POR WILFREDO MIRANDA ABURTO
Y CARLOS HERRERA
En definición, un vacío no contiene nada. Pero los vacíos que dejó la represión policial y paramilitar, desatada por el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo a partir de abril de 2018, sí contienen algo: rabia, impotencia, dolor y una resignación que los familiares de las víctimas fatales no logran conseguir en la medida que persiste la impunidad en Nicaragua.
Son vacíos complejos porque albergan una amalgama de sentimientos potentes que se niegan a estar menos vivos en las casas que las víctimas habitaron. Perviven en sus pertenencias, en sus muebles, en esas pequeñas cosas que, como canta Serrat, dejó un tiempo de rosas: En un rincón, en un papel o en un cajón.
Evocaciones constantes cruzadas por la tragedia: para Susana López cuando ve el sofá vacío en el que Gerald Vásquez dormía. Ardor para Candelaria Díaz al ver la silla vacía en la que regañaba a Carlos Manuel Díaz. Y un inventario tan pesado que Erick Antonio Jiménez López le dejó repentinamente como herencia a su hijo.
Estas son algunas de las historias y dificultades emocionales con las que lidian los familiares de las víctimas de los crímenes de lesa humanidad en Nicaragua.
El sofá en el que Gerald Vásquez dormía en Managua cuando asistía a la universidad. El joven fue asesinado por paramilitares el 13 de junio en la iglesia Divina Misericordia. El sillón enano, con la esponja apachurrada y la madera magullada, está arrinconado en el pequeño porche. Pareciera que el mueble, marcado por el desgaste, está confinado al desuso. En realidad son pocos los que se sientan en el sillón desde que Gerald Vázquez fue asesinado. El mueble evoca a Gerald, el “chino”, un joven estudiante y bailarín de folclore que, pese a tener cama en la casa de su abuela, prefería tumbarse en el sofá hasta quedarse dormido por las noches.
Susana López, madre de Gerald Vásquez, muestra el sitio exacto donde el joven estudiante de ingeniería civil planeaba construir su cuarto. Gerald sacó un técnico superior en construcción, luego de que junto a su madre y hermanas construyeron con sus propias manos una humilde casa en la comunidad ‘La Ceibita’, en Tisma, Masaya. La familia logró erigir la vivienda gracias a un proyecto de unos gringos, quienes les regalaron los materiales de construcción bajo la condición que las familias la levantaran.
Una combustión de tristeza, rabia y dolor arde en el rostro de Susana López cuando menciona “su casa”. Desde que mataron a Gerald no ha vuelto a ella, porque asegura que “los paramilitares” de ‘La Ceibita’ la acosan. La mujer decidió clausurar el pequeño inmueble y trasladarse a Managua. En esa vivienda quedaron bajo candado las aspiraciones de superación de esta familia de clase trabajadora.
El acceso principal fue sellado para dar “un mensaje claro a los paramilitares”: Susana López ya no vive en ‘La Ceibita’. Cuando la mujer ingresa al terreno, se postra ante la puerta, mira a su alrededor, y un tenue quejido brota de su garganta hasta convertirse en llanto. “Es duro tener casa y no poder estar en ella por el acoso ordenado por este régimen”, recrimina la mujer. Añora su vida antes de abril de 2018.
Leer historia completaCandelaria Díaz regañaba a su hijo Carlos Manuel Díaz en esa silla de hierro soldado, situada en la cocina de su casa en el barrio Monimbó en Masaya. Carlos Manuel, un joven de 28 años, fue asesinado por paramilitares del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo la noche del 30 de mayo de 2018 cerca de la estación policial de Masaya. Ese día, el día de las madres, no sólo hubo masacre en Managua.
Candelaria Díaz muestra el retrato de su hijo, Carlos Manuel Díaz, un operario de zona franca que dejó dos hijos en orfandad. La madre sabía que su hijo estaba involucrado en las protestas contra el Gobierno, pero no entendía hasta qué punto. A principios de abril, en la misma “silla de los regaños”, Candelaria le advirtió que recordara lo que sucedió con su tío, Miguel Vásquez, en 1978. La Guardia Somocista lo asesinó cuando era guerrillero sandinista, y la memoria del tío quedó “sin pena ni gloria”. “Yo le dije que el dolor siempre nos queda a los familiares. Y cuando todo pasa, muy poco nombran a las víctimas. Solo es sangre derramada”, asegura Candelaria.
