La última vez que Verónica* estuvo con su madre fue el domingo diez de mayo. Llegó a visitarla a su casa y no pudo conversar bien porque ella estaba hablando por teléfono. La joven de 27 años la notó tranquila y se despidió a medias para no interrumpir su plática. Cinco días después, a las seis de la tarde del viernes 15, le informaron que su madre estaba muerta. Verónica no pudo asistirla, visitarla en el hospital o siquiera verla en el ataúd. Su mamá había fallecido a causa del COVID-19.
“Cuando me dieron la noticia se me vino todo para abajo. Empecé a llorar y llorar, era un llanto que nunca había tenido. Un vacío. Y a la vez estaba impactada, no sabía qué hacer. Fue una experiencia durísima”, cuenta.
El funeral de su madre fue un “drama”. Verónica lo siente así por la forma en cómo ocurrió todo. Normalmente en Nicaragua, antes de la pandemia se realizaban velas. Los seres queridos podían ver el ataúd de su familiares, los acompañaban hasta su última morada y sellaban el recorrido poniendo flores en la tumba. Sin embargo, esto no ocurrió aquel 15 de mayo, todo fue muy rápido. “No pasó y eso lo hizo más doloroso”, continúa narrando la joven.
La ausencia de “el mayor de los rituales”
Ligia Houben es psicóloga, tanatóloga y consejera de duelo. Ella describe el funeral de una persona como “el mayor de los rituales” y expone que los “entierros exprés”, que continúan ocurriendo en nuestro país, cercenan las dos intenciones que envuelven dicha ceremonia: compartir con otros el dolor propio y darles la oportunidad a los demás de apoyarnos en el dolor.
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“El hecho de no recibir un abrazo es muy duro. La gente que te llega a ver, a darte el pésame, eso ya no puede hacerse y sí, existe Zoom y Whatsapp, pero el elemento humano es básico, la presencia física es básica y no se está dando, además el familiar no tiene ese rito de decir adiós, de dar una sagrada sepultura y puede quedar una especie de vacío a nivel espiritual muy grande, una sensación de culpa que impide que el duelo fluya natural”, explica.
Masaya es, según datos del Observatorio Ciudadano COVID-19, el departamento de Nicaragua que más muertes reporta por cada millón de habitantes, con una proporción de 702. Desde finales de abril, mayo y junio los entierros exprés se volvieron una constante en los municipios de este departamento, principalmente en la ciudad de Masaya. Estos funerales, que ocurren en cualquier momento del día, noche e incluso madrugada, contrastan con la arraigada tradición de velorios, misas o cultos y luego una procesión fúnebre que acompaña a los deudos hacia alguno de los seis cementerios de la localidad.
Actualmente y, aunque el Ministerio de Salud (Minsa) solo contabiliza 141 fallecidos, el Observatorio Ciudadano COVID-19 reporta una cifra de 2,699 hasta el dos de septiembre. Estas muertes han ocurrido en los 17 departamentos del país y regiones autónomas del país, siendo Masaya, donde reside la familia de Verónica, el departamento que registra el 10% de dichos fallecimientos, sólo superado por Managua, con un 33%.
Una doble agonía
Sin embargo, el dolor no llega con la muerte del ser amado, sino mucho antes. Verónica recuerda el momento preciso en el que su hermana la llamó para avisarle que su mamá estaba “muy grave” en el hospital. La mujer tenía dificultad para respirar y necesitaba oxígeno. Era jueves catorce de mayo por la mañana. “Fue como si me hubieran echado encima un balde de agua heladísima o hirviendo”.
En ese momento el sufrimiento apenas empezaba, pues la siguiente noticia fue mucho peor. Al ingresar con insuficiencia respiratoria, la madre de Verónica fue catalogada como sospechosa de COVID-19 y debía permanecer en aislamiento. “Nadie podía entrar, mi mente empezó a imaginar cosas horribles, fue un día estresante, no sabía nada, no podía estar ahí, la noticia todavía no cabía en mi cabeza”, narra Verónica haciendo pausas de vez en cuando.
Llegado este punto a Verónica se le entrecorta la voz y luego se le apaga. Pasa varios segundos sin hablar. A continuación describe la situación que su madre vivió en el Hospital Sermesa de Masaya. La tarde del jueves los médicos lograron estabilizarle y parecía que iba camino a una mejoría, pero al día siguiente, por la mañana, su salud comenzó a deteriorarse.
A las once de la mañana de ese viernes fatídico, Verónica recibió una llamada de su hermano. Era otra mala noticia, otra más. Su mamá había empeorado e iba a ser intubada. “Ahí me dije que la iba a perder y sentí impotencia por no poder estar ahí, quería que no fuera realidad lo que me decían, confiaba en un milagro, pero sabía que mi mamá no iba a aguantar. Para mí también fue una agonía desde esa hora hasta las seis de la tarde que me llaman y me dicen que mi mamá había muerto”. Verónica hace un esfuerzo para completar la idea. Llora. Vuelve a guardar silencio.
Los enfermos por coronavirus y sus familiares, ambas partes, sufren un duelo. Por una parte hay una persona hospitalizada, sola, temerosa y aislada y, por la otra, una familia deseosa de estar a su lado que además “permanece en vilo, a la expectativa, hay miedo, incertidumbre y esto te genera una sensación terrible de falta de control y de enojo”, señala Houben.
