Las carreteras y calles de Costa Rica son la negación absoluta del “pura vida”. Digo esto con respeto y porque es necesario: después de vivir por más de un año y medio en este país que nos refugia, he experimentado el asfixiante desborde vial en San José, más allá del Gran Área Metropolitana (GAM), yendo sobre sus rutas que conectan al interior con las costas del Pacífico y Caribe, donde los idílicos destinos (montañas, ríos y cataratas celestes, playas, termales, volcanes, lagunas, perezosos, papagayos, selvas tupidas y parques nacionales, sólo por citar algunos) constituyen uno de los principales baluartes ticos: la industria turística. Por eso me resulta una ironía de mal gusto los rótulos a la vera de la carretera que a cada tantos kilómetros hacen la siguiente invitación: “Descubre tu país”.
¿Cómo descubrir Costa Rica, que no es nuestro país pero es uno abierto al mundo con esa misma invitación, cuando las “presas”, es decir trancones vehiculares insufribles, convierten trayectos cortos en viajes que suelen superar como mínimo tres horas y media? Para que se den una idea: los 114 kilómetros que separan la playa de Jacó de nuestra casa, en San José, tomaron casi seis horas completarlos una vez. En septiembre pasado, el retorno de Punta Uva, en el Caribe, tomó 15 horas, cuando los 232 kilómetros están supuestos a recorrerse en cuatro horas con tráfico “habitual”. En ambas ocasiones eran fechas festivas. Y todo el que vive en este país sabe que viajar a lugares turísticos en feriados es como hundirse un puñal en el carro por gusto y sufrir porque el hospital más cercano está a 10 kilómetros de distancia, pero a más de una hora de tiempo.
Usualmente, prefiero quedarme en San José encerrado para evitar el estrés o, como pasó estas dos veces en Jacó y Punta Uva, viajar días antes o después de los propios feriados. Pero la experiencia resulta casi la misma, cuando las vías están propensas a sufrir derrumbes, hundimientos y cierres perennes. Eso sin incluir la alerta constante para no caer en uno de los millones de baches (unos casi son cráteres lunares en San José) para no quebrar la dirección del vehículo y accidentarse.
Las quince horas del retorno del Caribe estuvieron marcadas por la tragedia de Cambronero el 17 de septiembre: nueve personas perdieron la vida en un autobús impulsado al precipicio por un derrumbe similar a otro ocurrido poco antes, como consecuencia de los torrenciales. Todos los retornos a San José fueron cerrados por el mal tiempo y solo quedó habilitado el ínfimo paso a través de la Catarata de La Paz, donde los carros se atoran en el arriesgado zigzag montañoso. Lo más grave fue que lo de Cambronero era un dolor evitable con darle mantenimiento al tramo ante las lluvias que no son sorpresa. En Costa Rica, sobre todo en el GAM, hay solo dos estaciones como canta Malpaís: “La lluvia y el mal llover”. Lluvia que es uno de los principales erosionadores de las carreteras… pero no sólo eso, hay mucho más.
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“Las presillas” no solo son el resultado de un parque vehicular en constante crecimiento, sino que Costa Rica tiene una infraestructura vial colapsada, desfasada y en franco mal estado. Cuando uno ve los spots publicitarios internacionales del turismo tico, uno intuye que este pedazo terrenal paradisíaco no tiene semejante problema vial. Es decir, un turista que renta un auto o toma un bus del aeropuerto Juan Santamaría para ir a las playas de Guanacaste con suerte puede llegar en seis horas a destino. Mientras que los que aterrizan en el aeropuerto de Liberia les toca internarse en las estrechas vías que conducen a las playas donde las “presas” y los baches siguen siendo insalvables, a pesar que esta provincia es la que más inversión vial ha recibido pero que, coinciden los ingenieros, es aún insuficiente.
Las carreteras ticas son en su mayoría estrechas e inseguras. Si se toma el camino hacia La Fortuna, donde reina plácido el volcán Arenal con sus pies de lava sumergidos en un lago surcado por turistas en kayak, se encontrará una carretera maltrecha que empeora la conducción de noche. El tramo no tiene alumbrado ni mucho menos señalización de ningún tipo. Oscuridad completa mientras el carro rebota por los desniveles de un asfalto fatigado. “Uno de los factores que influyen en la selección de un destino es la seguridad y esta debe verse desde un punto de vista integral, por eso, la infraestructura vial debe tener condiciones idóneas de modo que desplazarse de un punto a otro, no sea una preocupación”, resalta la Cámara Costarricense de Hoteles. Sin embargo, es inevitable: uno conduce preocupado en Costa Rica. Mientras que la Cámara de Turismo y Comercio del Caribe Sur resume así: “El estado de la infraestructura vial es de emergencia nacional”.
De acuerdo al Laboratorio de Ingeniería de Materiales y Modelos Estructurales de la Universidad de Costa Rica (LanammeUCR), hasta el año 2020, de la Red Vial Nacional Pavimentada (5 mil 200 km), un 88% se encontraba en buen estado, “siendo candidatos a actividades de mantenimiento y recuperación de la regularidad. El restante 12% eran candidatos a actividades de rehabilitación”. Sin embargo, en un último informe identificaron 1 mil 382 kilómetros de rutas denominadas de alta fragilidad (26% de la Red Vial Nacional Pavimentada), ya que no se tienen contratos de mantenimiento por casi dos años. La falta de atención, acompañada de escándalos de corrupción en las obras, ha llevado a un abandono “que ya está presentando deterioros como huecos, hundimientos, desprendimientos y agrietamientos, así como problemas de inundaciones por falta de limpieza en los sistemas de drenaje hidráulico”. En otras palabras, un tráfico nacional paralizado en parte cuando la Ruta 27, por ejemplo, sufre un hundimiento.
Los catedráticos dan muchas luces para mejorar este sistema vial atrofiado, empezando por una inversión de 235 mil millones de colones para regresar las vías al estado pre pandemia del año 2020, no para hacer reingeniería profunda a un sistema que va feneciendo a diario… Es decir, casi 400 millones de dólares en un país que lidia con estrecheces fiscales y que, al ser considerado de renta media, no recibe préstamos de multilaterales para carreteras como sus vecinos del norte. Aparte de lidiar con el tráfico infernal, como residente uno se encuentra a final de año con las quejas de los propietarios de vehículos por el exorbitante precio del Marchamo, el impuesto de circulación que es una veta recaudatoria, pero que los ciudadanos no ven invertida en sus arterias viales, sin citar aceras y puentes que dan material para otro artículo.
Costa Rica es un modelo en la región y ha ocupado históricamente sus recursos para construir un estado social de bienestar que, pese a sus limitaciones, es envidiable en Centroamérica: salud, educación y seguridad social. La infraestructura ha quedado rezagada, pero en este momento de muchas dificultades, inflación y recesión anunciada para 2023 por el Fondo Monetario Internacional (FMI), la inversión vial seguramente seguirá en el limbo.
Sin embargo, mejorar las carreteras y calles de Costa Rica resulta una inversión urgente para incentivar más el turismo local e internacional, que se atreve a descubrir en auto este ubérrimo país en recursos naturales muy bien conservados. Es necesario para que esta potencia turística centroamericana tenga vías acordes al “pura vida” y no trochas obsoletas. Sobre todo para contradecir a Malpaís cuando canta: “Donde el camino es corto y es eterno / entre nubes de sal y cordillera”.
ESCRIBE
Wilfredo Miranda Aburto
Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.