectarme con una de mis obras favoritas en ese espacio que habíamos construido. Foto del autor.

Hay otro espacio acogedor entre mis libros para Oscar Martínez, que escribió Los Muertos y El Periodista (Anagrama, 2021). Es una enorme reflexión sobre el oficio en un contexto de los más peligrosos para el ejercicio profesional en América Latina, pero tiene una dedicatoria que hace todo más valioso para mí. Dice: “Saldremos de este tiempo. Seguiremos”. Estoy totalmente de acuerdo.

Sin embargo, el libro que más despierta emociones en mí es uno pasta negra de 553 páginas, del novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez. Se llama La forma de las ruinas (Alfaguara, 2020). 

Antes de reencontrarme con mi familia en Costa Rica durante diciembre de 2021, estuve seis meses en Bogotá y mis amigos de CONNECTAS se reunieron en ocasión de mi despedida. Se trata de la plataforma de periodismo investigativo latinoamericano en la que colaboro desde hace años y de la que me siento orgulloso.

Me desearon lo mejor. Me entregaron al final de la reunión esta novela, tan buena por lo que cuenta como por todas estas circunstancias. El lugar de la dedicatoria fue ocupado por las notas de ellos, expresándome lo mejor. Para mí ese libro es un homenaje a la amistad y a la solidaridad.

“Octavio: Me alegra mucho haberte conocido, pero más alegra que vas a reencontrarte con los tuyos”, escribe María Camila. “Hermano:  A dónde vas, vas dejando amigos, como me dijiste”, agrega Juan David. Una a una de las 14 dedicatorias me llena siempre de emoción y vuelvo a ellas cada cierto tiempo. Me dan fuerza para seguir. 

Carlos Eduardo (Huertas) se despide con un “querido amigo, ya conoces el camino, pronto con toda la familia. Todo lo mejor en esta nueva etapa llena de todas las bendiciones”.

Mi nueva “biblioteca” es pequeña y ambulante. Encima de mis nuevos libros hay dos discos de vinilo con las fotografías estampadas de mis dos escritores preferidos: García Márquez y Hemingway. Cerquita hay un busto tallado en madera de Darío, quien significa mucho desde mi niñez y que fue elaborado por el artista Donald Castillo, un amigo de la familia en Costa Rica que tiene raíces también en nuestro país. 

El avión de El Principito se quedó en Managua, pero voló conmigo el espíritu infantil, las ganas de leer y contar historias. Supongo que la biblioteca que me imaginé construir y no llegué a concluir por la represión en Managua está en el camino de lo vivido. En el cumpleaños número tres de nuestro exilio, quiero agradecer a los libros. Son un regalo de la vida. Nos dan conocimiento, esperanza, amor y libertad como el mejor de los amigos.

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Octavio Enríquez

Freelance. Periodista nicaragüense en el exilio. Escribo sobre mi país, derechos humanos y corrupción. Me gustan las historias y las investigaciones.