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La violencia se ceba con una comunidad condenada a la miseria: en los últimos dos años han sido asesinados al menos 23 indígenas. DIVERGENTES visitó el territorio donde los mayangnas lanzan un grito desesperado: “nos están arrancando hasta los ojos”. Una pesadilla que se desarrolla en medio de lo que parece ser una nueva lucha por el oro en tierras protegidas de Bosawas, una de las reservas ecológicas más grandes del continente. Pobreza, olvido, hambre, enfermedades y violencia. Una incursión al infierno en que se han convertido las tierras sagradas de una de las comunidades indígenas más antiguas de Centroamérica
Alvin Smith baja al tajo durante días para extraer oro. Estamos en el cerro Kimakwas, donde hasta hace algunos años la quietud del lugar era apenas interrumpida por los sonidos típicos del campo: un arroyo crecido, el bullicio de los pájaros, las hojas de los árboles sacudidas por el viento y hasta los pasos de un animal abriendo camino por el monte. Ahora, en este paraje, en medio de la selva más grande de Centroamérica, Smith escucha disparos casi a diario.
La última vez fue hace seis días, en la mañana del sábado dos de octubre. Junto a otros güiriseros mayangnas, una de las etnias indígenas en la Reserva de la Biósfera Bosawas, se guarecieron detrás del barro y los árboles mientras las detonaciones cesaban. Cuatro días después, a las cuatro de la mañana del miércoles, en este mismo cerro, Martiniano Macario, de 41 años de edad fue asesinado a disparos. La foto muestra heridas de machete en el cuello. “Los matan mal”, dice Smith, de 26 años y agrega: “Si solo quisieran matarlos les pegan un balazo y ya, pero no. Les cortan el cuerpo, les arrancan los huevos (testículos) y los queman”.
Alvin Smith— de baja estatura, de piel oscurecida y cuerpo sólido— desde 2018, es también guardabosque voluntario de las comunidades ubicadas al norte del río Waspuk, en la zona del territorio Mayangna Sauni As. Uno de los lugares donde se registra la mayoría de los 23 asesinatos de indígenas mayangnas y miskitos en los últimos dos años, a manos de invasores que llaman “colonos”. Los 12 que murieron el año pasado ubican a Nicaragua como el país más mortífero del mundo en términos per cápita, según el organismo Global Witness, que recopila datos sobre asesinatos de defensores de la tierra y del medioambiente. La cifra de 2020 fue el doble que la del año anterior. Hasta inicios de octubre de 2021, se registraron 11 asesinatos reconocidos por la Policía Nacional, aunque organizaciones ecologistas nacionales contabilizan al menos 13. Es uno de los puntos más críticos y con más rápido deterioro. Los cuerpos de los indígenas han sido quemados, mutilados y picados. “Es horrible lo que les hacen a nuestros hermanos”, afirma Smith, mientras se toca el bigote ralo y se acomoda una gorra roja.
Afuera ya oscurece. Hoy es ocho de octubre en la aldea Musawas, la capital mayangna. Una nube de zancudos acecha mientras los periodistas salen de una casa, alumbrados por unos focos, para que Alvin Smith agarre un cayuco con motor con el que navega hasta su comunidad, ubicada al norte del río Waspuk. Allí vive con su esposa y sus tres hijos. “Por ellos quiero defender esta tierra”, expresa Smith, alzando la voz, mientras deja ver sus dos colmillos enchapados en oro.
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A Alvin Smith poco le importa que viva en una de las zonas con más pobreza extrema de Nicaragua. Donde el 94 por ciento tiene graves deficiencias en sus casas, viven en hacinamiento, con problemas de servicios sanitarios, con más del 30 por ciento de analfabetismo y sin capacidad económica. “Nuestra mayor preocupación es que nos maten”, replica Smith.
A los mayangnas estas tierras les dan los frijoles, el arroz, los guineos, la yuca, el quequisque para comer y engordar a los cerdos, a las gallinas y a los terneros. Los ríos les dan peces, el agua para lavar la ropa, para bañarse y trasladarse a otras comunidades. Los cerros les dan hasta oro para que lo vendan y compren materiales, y así poder construir o reforzar sus champas que, cada tanto, se vienen abajo por los huracanes que azotan al Caribe. “Aquí tenemos todo”, dice Smith, y remata: “Si nos quitan esta tierra ¿adónde iríamos?”.