La “silla de los regaños” estaba en la cocina porque era un lugar especial: A Carlos Manuel le gustaba cocinar. El joven aprendió porque Candelaria ha sido madre soltera, y mientras ella trabajaba como empleada doméstica, él debía cocinar para su hermana menor. “Hacía una sopa de frijoles que es la hora y todavía no puedo hacerla”, rememora. El espacio donde Candelaria “siente que más falta le hace su hijo” es la cocina. Ese vacío calentado por el rescoldo del fogón que ahúma esa olla llena de hollín.
Candelaria atesora recuerdos y pertenencias de su hijo: una camisa que él usó en el baby shower de uno de sus hijos, la cama con el costillar de madera expuesto a falta de colchón, las dos gorras de los Yankees y los Medias Rojas de Boston tendidas juntas en el alambre, luidas de tanto sol que les ha caído desde hace 24 meses tras el asesinato... o esa tijera que Carlos Manuel sacaba al patio para recostarse y “coger fresco” cuando llegaba del turno en la zona franca.
Leer historia completaEl niño se hunde en la cama cuando extraña a su padre, Erick Antonio Jiménez López, conocido como “Bambi”, quien fue asesinado el 17 de julio de 2018 durante la “Operación Limpieza”, perpetrada en conjunto por paramilitares y policías del Gobierno en Masaya. “Bambi” logró construir en el solar de la familia una casa para él y su pequeño. Decir una casa es mucho. En realidad es un cajón sin divisiones con un camastro de madera que es lo que más sobresale en la estancia.
Los familiares del hijo de “Bambi” han decidido conservar todo en la casa tal como lo dejó la víctima, hasta que su hijo crezca y puede decidir por él mismo qué hacer con todo ello. Por ahora, la vivienda quedó detenida en julio de 2018, sin uso, con el gavetero con calcomanías de Mickey Mouse, el Pato Donald y el Fútbol Club Barcelona en el mismo sitio. La mantenedora desenchufada, el sofá de madera recién barnizado cubierto por una sábana, las bicicletas tumbadas a un lado, la silla mecedora, los once peluches colgados en un mecate, y la caja de ropa de “Bambi” en el piso.
Los once peluches colgados en el mecate son del niño. “Bambi”, su padre, se los fue comprando a medida que iba creciendo. Pero el niño de ocho años poco juega ya con los peluches. El pequeño se ha obsesionado con ser periodista por una sola razón: “para denunciar a los que asesinaron a mi papá”, responde.
En la casa de Nelly López, hermana de “Bambi”, hay un mural dedicado a la familia que cada año era actualizado. Desde el asesinato, el mural no ha sido reemplazado. También quedó detenido en 2018. “Es duro porque la familia quedó incompleta... pero le voy a decir algo, este niño –dice Nelly apuntando al hijo de “Bambi”– es quien nos ha sostenido. Él ha tenido una fortaleza increíble, que ha impedido que nos quebremos. Criar a alguien del linaje de mi hermano es lo que llena nuestro vacío”.
Leer historia completaEl sofá enano, con la esponja apachurrada y la madera magullada, está arrinconado en el pequeño porche. Sobre él se apoya una bicicleta infantil rosada con princesitas estampadas. Pareciera que el mueble, marcado por el desgaste, está confinado al desuso. En realidad, son pocos los que se sientan en el sillón desde que Gerald Vázquez fue asesinado el 13 de julio de 2018 por una horda paramilitar, que acribilló durante 13 horas la iglesia Divina Misericordia como parte de la “Operación Limpieza”, una serie de ataques mortíferos ordenados por el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo para desarticular la rebelión ciudadana.
