No tenía más de una hora de haber aterrizado. Dejé maletas en mi casa y tomé mi bicicleta. Lo siguiente sería la rutina conocida, el calentamiento perfecto de pedalear hasta el gimnasio, oler este desierto y freirme al sol, ver pasar las casas uniformes de Tucson, cubitos de azúcar pintados todos de beige. Pero mis vecinos no compartían estos planes. De pronto, un vehículo grande se coloca detrás de este pobre ciclista urbano que lo único que quiere es un doctorado. Alguien muy fuera de sí empieza a gritarme y yo comienzo a entender que me están acusando de robar. ¿Robarme qué? ¿Mi bicicleta? Un incidente a cuenta de mi apariencia latina, sin duda. Lo confirmé cuando llamó a la policía -o fingió la llamada- y lo que más enfatizó fue la ascendencia hispana del sospechoso, yo, que hace unos meses había volado a Costa Rica siendo un honorable estudiante doctoral y al regreso me bajaron a la categoría de ladrón de barrio. Primero intenté dialogar. Cuando no hubo éxito y era evidente que el acoso no pararía, opté por bajarme de la bicicleta y caminar de vuelta hacia mi casa. Las amenazas seguían mientras yo me esforzaba por avanzar rápido y parecer lo menos criminal posible. Tucson (Arizona) es una ciudad universitaria y no es inusual que las personas se desplacen en bicicleta. Hace falta ser un David Duke del Southwest para escandalizarse de ver que un morenito tatuado puede aspirar a este bien absolutamente primario. Había decidido no correr porque -pensé- eso es exactamente lo que haría alguien que sí se robó algo. Repasé decisiones conmigo mismo: — “Si no pasa de gritos, bien. Si alguien se acerca, peleo”. En eso recordé un tweet profético que leí unas semanas antes, “White Americans love guns so much cuz White Americans can’t fight”, y me horrorizó la posibilidad de que en cualquier momento apareciera un justiciero y me diera unos siete balazos preventivos por la espalda. Después lo que me preocupó fue morir atropellado. Pensé en la pesadilla que sería para mis hermanos narrar mis últimas horas a mis papás.
— “Pinche ciudad culera”, reventé a gritos apenas volví a tocar el terreno seguro de mi casa. Una oración en la que dos de tres palabras no son de mi español. Sin escapatoria, concluí que sí tienen razón mis amigos costarricenses cuando me dicen que estoy repitiendo muchos mexicanismos. Tampoco es extraño que esto me esté pasando pues bien se sabe que existe una conexión natural entre México y Costa Rica, y aquí en Tucson lo que más hay son mexicanos. Esta conexión es menos fuerte que la que existe entre Colombia y Costa Rica -afectivamente somos un mismo país, partido en dos por culpa de Panamá-, pero es innegable que existe. El otro día vi una pelea del Canelo entre puro mexicano y me sentí como uno más. Les advertí que esta paz sería posible sólo en materia boxística porque hay pocos objetos hacia los cuales los costarricenses dirijamos un desprecio más severo que el que sentimos por la Selección Mexicana de Fútbol.
Un nuevo amigo, un blue-collar mexico-americano nacido en Douglas, Arizona, nos había prestado la pantalla para ver la pelea del Canelo esa misma noche. De camino al Fry’s -una dimensión paralela, estoy seguro, porque en ese parqueo se comprime todo el rango del desamparo humano-, el dueño del aparato iba cazando las entrelíneas de conversaciones cruzadas. — “Ah, ¿o sea que tú boxeas?”. — “No, yo sólo le hago a la mamada”, le encajé la frase a la perfección, como si hubiese nacido en Hermosillo. Abastecidos y contentos, regresamos a la casa de Mario, el presidente por unanimidad de una conglomeración de latinos que se formó en el último vagón de la pandemia. Este grupo reúne mayoritariamente a mexicanos y, por alguna anomalía de la estadística, a paraguayos. La casa de Mario ha sido escenario de eventos fundantes. En esta misma casa puse fin a cinco años de ser abstemio, justo el día que aterricé en Tucson por primera vez, el día de mi cumpleaños 30, cuando me re-introdujeron al vicio por la puerta grande del mezcal. De esta casa he conocido varios formatos, según los muebles de los que disponga Mario en el momento. Él no se da cuenta que cada vez que cambia los muebles cambia él también. Versiones de muebles y de Marios van sucediéndose una tras otra hasta llegar a la actual: muebles formales, Mario reggaetonero.
De no ser por este colectivo latinoso no habría escuchado el son jarocho ni La Chona, ni me habría animado a bailar cumbia como la bailan los mexicanos, ni estaría al tanto de que la sopa paraguaya es en realidad un alimento sólido, ni habría conocido la palabra “empanochado”, que es como “enculado” pero más exacta. Mi retribución ha sido escasa y, como mucho, deportiva. Casi todos están terminando sus programas y a mí me estresa saber que pronto no estarán y quedaré a mi suerte. — “Si yo tuviera tu edad, Papi, ¿qué no haría?”, me reconfortan.
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Es fácil entender por qué migramos los latinos. Menos sencillo es explicar cómo sobrevivimos a esto. Yo migré en las condiciones más favorables, con respetable CV y tremendo panorama laboral por delante y aún así me han acusado de robar bicicletas. Me puedo valer de este trauma para reformular lo que decía Gabriel García Márquez sobre los colombianos de modo que sea de validez continental: lo único que nos pone a salvo a los latinos es nuestra cultura, nuestra imaginación creadora y nuestra inquebrantable voluntad de superación.
Me preguntan a menudo si ya me adapté a esta ciudad. La verdad es que no. Ya me resigné a esta ciudad, que es diferente. Pero la satisfacción y la resignación desembocan en un alivio similar. Cuando quiero convencerme de que Tucson tiene potencial e intento buscarle atributos, empiezo por las verdades: los ojos más bonitos de San Luis Río Colorado están aquí, en Tucson, no en San Diego ni en Los Ángeles. Por algo ha de ser. Tucson es una ciudad oscura; tanto, que es casi tétrica al principio. Pero es oscura por la gran causa de poner al cielo nocturno a salvo de la luz. Uno cree que conoce la noche hasta que llega a este lugar y la mira de verdad, con su inmensidad ajena a las palabras. ¿Y cómo no habría de gustarme Tucson ahora que por fin conseguí un buen barbero con el que hablo puro spanglish tierroso y durante sesenta minutos mi realidad se vuelve un videoclip de Molotov?
Lo mejor de esta ciudad es que me ha dado otra capa de identidad latina, una que no tenía pese a ser un centroamericano con años de vida en Sudamérica. La tomo de los latinos recién instalados, de los americanos de herencia latina, de toda la comunidad latinoamericana que sueña el futuro desde esta esquina de los Estados Unidos.
El día de mi primer incidente con el supremacismo blanco, ellos me perseguían a mí mientras una verdad histórica los perseguía a ellos. Ya les cambiamos el país.
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Edwin Alvarado Mena
Politólogo costarricense. Actualmente cursa su PhD en la Universidad de Arizona, EE.UU. Ha sido profesor de la Universidad de Costa Rica, el Instituto Centroamericano de Administración Pública y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Ex asesor del Gobierno de la República de Costa Rica (2016-2021).