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La aldea Musawas se encuentra al inicio de Bosawas, una reserva ecológica de más de 20 mil kilómetros cuadrados. Un espacio de selva en el Caribe Norte de Nicaragua que es tan extenso como El Salvador. Ocupa más del 15 por ciento del territorio nicaragüense y proporciona 264 millones de toneladas de oxígeno por año, lo cual contribuye a regular el clima del mundo. Forma parte del corredor biológico mesoamericano y es, a su vez, la segunda más grande de las selvas tropicales del continente americano, sólo por detrás del Amazonas. Por ello, es considerada Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco. Los que viven aquí son considerados defensores de este espacio y los que mueren aquí deberían preocupar más.
Para llegar, desde Managua, la capital, se tienen que recorrer más de 15 horas en un vehículo todoterreno. Hasta hace algunos años había que navegar una hora en panga con motor desde el municipio minero Bonanza o caminar durante ocho horas a pie entre monte, fangos y montañas. Ahora, la empresa minera más grande de la zona abrió un camino con el que se puede llegar en vehículo en aproximadamente tres horas, desde el casco urbano de Bonanza. La camioneta que traslada al equipo periodístico atravesó dos ríos que han crecido con las lluvias de invierno. Por último, a las ocho de la noche hay que tomar una lancha para atravesar unos 300 metros del río Waspuk.
En el camino lo que se ven son postales selváticas: un cielo gris de nubes cargadas sobre un verde intenso de árboles y más árboles que nacen en decenas de cerros. La temperatura baja por las noches en claros donde ya se ha arrancado la vegetación y sobresale la tierra color terracota. Las mujeres lavan ropa a orillas de los ríos y algunos hombres ocupan el agua para limpiar oro, el metal dorado por el que se ha desatado la violencia en este lugar en los últimos años.
“Nuestra mayor
preocupación
es que nos maten”,
dice Alvin Smith.
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“Una de las principales actividades económicas que se desarrolla acá es la güirisería”, dice Pedro Justo Jacobo, un ingeniero agrónomo de la comunidad mayangna Sakalwas, que está a pocos metros de la cabecera municipal de Bonanza. “Pero la invasión de colonos nos está exterminando, nos están asesinando”, dice Jacobo, de 36 años, quien es uno de varios mayangnas que se han graduado en universidades.
Jacobo es evangélico. Alto, delgado y con el cabello espinoso. Hoy asistió a una reunión que convocaron unos misioneros que llegaron a Musawas desde Managua. “No sabemos cómo frenar esta invasión”, explica, después de salir de la junta misionera cristiana en la que insistió que el mayor problema de los mayangnas en estos días es la inseguridad. “Aquí hay montañas vírgenes, muchas riquezas naturales que podemos convertir en divisas para traer el desarrollo a las comunidades”, afirma.
Esas riquezas vírgenes son las que han atraído a los invasores, como gorgojos a la madera, desde siempre: tala de árboles, minería, y los grandes espacios de bosques para la ganadería y la expansión de la agricultura. Ahora, parece que se vive una nueva lucha encarnizada por el oro. Este metal es el que adquieren las élites económicas cuando existen momentos de incertidumbre: conflictos armados, tensiones internacionales o crisis económicas, porque precisamente les aporta seguridad en las inversiones. Al ser buscado o demandado a nivel internacional, su precio aumenta. Por esa razón es que a raíz de la pandemia se disparó en un 25 por ciento. En Nicaragua esto significó que en 2020 se convirtiera en el primer producto de exportación, con 665.1 millones de dólares generados, en un país cuya riqueza se ha hundido en más del 14 por ciento desde que estalló la crisis política en 2018.
Pero la búsqueda del dorado aquí existe desde hace algunos años. En 2017, por ejemplo, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, los mandatarios nicaragüenses, creó la Empresa Nicaragüense de Minas con la que se metió al negocio a través de empresas privadas. Solo en el primer mes de aprobada, las tierras concesionadas aumentaron en un 116 por ciento en todo el país. De éstas, el 61 por ciento se encuentran en la zona circundante a la reserva Bosawas.