El mueble evoca a Gerald, el “chino”, un joven estudiante y bailarín de folclore que, pese a tener cama en la casa de su abuela, prefería tumbarse en el sofá, con sus audífonos a tope de volumen, hasta quedarse dormido por las noches. Susana López ve a diario el sofá. Por más que trate de evitarlo, siempre recuerda a su hijo tendido y absorto en la música. La madre ha logrado con ayuda psiquiátrica sobrellevar los vacíos que Gerald dejó desde hace dos años, cuando el disparo paramilitar, certero y letal, dinamitó la cabeza del joven.
El sofá es uno de los tantos altos y bajos emocionales con los que Susana lidia, y de hecho se ha convertido en el más llevadero. Tras el crimen de Gerald, ella vive en casa de su suegra en Managua, la misma donde el joven de 20 años pasaba la semana mientras asistía a la universidad. En esta casa, donde está el sofá, los vacíos que dejó su hijo son pocos en comparación a los que habitan en la comunidad de ‘La Ceibita’, en el municipio de Tisma, donde se localiza la vivienda que ella y su familia —sobre todo Gerald, quien era técnico superior en construcción— levantaron con sus propias manos.
Una combustión de tristeza, rabia y dolor arde en el rostro de Susana López cuando menciona “su casa”. Desde que mataron a Gerald no ha vuelto a ella, porque asegura que “los paramilitares” de ‘La Ceibita’ la acosan. La mujer decidió clausurar el pequeño inmueble y trasladarse a Managua. En esa vivienda quedaron bajo candado las aspiraciones de superación de esta familia de clase trabajadora. También sus recuerdos, como el de aquel día cuando un proyecto impulsado por unos gringos les donó a las familias de ‘La Ceibita’ materiales de construcción, bajo la única condición que ellos mismos construyeran sus casas.
Susana López aceptó el trato y Gerald, en ese entonces adolescente, comenzó a zanjear, a revolver la mezcla de cemento, a pegar bloques… a construir. “Esta casa él la levantó con sus propias manos”, dice Susana con orgullo. Por eso el joven sacó un técnico superior en construcción y convalidó clases para estudiar la carrera de Ingeniería Civil, para en un futuro poder ampliar, con mayores conocimientos técnicos, la modesta edificación.
La casa está cimentada en un terreno que Susana heredó de su abuela materna. Es una zona agreste. Fresca debido a la sombra de árboles de mango que tapizan el suelo húmedo con las hojas secas que se desprenden desde lo alto de las copas. Pensativa, la madre remueve con sus pies la hojarasca. “Después que te asesinan a un hijo y te vas de tu casa, todo se seca… todo se está secando”, piensa en voz alta Susana. Un hondo silencio se instala tras su frase. El ladrido del perro escuálido, que cuida el domicilio abandonado, devuelve los sonidos del viento removiendo las hojas.
No todas las paredes de la casa lograron ser repelladas por la familia, y todavía pueden verse las costuras que unen los bloques de cantera. Para poder ingresar al terreno saltamos una alambrada, porque el acceso principal fue clausurado para dar “un mensaje claro a los paramilitares”: Susana López ya no vive en ‘La Ceibita’. Cuando la mujer ingresa a la propiedad, se postra ante la puerta, mira a su alrededor, y un tenue quejido brota de su garganta hasta convertirse en llanto. Susana se mueve hacia el lado derecho de la vivienda. Camina hasta el fondo del solar y señala el punto exacto.
“Aquí —dice pisando con fuerza la tierra— Gerald pensaba construir su cuarto para darle privacidad a sus hermanas y a mí. De vez en cuando viene mi papá a limpiar, a quitar las hojas, aunque ahora de poco sirve, porque mi hijo ya no podrá construir el cuarto que tanto quería… siento un vacío en mi corazón, pero también rencor, porque es duro tener casa y no poder estar en ella por el acoso ordenado por este régimen”, recrimina Susana.
La visita es breve porque ella ni siquiera tiene llaves del candado de la puerta principal de la vivienda. Dentro de la casa, las pertenencias de Gerald siguen en el mismo lugar en el que él las dejó. Es un proceso para el que Susana todavía no está preparada. Debe regresar a Managua a lidiar y aprender a vivir por completo con el sofá enano, con la esponja apachurrada y la madera magullada, que está arrinconado en el pequeño porche de la casa ajena en la que se ha exiliado. “Es difícil resignarse cuando no hay justicia”, expresa la madre al salir de ‘La Ceibita’.
