Complices Divergentes
Complices Divergentes

Félix Maradiaga
14 de junio 2025

Muerte en el exilio, vida en la República


La muerte de doña Violeta Barrios de Chamorro, esta madrugada en el exilio, no es solo un hecho triste y personal. Es también un acontecimiento profundamente político, histórico y simbólico. La presidenta que derrotó en las urnas al autoritarismo y condujo a Nicaragua de la guerra a la paz, ha partido lejos de su tierra, acompañando —aún en la muerte— al pueblo que hoy continúa exiliado, reprimido y privado de sus derechos más elementales.

El hecho de que una exjefa de Estado —la única que encarnó un proyecto democrático de reconciliación después de la guerra civil— muera fuera del país que sirvió con humildad, es una dolorosa evidencia de la fragilidad de aquella transición iniciada en 1990. Pero más allá de lo simbólico, su vida y su forma de ejercer el poder nos obligan a mirar con nuevos ojos las tareas aún pendientes en la reconstrucción de la República.

Tuve el privilegio de conocer a doña Violeta personalmente. En el año 2005, preparé una monografía académica sobre el papel de la personalidad en la administración pública, un enfoque poco explorado en la ciencia política, donde la atención suele centrarse en partidos, instituciones o estructuras. En ese estudio —para el cual también entrevisté a su entonces ministro de la Presidencia, Antonio Lacayo—, busqué entender cómo su carácter personal contribuyó a decisiones políticas de enorme impacto.

El hallazgo fue tan revelador como inspirador: el desarme de miles de combatientes, la reducción radical del Ejército y la búsqueda sincera de la reconciliación nacional no fueron únicamente fruto de una política pública o de la presión internacional. Fueron también el resultado directo de su liderazgo moral, de su estilo de madre y ciudadana, de una voluntad ética que, como me narraron varios de sus colaboradores más cercanos, la llevó a insistir en que el desarme fuera más profundo de lo que recomendaban algunos asesores. Quería que las armas se entregaran, sí, pero también que los odios se dejaran atrás.

Doña Violeta no gobernó desde la imposición, sino desde la legitimidad que le daba su autoridad moral. No hizo de su cargo una plataforma de vanidad ni de venganza, sino un espacio para sanar un país quebrado. Al terminar su mandato, regresó a su casa en el barrio Las Palmas de Managua. No a una residencia lujosa ni a un retiro privilegiado, sino al hogar de siempre, con las manos limpias y la frente en alto. A excepción del expresidente Enrique Bolaños, ningún otro de sus sucesores siguió ese ejemplo. Ni Arnoldo Alemán ni Daniel Ortega resistieron la tentación de corromper la institucionalidad ni de perpetuarse en el poder. Ambos terminaron desmontando, con sus propios estilos y pactos, la transición que doña Violeta había tratado de consolidar.

Como joven universitario, y como parte de la comunidad de nicaragüenses confiscados —una experiencia que marcó mi primer paso en la vida política— fui crítico de algunos aspectos de su gobierno, en particular del manejo de los procesos de restitución de propiedades. Sin embargo, jamás me sentí excluido ni desoído. Doña Violeta y su equipo recibían a las asociaciones de confiscados con respeto y apertura. Aunque no siempre salíamos con una solución inmediata, salíamos con la certeza de que habíamos sido escuchados. Esa disposición al diálogo, incluso con sus críticos, es parte del legado que la distingue como una de las presidentas más dignas no solo de Nicaragua, sino de América Latina.

La historia suele recordar a los gobernantes por sus conquistas, por sus discursos o por sus reformas. Pero algunos pocos —muy pocos— son recordados por su decencia, por haber ejercido el poder sin aferrarse a él, por haber hecho de la humildad una forma de liderazgo. Ese es el caso de doña Violeta. Una mujer de oración, de temple y de fe, que entendió que servir al país no es dominarlo, sino ofrecerse con amor a su gente.

Hoy sus restos no reposarán aún en suelo nicaragüense. Pero su vida sigue latiendo en el corazón de quienes creemos que la República aún es posible. Su silencio fue una forma de sabiduría, su retorno al hogar una lección de integridad, y su memoria será una guía para quienes creemos que la decencia no es debilidad, sino el principio más fuerte de la democracia.

Doña Violeta vive en el alma de un pueblo que no olvida.

ESCRIBE

Félix Maradiaga

Presidente de la Fundación para la Libertad de Nicaragua. Es académico, emprendedor social y defensor de derechos humanos nicaragüense. En el año 2021 fue candidato presidencial en las primarias de la oposición por parte de la Unidad Nacional Azul y Blanco. Por ser una de las voces más críticas contra el régimen de Ortega, fue arbitrariamente encarcelado por más de veinte meses.