“Estamos rodeados”, dice el cacique Nerio Tela Palacios, en lengua mayangna, mientras otro indígena hace la traducción. El cacique tiene 76 años y es una autoridad de Musawas. Tiene la piel cobriza, los ojos rasgados y lleva una gorra de camionero que no se quita ni cuando se rasca la cabeza. Según sus cálculos, de los 1,668 kilómetros cuadrados que mide el territorio Mayangna Sauni As, los invasores les han robado el 60 por ciento. “Si el Gobierno no nos cree, puede venir aquí y nosotros los llevamos a donde están instalados los colonos, en la casa donde están ellos”, afirma el cacique.
Cuando se revisa las ubicaciones o motivos de las muertes es que uno tiene más claridad de lo que pasa en estas tierras. DIVERGENTES constató que tres de los 23 asesinados en estos dos años son miskitos y 20 son mayangnas. De estos, 11 han muerto en puntos de güiriseros, es decir, en minas donde se saca oro de forma artesanal. Los otros asesinatos se han dado por distintas circunstancias, entre ellas, desplazamiento forzado, apropiarse de su ganado o de la madera, e incluso, como en toda guerra, morir en medio de un tiroteo de desconocidos.
Este año las cosas han quedado más claras: solo un indígena de los 11 que han sido asesinados no ha muerto en una mina de oro. Los números siguen dando pistas: desde el auge del oro en la zona, la población se ha quintuplicado. Las mineras tienen áreas de explotación que son reguladas por autoridades estatales. Sin embargo, los pequeños mineros cavan en tajos ubicados en tierras protegidas para después vender a las grandes mineras que dominan los territorios. De nuevo la lucha por el oro, de nuevo la muerte, de nuevo alzará la mano el más fuerte: el que tiene más armas, el que no tiene escrúpulos.
Como la pandemia aún no está controlada, las mineras nicaragüenses calculan que las exportaciones de oro llegarán a los 750 millones de dólares este año. Quizás esa meta ambiciosa tenga algo que ver con que están asesinando a más indígenas; quizás el virus que salió de una provincia de China está llegando de otra forma a la montaña más alejada de Nicaragua.
Un muchacho de Musawas queda viendo con recelo a los periodistas y les pregunta:
— ¿Por qué andan con mascarillas?—y antes de que se le conteste, responde: Aquí el virus no existe.
En Musawas, la capital mayangna, los habitantes están alertas por los ataques de colonos. | Divergentes
La panorámica desde el barrio Los Cocos, en Musawas, donde no existe señal de celular y la energía eléctrica es suspendida a las 8 de la noche. | Divergentes
A la par de la iglesia, dos jóvenes se preparan para destazar a un cerdo. En la aldea hubo un poco de movimiento por la visita de los misioneros evangélicos. | Divergentes
Los mayangnas crían cerdos para sustento propio y para vender. En esta aldea a diario se escuchan los gruñidos de estos animales cuando los destazan. | Divergentes
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La palabra mayangna significa “somos hijos del sol”. Es el término con el que se identifica tanto a sus pobladores como a su lengua. Mayangna el señor, la señora, la mujer, el hombre, el niño, la niña, que hablan mayangna. Hay historiadores que aseguran que estos indígenas, así como los de las otras etnias en Nicaragua, miskito y rama, son descendientes de grupos chibchas que llegaron desde México. Otros, que su origen son los chibchas de Colombia por ciertas similitudes en el idioma y las costumbres.
Los mayangnas fueron una de las poblaciones más numerosas de Centroamérica antes de la colonización. Su territorio comprendía desde el Río Patuca, en Honduras, atravesaba las sierras nicaragüenses y llegaba hasta el río Rama. El último censo estima que la población es de apenas unos 35 mil habitantes, repartidos en unos 8.000 kilómetros cuadrados de bosques, ríos y cerros.
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Dos muchachos sudorosos arrastran a un cerdo pequeño. Lo jalan del pescuezo con una cuerda. Todavía no gruñe, pero el sonido que le sale parece de desesperación. Llegan hasta un montículo pequeño de tierra que hay a la par de la iglesia morava de Musawas. Lo atan a un poste. Es el lugar del destace. Uno de los muchachos saca un machete que brilla desde lejos. Persigue al animal hasta que lo alcanza. Lo ensarta y, ahora sí, el gruñido no se puede ignorar. El cerdo parece estarse ahogando hasta los estertores. Ora echan agua hervida, ora lo pelan, ora lo abren, ora lo cortan y le sacan las vísceras.
