Ligia Urroz
31 de marzo 2023

Migración y exilio

Exiliados políticos nicaragüenses en Costa Rica participan en una protesta en San José. Foto de Carlos Herrera | Divergentes.

A lo largo de la historia hombres y mujeres hemos migrado buscando un pedacito de mundo donde podamos establecernos y vivir en paz. Migrar es trasladarnos desde el lugar en el que habitamos a otro diferente. Las grandes olas migratorias se dan por un abanico de causas: económicas, políticas, sociales y catástrofes naturales. Se huye del horror. Hay migraciones por voluntad propia y otras obligatorias. El exilio también es una separación de una persona de la tierra en la que vive, una expatriación, generalmente por motivos políticos. En la mayoría de los casos el exilio no se decide: o lo tomamos o morimos. Y es que ambos términos —migración y exilio— llevan intrínsecamente la nostalgia que nos barre el cuerpo como una marea: a veces nos toma tranquilos y otras nos arrasa dejándonos huérfanos de tierra más no de patria porque esa la llevamos a todas partes, así como los volcanes. 

Decía Claudio Guillén —escritor y académico español, quien migró hacia los Estados Unidos en plena guerra mundial— que existen dos tipos de destierro: “el colectivo, obligatorio y político, y el metafórico”. Y es que el destierro —pena que consiste en expulsar a alguien de un lugar o de un territorio determinado, para que temporal o perpetuamente resida fuera de él (RAE)— es otra palabra que se dice arrastrando la erre, como metáfora de aquello que arañamos y no quisiéramos soltar. Hay personas que no necesitan cambiar de lugar físico para exiliarse; lo hacen dentro de sí mismos por medio de su obra (literaria, musical, pictórica, por poner algunos ejemplos) o a través de su salud mental, otro exilio forzado. Tanto la migración como el exilio a veces son perpetuos, volvemos años después a esos lugares que nos vieron nacer y tal vez ya no nos reconozcan, nos miran distinto, hablamos distinto, pensamos de otra manera y tenemos dos alternativas: exiliarnos para siempre o hallarnos en los lugares donde vamos, pertenecer a diferentes humanidades, esferas y ambientes.  

El mismo Guillén escribe que “darse cuenta de que el exilio personal es diferente del colectivo es positivo, primero porque se reconoce la pluralidad de la persona; y segundo porque permite a ese yo plural pertenecer a distintas colectividades”. Y habla de la universalidad que ganamos al exiliarnos, lo cual en medio de los cambios y las nostalgias es una cuestión provechosa. La experiencia del exilio y del desarraigo es una maestra de vida; nos encontramos ante una lengua extraña, una cultura diferente, se nos arrancan de tajo nuestras referencias comunes. Superar esos desafíos es complejo, pero a la vez nos hace diestros para ver más allá de nuestras fronteras. Conocer otras lenguas es también aprender otros conceptos que a veces no existen en nuestros mundos y a pesar de los años transcurridos experimentamos el gozo de las primeras veces. 

La migración y el exilio son experiencias que sacuden nuestros fundamentos. El que llega tiene dos opciones: vivir en comunidades donde se replique la cultura de su país de origen (mismo idioma, usos y costumbres) o adaptarse al nuevo lugar. Lo último es más difícil ya que en la mayoría de los casos no habrá una integración plena y aquí de nuevo hay dos opciones: sentirte herido, ridículo o tomarlo con humor y sabiduría. Recuerdo mi propio exilio en México y a pesar de hablar el mismo idioma que en Nicaragua existe un vocabulario la mar de diferente —se dice igual, pero significa otra cosa—. Las opciones eran claras: sonrojarme y reír con mis caseros de mi patria adoptiva o sentirme herido y encerrarme en un mundo perdido. Las cosas se complican cuando van más allá del lenguaje y tocan ideas o conceptos establecidos: las costumbres, la política, la libertad, el trato a las mujeres, por nombrar algunos. 

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Los que habitamos la Tierra somos sus ciudadanos independientemente del lugar en el que se nos dio la primera nalgada al salir del útero materno (que es otra tierra, otra patria). ¿Por qué no nos reconocemos así? Las diferencias lejos de matarnos nos deberían enriquecer cuando las miramos desde la empatía, cuando efectivamente somos un oído que escucha y unos ojos que prestan atención. En la diversidad nos enriquecemos y salimos del tedio de los días: si todos pensáramos y fuésemos iguales viviríamos en un mundo perversamente distópico y aburrido. 

Escribo estas reflexiones como tributo a mis hermanos nicaragüenses exiliados forzosa e injustamente por buscar un país libre, donde valga el Estado de Derecho y se cumplan las garantías individuales de sus ciudadanos. Por alzar la voz no por unos cuantos sino por todos los nicaragüenses que quieran expresar sus ideas en libertad sin ser encarcelados o expatriados por tales motivos. También escribo estas líneas por aquellos hombres y mujeres que migran al encuentro de mejores circunstancias de vida y, sobre todo, por aquellos que cruelmente fueron asesinados en una jaula de fuego en Juárez, México.  

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Según un estudio del investigador Manuel Orozco entre 2018 y 2022 han salido de Nicaragua 604,485 nicaragüenses (de una población total al 2018 de 6.5 millones de habitantes). La diáspora mexicana es una de las mayores del mundo y sólo en el 2019 emigraron 11.8 millones de personas. Según El País, en el 2022 se dio el mayor número de detenciones a migrantes que transitaban por México en una situación “irregular” arrestando así a 444,439 personas.

ESCRIBE

Ligia Urroz

Licenciada en economía por el ITAM, Master of Science in Industrial Relations and Personnel Management por la London School of Economics and Political Science, Máster en literatura en la era digital por la Universitat de Barcelona, Máster en literatura por la Universidad Anáhuac, Especialización en literatura comparada por la Universitat de Barcelona, Posgrado en lectura, edición y didáctica de la literatura y TIC por la Universitat de Barcelona.