“Ahora uno tiene miedo no solo de la delincuencia y de las pandillas, sino también de las autoridades”. Familiar de persona detenida durante el régimen de excepción.
La Asamblea Legislativa aprobó la trigésima prórroga del estado de excepción en El Salvador el pasado 4 de septiembre. Ese mismo día la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hizo público su informe El Salvador. Estado de excepción y derechos humanos, en el cual urge al Estado salvadoreño a suspenderlo, pero sobre todo por la existencia de presuntos patrones de detenciones arbitrarias e ilegales, faltas al debido proceso y garantías judiciales, así como por la grave situación de hacinamiento e insalubridad de las personas privadas de libertad. El Salvador ha logrado reducir la criminalidad, pero no ha logrado la seguridad. Mientras en el país no se reconozcan a todas las víctimas, incluyendo las del Estado, lo único que construiremos es un país donde se viva con miedo de ser señalado como enemigo.
La que se ha presentado como la más exitosa política de seguridad en el país ha implicado la detención de 81,945 personas, resultando en más de 107 mil personas privadas de libertad en el sistema penitenciario. Al presidente le gusta presumir cómo El Salvador dejó de ser el país con más homicidios en el mundo, y parece gratificarse del hecho de que eso ha significado convertirnos en el país con la tasa de encarcelamiento más alta en el mundo.
El presidente y su partido insisten en que las personas detenidas son las responsables de la violencia sufrida durante las últimas décadas, y que solo debido a la voluntad política de su gobierno para combatir a las pandillas ahora los homicidios y la violencia ya no son el principal problema de la población. Si bien la CIDH, las organizaciones sociales y el periodismo –esos que el mismo gobierno ataca y busca desacreditar– reconocen la disminución de la violencia homicida y delitos vinculados al accionar de las pandillas, también han evidenciado que estos mismos sectores sociales no han estado dispuestos a ceder sus derechos para lograr una supuesta seguridad, una seguridad que sienta sus bases en injusticias, abusos de poder y temor.
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La política del presidente Bukele se basa en lo que se han basado la mayoría de las propuestas de los gobiernos anteriores: enfocarse exclusivamente en las pandillas, tener un discurso de guerra hacia las mismas, negociar en privado con ellas una reducción de homicidios, adjudicarse esa disminución, llevar a cabo miles de detenciones, saturar las cárceles y usarlas como herramienta de terror. La diferencia principal entre esta supuesta voluntad política que antes no se tuvo es nada más una: el Ejecutivo ha logrado controlar cada una de las instituciones del Estado, haciendo que la Policía capture sin investigación previa, que la Fiscalía acuse sin pruebas y que el Órgano Judicial mande a prisión a toda persona a la que se le señale de pertenecer a pandillas, aunque no se tenga fundamento para esa detención.
La concentración de poder ejecutada por el presidente y la Asamblea Legislativa, a partir de la destitución de los magistrados de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general, así como la “depuración” del sistema de justicia, han generado las condiciones para que nada se interponga entre el poder del Estado y una población que solo cruza los dedos para no ser detenida por sus tatuajes, por ser pobre o por ser parte de la cuota que tenía pendiente cumplir el policía.
Las organizaciones de derechos humanos han registrado en estos dos años un total de 6,426 víctimas de violaciones a derechos humanos durante la implementación del régimen de excepción. Las detenciones arbitrarias e ilegales, las faltas al debido proceso, los malos tratos e, incluso, la tortura han sido las denuncias más frecuentes en estos casos. Más de 265 personas han muerto bajo custodia del Estado, sin que se cuente con información confiable de las causas de estas muertes. Las cárceles, que ya sufrían condiciones deplorables de hacinamiento e insalubridad, se han convertido en verdaderos centros de tortura, donde las personas que han tenido la suerte de salir relatan historias de golpizas frecuentes, de estar hincadas en grava durante horas, esposadas por un día entero bajo el sol, donde se les rocía de gas lacrimógeno y se les dan toques eléctricos. La violencia sexual hacia hombres y mujeres, y la violencia obstétrica en estas últimas también se ha podido registrar en casos de personas liberadas.
La CIDH, las organizaciones de derechos humanos y los medios de comunicación han documentado cómo las reformas legales y la concentración de poder han permitido la detención de personas sin mayor fundamento, basada en prejuicios, denuncias anónimas y, por supuesto, por vivir donde antes se vivía con el terror de las pandillas. La seguridad que ahora parecemos respirar se ha cambiado por la arbitrariedad del Estado y la amenaza tácita de poder ser la próxima cifra de detención.
Es comprensible que la población aplauda esta medida. La gente que ha tenido que vivir durante décadas la violencia atroz de las pandillas tiene derecho a ya no vivir con miedo, tiene derecho a que un gobierno garantice seguridad y paz, que nadie le quite su salario ni su propia vida. Tiene derecho a usar sus parques y poder caminar por su comunidad con tranquilidad. Tiene derecho a que todo eso se logre sin que limiten sus demás derechos, ni los de nadie, y el Estado tiene la obligación de garantizarlo, sin que se limiten los derechos de nadie. Por eso usar el dolor de las víctimas de las pandillas para justificar ahora la violencia del Estado es cínico y tramposo.
Además de haber cedido a la idea que nos han querido vender de que es necesario sacrificar algunos derechos para lograr otros, la población reconoce que las comunidades se han convertido en un espacio donde las pandillas ya no son las que reinan desde la ilegalidad. Pero también, poco a poco, está tomando conciencia de que ahora reina otro terror, el de un ejército y una Policía que no tiene límites, un brazo del Estado que alcanza generalmente a la población más empobrecida.
Ahora el régimen de excepción se extiende a grupos sindicales, a vendedoras del Centro de San Salvador, a quien se oponga al desalojo que busca el “desarrollo económico” del país. La gente tiene cada vez más temor de expresar públicamente su opinión sobre el régimen de excepción, y conoce cada vez más sobre casos de personas detenidas sin causa real.
La seguridad de un país no es solo la reducción del crimen, aunque esto implica una parte sustantiva de la misma. La seguridad debe estar mediada por la certeza que tenemos de que la institucionalidad del Estado funcionará como debe funcionar cuando se me violenta, sea por pandillas, por mi vecino o por la Policía. La seguridad implica también la confianza que se tiene para acudir a las instituciones creadas para protegernos ante abusos. Implica que las instituciones, todas, podrán garantizar independencia en sus funciones y permitirán desarrollar investigaciones donde se determine la responsabilidad o no de los delitos. La seguridad de un país también significa la capacidad de reconstruir una sociedad dañada por la violencia, donde se reconozca a las víctimas y se les acompañe en su reparación, garantizando que los hechos que les dañaron no volverán a ocurrir. Implica tejer nuevamente la comunidad y buscar las formas donde la desigualdad y la injusticia no vuelva a dejar a la violencia como la única alternativa.
ESCRIBE
Verónica Reyna
Salvadoreña, psicóloga, feminista y defensora de derechos humanos, con catorce años de experiencia en temas vinculados a la prevención de la violencia, seguridad ciudadana, pandillas, derechos humanos y participación juvenil en El Salvador. Actualmente, directora de Derechos Humanos, de la organización Servicio Social Pasionista (SSPAS).