A la par, en la iglesia morava, se reúnen los pastores evangélicos que llegaron en estos días a Musawas. “Venimos para orar por todos los asesinatos contra nuestros hermanos mayangnas”, dice Christian Bucardo, el único mayangna de la comitiva de misioneros. Bucardo es abogado y especialista en derechos indígenas. Además de traer sacos de ropa, de arroz, azúcar y frijoles para sus amigos de Musawas, dio una charla sobre el problema de las propiedades. “Tienen que poner candados en estas comunidades, porque aquí está abierto como un campo de béisbol”, dice Bucardo, y agrega: “el que quiere llegar, llega y se apropia”.
Nicaragua tiene en el papel una de las leyes más progresistas del continente: otorgó títulos y determinó que estas tierras no se pueden gravar, son inembargables, inalienables e imprescriptibles. Es la Ley 445 o Régimen de Propiedad Comunal de los Pueblos Indígenas y Comunidades Étnicas de las Regiones Autónomas, que fue aprobada desde 2003, durante el gobierno del presidente Enrique Bolaños. La última etapa contempla el saneamiento, es decir, el ordenamiento o desalojo de personas no indígenas que, por diferentes motivos viven en estas tierras. “Como no se ha hecho el saneamiento, esto es lo que ha traído el caos y el derramamiento de sangre”, dice Bucardo, que considera que esto, además de la lucha por los tajos de oro está provocando las muertes.
—¿Por qué cree que no se ha hecho el saneamiento?—
—Falta voluntad política. Falta financiamiento y se politiza el sistema autonómico comunal y territorial.
“Si el Gobierno no nos cree,
puede venir aquí
y nosotros los llevamos
a donde están instalados los colonos,
en la casa donde están ellos”,
dice Nerio Tela Palacios, cacique.
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El problema es hasta ancestral: algunas autoridades comunales se corrompen y venden propiedades que no se pueden vender. De ahí que existan colonos con documentos de compraventa con las firmas de los mismos indígenas. “El gobierno tiene las autoridades competentes, la Policía, el Ejército para ordenar esto”, dice José Jirón Taylor, un juez síndico, una autoridad comunal que estaba presente en la reunión con los misioneros.
El último informe de los guardabosques comunitarios en el territorio Mayangna Sauni As reveló que entre los implicados en las compras y ventas de estas propiedades protegidas están algunos mayangnas, aunque la mayoría son colonos o invasores y abogados y notarios públicos. Entre las consecuencias que detalla el documento están las muertes de 17 mayangnas, el incendio de 15 casas y la destrucción de 40 mil hectáreas de bosque.
Afuera de la iglesia, bajo el campanario, está Nejemio Smith, un habitante de Musawas. Nejemio es alto, regordete y con los dientes superiores de plata. Mientras se escucha el gruñido de otro cerdo y empieza a lloviznar, Nejemio cuenta que hace dos años unos hombres mataron a balazos a su sobrino Heberto Bruno Simeon. Él y toda su familia interpusieron la denuncia en la Policía, fueron a la Fiscalía “y no pasó nada”, dice Nejemio. “No hubo investigación ni seguimiento, más bien les dieron salvoconducto a los asesinos. Los liberaron”.
—¿La Policía vino?
—Vino, pero a quitarnos las armas a nosotros, las que usamos para cazar…Nos acusaron de que teníamos pistolas o rifles, pero ¿cómo vamos a estar armados si apenas podemos comprar una hulera?
El cacique Nerio Palacios está cerca e interrumpe la conversación para contar lo que para ellos es ley aquí: la impunidad. Dice que ha identificado siete ataques, en los cuales ha capturado a colonos, los entrega a la Policía y después se entera de que fueron liberados. Una nota de La Prensa del cinco de diciembre de 2017, menciona que Palacios, como integrante de un grupo de patrullaje, entregó a ocho colonos a la Policía de Bonanza. “Le damos a esa gente que viene usurpando tierras para que resuelvan el problema y no lo hacen, entonces, seguramente es que no están de acuerdo con nosotros”, dice el cacique.
Para estos mayangnas hay una alegoría que repiten sobre lo que está pasando: los matarifes de cerdos no pueden llegar con los animales destazados a la ciudad sin un permiso. Si no lo llevan, los multan o hasta los echan presos. “Pero si muere un mayangna es como si no hubiera pasado nada: queda en la impunidad”, manifiesta Nejemio, y agrega: “El cerdo vale más que un mayangna”.