La “silla de los regaños” es raquítica. Delgadas varillas de hierro soldadas conforman el rústico asiento de amplios apoyabrazos, en los que Carlos Manuel Díaz ponía las suyos —muy fibrosos por el trabajo operario en la zona franca— para escuchar a su madre, cuando ella le llamaba la atención o lo corregía. El último regaño que Candelaria Díaz le dio a su hijo de 28 años fue por cuestiones personales, y ocurrió seis meses antes de que fuera asesinado por paramilitares del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la noche del 30 de mayo de 2018 en la ciudad de Masaya.
Carlos Manuel decidió mudarse a la casa de una nueva pareja sentimental. Entonces Candelaria, madre soltera que ejercía total autoridad sobre él, lo sentó en la silla en la que lo aconsejaba desde joven. Le dijo que estaba alegre que tuviera una nueva relación, pero que fuera juicioso. La plática finalizó casi como siempre: ambos compartieron comida.
Lo de la comida era propiciado porque la “silla de los regaños” está ubicada en la cocina de la casa, un área olorosa y de piso de tierra, que divide la sala del patio. Y porque Carlos Manuel, al ser mayor que su hermana, le tocaba cocinar mientras su madre trabajaba como empleada doméstica. La cocina como punto de equilibrio de una familia monoparental. Él hacía una sopa de frijoles que su madre envidiaba.
Aunque Carlos Manuel se mudó a la casa de su nueva pareja, siempre llegaba a hablar, a cocinar y comer con Candelaria. La noche del 30 de mayo de 2018, tras la sangrienta masacre registrada en Managua en la “Marcha de las Madres”, Carlos Manuel decidió caminar desde la casa de su novia hasta donde su mamá, en el barrio Monimbó, para felicitarla por la efeméride de las madres. Pero en el camino, cerca de la estación policial de esa ciudad, él se quedó apoyando a los amigos del barrio que se enfrentaban a unos paramilitares. Ese día también hubo brutalidad en Masaya. Una bala que provino desde “una antena ubicada en la policía”, según Candelaria, impactó en el tórax del joven.
Candelaria sabía que su hijo estaba involucrado en las protestas contra el Gobierno, pero no entendía hasta qué punto. A principios de abril, en la misma “silla de los regaños”, Candelaria le advirtió a Carlos Manuel que recordara lo que sucedió con su tío, Miguel Vásquez, en 1978. La Guardia Somocista lo asesinó cuando era guerrillero sandinista, y la memoria del hombre quedó “sin pena ni gloria”.
“Yo le dije que el dolor siempre nos queda a nosotros, los familiares; otros son los que se lucran. Y cuando todo pasa, muy poco nombran a las víctimas y a sus familiares que piden justicia”, asegura Candelaria. Es una mujer práctica. Ella dice haber tenido “una mala relación” con el padre de sus hijos, y la necesidad de criar sola a sus hijos endureció su tesón. Pero esta madre no estaba preparada para la llamada que recibió la noche del 30 de mayo, cuando la convocaron a la Placita de Monimbó a recoger a su hijo malherido. Pensó que era una herida en el brazo, en la pierna… pero no imaginó que fuera un proyectil tan potente. La bala desfondó el lado izquierdo del pecho de Carlos Manuel.
Lo llevó al hospital, pero los signos vitales eran nulos. Lo que le había advertido en la “silla de los regaños” se tornó realidad: “La sangre derramada”. Carlos Manuel dejó dos niños huérfanos. “Trato de vivir de los buenos recuerdos que él dejó; hay que agarrarse de algo”, dice Candelaria.
Esos recuerdos están impregnados en las pertenencias de Carlos Manuel que su madre atesora: una camisa que él usó en el baby shower de uno de sus hijos, la cama con el costillar de madera expuesto a falta de colchón, las dos gorras de los Yankees y los Medias Rojas de Boston tendidas juntas en el alambre, luidas de tanto sol que les ha caído desde hace 24 meses tras el asesinato... o ese catre que Carlos Manuel sacaba al patio para recostarse y “coger fresco” cuando llegaba del turno en la zona franca.
