En el año 2007 iniciaron las operaciones de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Con esta positiva señal, parecía que el país centroamericano se diría a un proceso de transformación para empoderar al Poder Judicial y así superar el legado de corrupción e impunidad. Esta comisión fue creada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a solicitud del Estado guatemalteco, con la finalidad de ser un instrumento de cooperación en la lucha contra la corrupción y la impunidad en Guatemala. Terminó su mandato en el 2019 y el entonces presidente de este país, Jimmy Morales, se negó a prolongarlo no sin antes intentar socavar la capacidad de trabajo de la comisión. Desde entonces, exfiscales y abogados que trabajaron con la CICIG y en la Fiscalía Especial Contra la Impunidad en Guatemala (FECI) han denunciado ser víctimas de persecución política y se ha destituido a ocho fiscales de carrera y 11 trabajadores del Ministerio Público (MP). Aunado a esto, más de 20 exoperadores de justicia han tenido que exiliarse, todos ellos y ellas tienen como antecedentes haber ejercido altos cargos en el sistema judicial y estaban llevando casos relacionados a delitos de corrupción y violación de derechos humanos.
Diez años posterior a la creación de la CICIG una historia de terror ocurrió en las afueras de la Ciudad de Guatemala: 41 niñas y adolescentes murieron quemadas y otras 15 resultaron heridas durante un incendio ocurrido el 8 de marzo de 2017 en una casa de acogida para jóvenes en riesgo de sufrir violencia, denominado Hogar Seguro Virgen de la Asunción (HSVA). Conforme a información pública las niñas y adolescentes habían denunciado condiciones de vida inadecuadas, negligencia, maltrato, violencia psicológica, física y sexual y trata, habían escapado el día anterior del HSVA, fueron atrapadas y 56 niñas fueron encerradas en un aula cerrada con candado y custodiado por la Policía Nacional Civil. Se inició un incendio en el aula y tuvo como resultado el resultado trágico. Cinco años después continúa la impunidad y la justicia no ha llegado: se espera que recién en enero del 2023 inicien los juicios.
Estos casos ejemplifican, a pesar de sus diferencias, un denominador común: una baja adherencia al Estado de Derecho en este país centroamericano y un régimen de impunidad. A su vez, esto se refleja en la posición mundial de Guatemala en el Índice de Estado de Derecho de la organización no gubernamental World Justice Project (WJP) para el año 2022, de un total de 140 países Guatemala ocupa la posición número 110.
En una democracia, el Estado de Derecho hace referencia a una situación tal en el que el poder político se ejerce por medio de leyes: estas son el marco dentro del cual es legal y legítimo su accionar. La legislación ha de ser creada por instituciones democráticas investidas con autoridad competente y ha de aplicarse equitativamente en casos equivalentes. Finalmente, dada la existencia de normas escritas que establecen las consecuencias jurídicas y cursos de acción, tanto el gobierno como actores privados son responsables y rinden cuentas por el incumplimiento de lo que aquellas prescriben.
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Hay mediciones que permiten proporcionar una imagen del Estado democrático de Derecho a nivel global, como lo es el Índice de Estado de Derecho de la WJP. Este instrumento se compone de ocho dimensiones y 47 subdimensiones y mide el grado de cumplimiento de las leyes en varios ejes, incluyendo los límites al poder gubernamental, ausencia de corrupción, gobierno abierto, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento regulatorio, justicia civil, y justicia penal. El puntaje del índice va de 0 a 1, donde 1 representa mayor adherencia al Estado de Derecho. Para una explicación de este índice ver acá.
El panorama mundial no es alentador, los resultados del informe del año 2022 muestran que la adhesión al Estado de Derecho a nivel global disminuyó en el 61% de los países durante el último año. La situación es más dramática en la región centroamericana: los países del istmo centroamericano presentan una puntuación baja, de 0.5 en Panamá, 0.46 en El Salvador, 0.44 en Guatemala, 0.41 en Honduras y 0.36 en Nicaragua. La excepción es Costa Rica cuyo puntaje del índice es de 0.68 y tiene una posición mundial de 29.
Estos datos del índice de la WJP apuntan a que el problema de la ausencia de un Estado de Derecho es de gravedad en América Central. Por un lado, las posiciones en términos comparativos a nivel mundial de cada país son bajas. Por otro lado, existe una persistente dificultad para mejorar en las condiciones que determinan la adhesión al Estado de Derecho. A diferencia de Costa Rica, los otros cinco países del istmo no han subido el índice a más de 0.5 y persisten calificaciones menores. Tras décadas de reformas al sistema de justicia y a los poderes judiciales, posteriores a las transiciones democráticas, no ha mejorado sustancialmente el Estado de Derecho en estos países.
Prueba de todo esto son los hechos que se han dado en Guatemala, donde la justicia no ha llegado para las víctimas del terrible siniestro acaecido hace cinco años. A esto se suma que en la actualidad el mismo Poder Judicial es una herramienta para perseguir a quienes luchan contra la corrupción e impunidad, como le ha sucedido a Erika Aifán, una exjueza penal exiliada.
La adherencia alta a un Estado de Derecho es importante para las democracias y para las personas que habitan en ellas. Pareciera difícil dudar que quienes vivimos en democracia somos personas interesadas en disponer de un sistema de justicia que garantice el cumplimiento de lo dispuesto por las leyes para todas las personas ciudadanas y en disponer de un aparato estatal sin corrupción, en el cual se respeten y realicen los derechos fundamentales de toda la población. Es decir: queremos un Estado de Derecho sólido en la práctica.
El socavar el Estado del Derecho implica erosionar desde adentro la democracia. Para las sociedades centroamericanas esto se ha manifestado especialmente en que los poderes judiciales y otras instituciones de control no pueden o no quieren garantizar el derecho democráticamente sancionado, sea por temor a represalias o porque directamente las instituciones judiciales están cooptadas por diversos grupos de interés. De esta manera se afecta una de las promesas fundamentales del diseño constitucional democrático y aquejando así la calidad de vida de las personas que habitan en estos países.
ESCRIBE
Carolina Ovares-Sánchez
Politóloga y socióloga centroamericana, docente de la Universidad de Costa Rica. Es candidata a doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires. Colaboradora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Se desempeña en el área académica y en el análisis político y electoral. Sus áreas de investigación son instituciones democráticas, la intersección entre justicia y política y sobre mecanismos de democracia directa. Es parte de la Red de Politólogas.