—¿Cómo lo resolvería usted?
—Quiero hablar con el gobierno, porque los que están en la zona no nos resuelven, entonces creo que es necesario dialogar con el gobierno. El gobierno es como nuestro padre, así que no puede dejar que nos sigan matando. Quiero ese diálogo para plantear lo que siento.
Aquí todos se conocen. Aquí los balazos se escuchan a lo largo de varias manzanas. Aquí no dudan en decir que los que están ejecutando estas muertes son de la banda de Isabel Meneses Padilla, alias “Chabelo”. Según la misma Policía Nacional, este fue el grupo que el 29 de enero de 2020 realizó la masacre en la comunidad Alal, donde murieron cuatro indígenas, dos resultaron heridos—uno de ellos quedó parapléjico— y quemaron 16 casas. El 12 de febrero del año pasado, las autoridades presentaron a Lester Isaías Orozco Acosta, alias “El Choco”, como el único capturado de la pandilla. Sin embargo, los líderes indígenas de Alal denunciaron que “El Choco” fue liberado cuatro meses después de la masacre.
Los colonos, dicen los mayangnas, “son gente del Pacífico”, generalmente desmovilizados de la guerra de los años ochenta: contrarrevolucionarios o sandinistas que los ubicaron en estos territorios tras los acuerdos de paz. “Gente que sabe de armas”, expresa el cacique.
“Murieron mis amigos y mis hermanos. Nos mataron e incendiaron nuestras casas, nuestras ropas, no nos dejaron nada”, cuenta Martín Miguel Dixon, un juez síndico de Alal. Miguel dice que han muerto seis personas cercanas en estos ataques. “Nos sentimos mal porque cuando nos matan, estamos muertos y nos machetean, nos cortan el brazo, nos degollan y nos dejan así como torturado”, afirma Miguel. “Hasta nuestros ojos nos sacan”.
—¿Por qué cree que no existe justicia?
Miguel Dixon, un hombre menudo, con el rostro adolorido y seco, pero que no se quiebra mientras habla, responde:
—El gobierno aplica justicia a su raza, pero cuando nos pasa a nosotros, no pasa nada. Puede resolver con el Ejército y la Policía y no lo hace. Creo que es racismo, porque como no es su raza, nos da castigo y no nos resuelve los problemas.
Miguel aclara que “no estoy en contra del gobierno, pero me gustaría dialogar con ellos para encontrar una solución”. Mientras ve el camino que tendrá que recorrer durante una hora para llegar a pie hasta su comunidad, Miguel describe: “aquí hay como un tigre que sale a devorar a su presa y nos sigue matando”.
—¿Tiene miedo?
—No tenemos miedo, porque si tuviéramos defensa, podemos enfrentarnos… Somos hombres al igual que ellos.
Al regresar, cerca de la iglesia, los dos muchachos siguen pelando al cerdo. Su hermano, un niño de unos tres años, corre a asomarse. Lo apartan varias veces para que no se manche. El niño lleva un pantalón, va descalzo, tosiendo. Lo cargan y lo sientan por las malas bajo el dintel de la casa. Ahí se levanta a orinar, mientras mira, a pocos metros, cómo la herida en canal que le hacen al animal llena toda la tierra de sangre.
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La masacre del 23 de agosto de 2021 en el cerro minero Kiwakumbai ha sido la más sangrienta en el territorio indígena desde que se llevan registros. La Policía Nacional reconoce nueve indígenas asesinados y dos mujeres violadas: una de 41 años de edad y una adolescente.
El horror y el asco por lo que algunos son capaces, a veces se resume en unas pocas palabras:
“A mi hijo no lo mataron una sola vez, lo torturaron, le pegaron un balazo en el estómago y luego lo colgaron como Cristo, lo torturaron y lo mataron, fue muy feo y muy malo lo que le hicieron”, dijo Wilmor Waldan, padre de uno de los asesinados.
“Una señora de Musawas que pescaba en la zona fue amarrada y frente a ella fueron asesinados su esposo y sus dos yernos. Luego la soltaron y la dejaron con un mensaje: “Ningún mayangna debe venir aquí porque serán asesinados”, señaló el informe del Centro de Asistencia Legal de los Pueblos Indígenas (CALPI).
“Mi sobrino, de 12 años de edad, me contó que lo amarraron de pies y manos a un árbol y le dijeron que le iban a mostrar una película (la masacre de sus familiares) y después iban a hablar”, expresó un familiar de uno de los asesinados.