Pero el espacio donde Candelaria “siente que más falta hace su hijo” es la cocina. Ese vacío calentado por el rescoldo del fogón que ahúma esa olla llena de hollín, en la que Carlos Manuel cocinaba esa sopa de frijol tan buena, y que ella no ha podido conseguir. Y, sobre todo, está la “silla de los regaños” ... vacía.
Las pertenencias bajo ese techo se convirtieron de golpe en la herencia del niño el 17 de julio de 2018. Todo fue repentino. El disparo ejecutado por un paramilitar abatió a Erick Antonio Jiménez López. Él era conocido como “Bambi” en el barrio indígena de Monimbó, en Masaya, la ciudad que ese día fue reventada por la “Operación Limpieza”. El hombre de 34 años falleció casi al instante detrás de la barricada, cerca de su vivienda. Apenas hubo tiempo para arrastrarlo bajo la balacera. Fue amortajado y luego enterrado en ese ambiente saturado de encapuchados con fusiles, quienes proclamaron que recuperaron la paz en nombre del comandante Daniel Ortega.
El hijo de Jiménez López (6 años en 2018) presenció todo. No lloró. Asumió el asesinato con una serenidad que impresionó a su tía Nelly López García. Ella quedó asombrada porque el niño era criado por “Bambi”, un operario de zona franca y padre soltero. Padre e hijo eran muy unidos. “Bambi” logró construir en el solar de la familia una casa para él y su pequeño. Decir una casa es mucho. En realidad, es un cajón sin divisiones con un camastro de madera que sobresale en la estancia, y en el que el niño se hunde cuando extraña a papá.
Nadie de la familia ha tocado nada bajo ese techo desde el asesinato. Las pertenencias de “Bambi” son ahora la herencia repentina tanto como pesada para su hijo. La tía Nelly, convertida en una albacea de facto, decidió esperar a que el niño crezca para que él mismo decida qué hacer con las pertenencias. Por ahora, la vivienda quedó detenida en julio de 2018, sin uso, con el gavetero con calcomanías de Mickey Mouse, el Pato Donald y el Fútbol Club Barcelona en el mismo sitio. La congeladora desenchufada, el sofá de madera recién barnizado cubierto por una sábana, las bicicletas — pequeña y grande— tumbadas a un lado, la silla mecedora, los once peluches colgados en un mecate, y la caja de ropa de “Bambi” en el piso. Dentro de la caja, está la pelota de hule con la que el padre jugaba handball en la cuadra, y cuando ganaba un juego también ganaba la apuesta que le daba dinero extra para comprarle algo al niño los domingos por la tarde.
Al niño lo movieron a la casa de su tía, ubicada en el mismo terreno. En Monimbó, los patios son amplios y las familias construyen sus piezas de manera independiente, dando lugar a pequeñas villas familiares. En la casa de Nelly, que es la edificación central en el humilde complejo, hay un mural dedicado a la familia que cada año era actualizado. Desde el asesinato, el mural no ha sido reemplazado. También quedó detenido en 2018. “Es duro porque la familia quedó incompleta... pero le voy a decir algo, este niño —dice Nelly apuntando al hijo de “Bambi” — es quien nos ha sostenido. Él ha tenido una fortaleza increíble que ha impedido que nos quebremos. Criar a alguien del linaje de mi hermano es lo que llena nuestro vacío”.
El pequeño está atento a la plática de su tía Nelly. La ve llorar y le pone su manita en el hombro como gesto de consuelo. Cuando nos lleva a la vivienda que compartía con su padre, el niño se sienta en el filo de la cama y señala la caja en el piso que contiene la ropa de “Bambi”. Es risueño y avispado.
— ¿Qué querés ser cuando seas grande? —le preguntamos.
—Periodista —responde a secas.
—¿¡Periodista!? ¿Y por qué?
—Para denunciar a los que asesinaron a mi papá —dice rotundo el pequeño. Una respuesta que remueve a su tía Nelly y a quienes preguntamos.