Complices Divergentes
Complices Divergentes
Jose Denis Cruz

José Denis Cruz
30 de mayo 2025

Siete años de impunidad tras la masacre del Día de la Madre

Foto de archivo de Carlos Herrera.

Se escuchan los gritos de horror de quienes huyen de las balas. Las sirenas agitadas de las ambulancias blancas de la Cruz Roja. El rugido de las motocicletas que intentan abrirse camino entre la multitud.

Se ven niños, jóvenes, mujeres y ancianos corriendo sin rumbo. El miedo en miles de rostros petrificados por la histeria y el pánico. La frustración y la rabia ante un ataque que nadie esperaba.

El primer muerto. El segundo muerto.

El silbido de los francotiradores al fondo. El estruendo de los morteros cerca de donde estoy. “¡Corran, corran!”. Otro muerto.

Es 2018. 30 de mayo. Día de la Madre. Ocho muertos. Cincuenta heridos. Una masacre. Una matanza al filo de las 6:00 de la tarde en la Avenida Universitaria de Managua.

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Más disparos. Mi mente salta a 2012, cuando reconstruí para La Prensa y El Nuevo Diario las masacres de 1959 en León, y 1967 en Managua. Las perpetró el régimen somocista. Creí que esa represión era un eco lejano, un capítulo cerrado de las infames dictaduras del siglo pasado. Hoy, las balas, estas balas, esta represión, demuestran que no, que el terror está aquí, vivo, en esta calle.

Siguen disparando. “A la cabeza”, dice alguien. El grito parece un suplicio para que huyamos.

Me encuentro a 200 metros de las barricadas levantadas con adoquines. En una esquina está Simón Bolívar. Lo ve todo desde la altura en la que reposa su estatua. Un libertador viendo a un pueblo oprimido. Al frente, una escuela de danza. Allá, en otra esquina, la Universidad Centroamericana (UCA). Los opositores al régimen, cargando una bandera como arma, se dispersan, escapan. Eran medio millón de personas en las calles.

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Pienso en Daniel Ortega y Rosario Murillo. Esta masacre no es un error de cálculo ni un exceso de represión letal, sino un instrumento deliberado para instaurar el terror en un país que los quiere fuera del poder.

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Mi pareja me escribe un mensaje de texto. “José Denis, decime que estás bien, por favor”. “Estoy bien”, respondo para mí. No sé cómo reaccionar. Escucho los gritos desesperados de jóvenes tratando de sacar a los heridos, a los muertos, en motos, ambulancias, camionetas.

¿Corro? Quiero llorar. Pero tengo el llanto contenido en la garganta. Los labios resecos. Hace calor. El asfalto hierve bajo los pies.

“¡Apártense, apártense!”, se escucha a lo lejos, en la avenida. La multitud se aparta.

Aparece un motorizado sonando la bocina de forma incontenible. Detrás, un joven intenta sostener a otro, alcanzado por francotiradores hace pocos minutos. Se ahoga en su propia sangre. Se está muriendo. Jadea. Lucha por vivir. Es el Día de la Madre. “Pobre su madre”, pienso, un regalo sangriento en un día de celebración.

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“José, ¿por qué no respondés?”, escribe mi pareja otra vez. Ahora sí reacciono y mido el peligro. Me alejo de la Avenida Universitaria y corro hacia la rotonda de Metrocentro.

La gente sigue corriendo, huyendo. Los silbidos de los francotiradores no cesan. Camino agachado. Los 400 metros entre un punto y otro me parecen eternos. Llego a un bar donde se están resguardando opositores. Llamo a mi pareja. Le digo dónde estoy y que no puede acercarse, que me espere en el parqueo del Hotel Seminole y que voy a correr tan rápido como pueda.

Las piernas me tiemblan. Otra vez me posee el miedo. Hay parapolicías merodeando las calles de Managua.

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Más gente huyendo. Veo a una pareja con una niña en brazos. Ella, con camisa blanca y pañoleta azul y blanco en el cuello. Él, con una camisa roja y una mochila negra. De la niña no tengo imágenes. Viven en Ciudad Sandino, cerca de Managua. Les digo que vengan conmigo por seguridad. La tarde se hace pálida. Es casi de noche.

“Estoy en el predio montoso, detrás del hotel”, escribe mi pareja. Sé dónde está. Mi corazón es un tambor desbocado. Palpita a mil. Veo el carro Yaris blanco. Ahí está. Le digo a la familia que se suban, que los vamos a acercar a su estación de bus.

Se suben. Hay silencio. Lo rompe la mujer. ¿Qué dijo? No lo sé. Una llamada. Es mi madre. “Estoy bien”, le digo, pero no se queda tranquila. No quiero hablar. La pareja sigue hablando. No recuerdo qué dicen. Se bajan. “Adiós.” “De nada”, les respondo.

Mi pareja se estaciona en una gasolinera. Me abraza. Lo abrazo. “Vámonos a casa”, le digo.

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El eco de los disparos de las Dragunov y las AK-47 queda atrás. Pienso que hice bien en huir. Estoy a salvo en casa. Más de 5000 personas opositoras están resguardadas en la UCA. Los paramilitares las asedian. Yo también pensé en refugiarme allí.

Abro Twitter, y el horror de la avenida llena la pantalla del teléfono. La sangre, los muertos, el dolor de un país entero.

Al día siguiente, La Prensa titula: “Ortega masacra en el Día de la Madre”. Y al otro, un titular más cruel: “Fue carnicería en el Día de las Madres”. La masacre del Día de la Madre. Una mancha de sangre que no se borra.

Veo aún a Jonathan Morazán, el vecino de 21 años, agonizando, cuando lo transportaban en una motocicleta. Vestía una camiseta negra, una camisa a cuadros, una pañoleta en el rostro y un cintillo con “Nicaragua” en la frente. Lo mataron. 

Es el Día de la Madre, y pienso en su madre, en tantas madres sin nada que celebrar. Sin abrazos de sus hijos. Siete años después, mayo sigue doliendo. No hay justicia. Tampoco hay olvido. No hay consuelo. Solo un dolor. Un dolor que desgarra a un país entero. 

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José Denis Cruz

Periodista nicaragüense exiliado en España. Actualmente, es fact-checker del verificador español Newtral.es. En 2019 fundó el medio digital DESPACHO 505. Inició su carrera periodística en 2011 y pasó por las redacciones de La Prensa y El Nuevo Diario. También colaboró para El Heraldo de Colombia y la revista ¡Hola! Centroamérica.