El alcalde del Frente Sandinista en Bonanza, Alexander Alvarado Lam, no respondió las llamadas para hablar sobre esta masacre. Pero días después llegó hasta lo alto del cerro Kiwakumbai, acompañado de periodistas oficialistas con la misión de desmentir “las versiones falsas de los medios de comunicación”.
Ese día, Alvarado, un moreno fornido, aparece en el campamento minero que quedó abandonado después de la matanza. Ahí, con el paisaje agreste de fondo, dijo que los asesinatos ocurrieron por “cuestiones de dinero”. Explicó que hay grupos que venden tierras de forma ilegal. “Entonces, hay tierra, hay un lote. Un punto de trabajo a veces tiene hasta tres, cuatro dueños. Entonces se vienen los malestares, verdad. Y así se dio la situación”.
Un grupo de misioneros en la iglesia de Musawas, donde discutieron los problemas que tienen las comunidades mayangnas. | Divergentes
José Jirón Taylor es un juez mayangna que asegura haber escapado de ataques armados de colonos, mientras él ha estado cultivando sus tierras. | Divergentes
El pastor Roberto Espinoza se arrodilla para orar para que se acaben los asesinatos en este territorio ancestral. | Divergentes
El cacique Nerio Tela Palacios es una de las autoridades comunales con más respeto. “El gobierno es nuestro padre, queremos hablar con él”, clama. | Divergentes
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Levy Rosales es un médico miskito que llegó con la misión evangélica este fin de semana a Musawas. Llevó medicinas para curar a niños mayangnas. En la casa del pastor de la iglesia morava armó una especie de consultorio, que consiste en una silla con una mesa repleta de medicamentos. Al mediodía del viernes ocho de octubre, Rosales hizo una pausa para dirigirse al acto de bienvenida de los misioneros, mientras las mujeres mayangnas comenzaron a llegar, con sus niños en brazos, a la consulta médica.
Alrededor de la casa del pastor, dos mujeres están desesperadas con los gritos de un niño de siete meses que no para de llorar. No es un simple berrinche; le duele algo, dice la madre, con los ojos bien abiertos. “Tiene fiebre, mocos, tos y le duele algo”, dice en mayangna, y agrega: “vine porque quiero que me den medicamentos”.
En Musawas hay un puesto de salud que, denuncian los vecinos, casi nunca tiene medicamentos. No es algo nuevo en el país, pero en tierras donde no hay farmacias, ni dinero, ni señal de celular y pasan dos buses al día, es, cuando menos, terrible. Los mayangnas hacen brebajes a base de plantas como única cura. “Y orar, orar mucho”, dice la señora que carga al pequeño.
Pobreza es una palabra que puede significar algo distinto para cada uno de nosotros. En Musawas significa caminar descalzo por falta de zapatos; vivir en casas de madera, con los techos agujereados por donde se filtra la lluvia, y aquí llueve diario. Ir a letrinas ubicadas a unos metros de la vivienda y bañarse con un balde de agua fría en construcciones minifaldas de troncos gastados. Si algún foráneo toma agua, le da diarrea, y si se baña en el río, le brotan ronchas en la piel. Se duerme en el suelo, en hamacas o sobre tablones. “Son las mejores para la columna”, dice el pastor Rosales, un moreno risueño, al referirse a la cama en la que pasó la noche anterior.
Se come mucho arroz, frijoles apenas, bastante guineo y a veces algún animalito. “Cuando se puede un cerdo”, dice Erenisio Zeledón, un profesor de la escuela de Musawas. “Pero los hombres ni siquiera quieren ir a los cultivos y las mujeres ya van menos al río a lavar la ropa porque tienen miedo”, dice Zeledón.
A Diajara Lacayo Wilson, de 15 años de edad, el año pasado le perforaron la mandíbula de un balazo. Tiene una cicatriz en la cara y le cuesta comer. Mientras que María del Carmen Taylor Ingram, de 16 años edad, fue secuestrada por colonos. El dolor se esparce en tierras mayangnas, como la oscuridad de las ocho de la noche en esta aldea, cuando cortan la energía eléctrica. A esa hora, los que tienen, se alumbran con focos. Porque si uno mira al cielo no encontrará ni luna ni estrellas: todo está cubierto por la neblina.
—¿Quiénes les ayudan?—le pregunta el periodista a Erenisio Zeledón, profesor.
—Nadie, aquí vienen de todos lados, de Europa y Estados Unidos y nos dicen que quieren ayudarnos y nunca lo hacen. Nos dicen: “¿qué quieren los mayangnas?” y les respondemos que queremos mejorar nuestras casas, entonces nos dicen: “eso no, porque perderían su identidad”, entonces les decimos que necesitamos dinero para producir nuestra tierra y nos responden “que no, porque destruiremos el ecosistema”, y así llevamos años.
Zeledón es un hombre fuerte, rostro achinado, el pelo cortado a ras. Mientras platicamos en el segundo piso de su casa, construida con madera sembrada en el fango, en el barrio Los Cocos de Musawas, dice: “Así seguimos en esta pobreza y olvidados”.
La lluvia picotea las casas. No es una lluvia abrumante ni ensordecedora. Más bien son gotas que parecen acariciar los techos. Calman el hedor de las letrinas y los chiqueros; limpian los desechos y todo luce más verde. El pastor Levy Rosales regresa para atender su clínica improvisada. Pregunta por el niño que no paraba de llorar. El pequeño descansa en brazos de su madre. Se durmió por el cansancio y la debilidad. El médico le da a la mamá un remedio que le ayudará a curar la tos del niño y le dice que le ponga paños de agua para bajar la fiebre. El acetaminofén que traía quedó olvidado en el vehículo que no pudo cruzar un río. “En dos horas lo miro para ver cómo sigue”, dice Rosales. A ver cómo sigue, a ver si no empeora, como casi todo por estos lados.
“La invasión de colonos
nos está exterminando,
nos están asesinando”,
dice Jacobo.
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Unos kilómetros antes de llegar a Musawas, el pastor mayangna Christhian Bucardo detiene la camioneta en la que viaja y se baja con otros dos pastores para orar en medio de las montañas. A lo lejos se puede ver, por entre la neblina, el cerro Kiwakumbai, donde en agosto de este año ocurrió la peor masacre indígena. “Hemos encontrado que aquí opera mucho la brujería”, dice Bucardo, quien baja con las manos alzadas para orar. “Por eso nosotros, los siervos de Dios, venimos para la liberación del territorio que está en manos de Satanás y que está provocando estas masacres”, agrega.
— En el nombre de Jesús desmantelamos toda estrategia de corrupción. ¡Cancelamos! ¡Aniquilamos! ¡Destruimos toda obra de maldad en el nombre de Jesús! —grita el pastor Bucardo.
En el mismo momento, el pastor Roberto Espinoza dice:
— Declaramos el avivamiento en este territorio, Padre amado. En el nombre de Jesús que se elimine toda violencia, por las viudas, por los huérfanos depositamos nuestra fe…
Los pastores mueven las manos, como queriendo expulsar los males del aire, mientras la mezcolanza oral de ellos se funde en medio de la nada.
Los religiosos tenían planeado durar dos días y conversar con unas cien autoridades de comunidades del territorio Mayangna Sauni As. Pero los resultados no fueron los esperados. El primer día llegaron menos de cuarenta personas a la reunión. Según explicaron los lugareños, algunos mayangnas andaban movilizados con el Frente Sandinista, partido de gobierno, porque les ofreció dinero por participar en los preparativos de las elecciones en las que Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo se eligieron para un cuarto período consecutivo. “Aquí hay que venir con riales [dinero], hermano”, dice Bucardo, cabizbajo y decepcionado. “Si yo aquí mato una res y pongo una porra de café, aquí tendría a un montón de gente”, dice con una sonrisa tímida, mientras me muestro algo sorprendido, y responde: “Yo conozco a mi gente, mi hermano, así es”.
Un mayangna dice que en Musawas todos votan “a la fuerza” por el Frente Sandinista. “Si no votamos, nos pueden matar”. Usa una camiseta blanca con letras color fucsia, amarillo y azul, con la leyenda del 39 aniversario de la revolución sandinista, porque trabaja para una institución del Estado. Luego me señaló el montículo donde habían destazado al cerdo: “es más probable que haya consecuencia por esa muerte que por la de alguno de nosotros”. Para entonces quedaba poco del animal: solo un rastro de sangre diluido en el monte y unas vísceras que un perro flaco se tragó de un solo bocado.