Este escenario provoca que las muertes por coronavirus se sientan como algo fuera de lo normal. La tanatóloga apunta que es un tipo de muerte que ha “movido el piso” porque no es causada por una enfermedad que se pudiera tratar y eso ha provocado mucho miedo. “Es como una pérdida por suicidio o por sobredosis que son tipos de muertes únicas, yo diría que la muerte por coronavirus también lo es. Es diferente, genera un estigma y solo quienes pasaron por ahí pueden saber lo que se siente”, agrega.
El daño de negar el duelo
Verónica tiene los ojos claros y llorosos. Menciona varias veces la palabra impotencia. Afirma haberse percibido “desarmada”, haber tenido sentimientos encontrados, haber sentido ganas de “abrir la caja” para ver a su mamá. “Pasaron los días, yo seguía llorando, hasta la fecha sigo llorando, pero hubo días y situaciones en que no tuve mi duelo, me quise hacer la fuerte”.
La madre de Verónica era una mujer jovial, conversadora y servicial. Se vestía con ropa de colores alegres, amaba con locura a sus nietos y siempre estaba sonriendo y riéndose. Viajó por varios países del mundo, fundó una empresa, era católica devota y, a pesar de padecer de varias enfermedades crónicas, disfrutaba de la vida.
A pesar de que hacía tiempo ya no vivían juntas, la madre de Verónica la visitaba frecuentemente cuando volvía de trabajar, la llamaba para que estuviera lista y le pasaba dejando frutas, panes o alguna provisión. De la misma manera Verónica llegaba a su casa y conversaban y se reían, tal como lo hizo la última vez que estuvieron juntas, aunque esa vez no hayan podido explayarse como solían hacerlo.
“Hace un par de días me encontré a dos de sus mejores amigas y en cuanto las miré me ataqué a llorar y llorar y llorar. Todavía no lo he superado. Miro su foto y sé que no lo he superado. Sueño con ella casi todos los días y me digo que no lo he superado”, manifiesta “Verónica”.
Hay muchas maneras de convivir con el duelo, “pero la peor es negarlo”, menciona Houben. Para ella, las claves son aceptar, reconocer y procesar. “No ponerte la máscara de que estás bien o ignorarlo porque si no el duelo lo somatizás. Debés validar tu emoción y, aunque sea duro, la aceptación de la realidad ayuda mucho. Uno de los grandes problemas, sobre todo en estos tiempos de pandemia, es no hablar de duelo, ni de muerte, a pesar de ser algo que nos concierne a todos”, puntualiza.
Pérdidas individuales, comunitarias y múltiples
El coronavirus también ha servido para saber qué ocurre cuando el sufrimiento toca a cada persona. A lo largo del año se ha extendido a nivel mundial y muestra sus más crueles y diversas caras: enfermedad, muerte, desempleo, pobreza, angustia, inseguridad y “un largo etcétera”, menciona Houben.
“Tenemos pérdidas múltiples y entre ellas nos toca la de un ser querido, de salud, de trabajo, de libertad, de sueños y cada una de ellas produce un duelo, además tenemos pérdidas a nivel comunitario y eso hace que todo sea más difícil de conllevar porque sentimos que todo el mundo está pasando por pérdidas, entonces no se encuentra el apoyo necesario porque cada cual está lidiando con las suyas”, concluye.
La fragilidad del “cuerpo social”
En palabras de la antropóloga social Jenny Mora, el azote del COVID-19 expone nuestra vulnerabilidad no solo como individuos, sino también como país. “A Nicaragua se le presentan retos todavía mayores porque es un país que está atravesado históricamente por guerras, clientelismo, luchas políticas, entonces eso agudiza la situación”.
En Nicaragua antes del coronavirus ya había crisis. Y una muy profunda. En abril de 2018 las protestas contra la reforma al Seguro Social derivó en un estallido social reprimido a sangre y fuego por el régimen de Daniel Ortega. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) calcula 328 personas asesinadas, más de 86 presos políticos y más de 103,000 nicaragüenses exiliados. A todo esto debe sumarse el consiguiente hundimiento de la economía y la polarización social.
Para la especialista se debe comprender que esta crisis es un reacomodamiento social, aunque apunta que “este virus tiene una particularidad y es la cuestión física y corporal, la necesidad de poder acuerparnos, de visitar a alguien afecta a todos en general y muestra la fragilidad que tenemos como ser humano y la importancia de rescatar los vínculos”. “Veníamos de una sociedad muy individualista, que sigue siéndolo, pero que con la pandemia se ha sentido más”, agrega.
En una nación donde el régimen de Daniel Ortega promueve las aglomeraciones y actividades masivas mientras los ciudadanos enfrentan al coronavirus como pueden, Mora asevera que como “cuerpo social”, el distanciamiento físico también ha representado un distanciamiento social y que por esta razón hay aspectos que deben repensarse en su significado.
“Se debe resignificar la muerte en este momento y es importante hablarlo porque el ser humano se presta a intercambios simbólicos, a darle un sentido a las cosas, a velar a un muerto, a poder llorar, a orar desde las diferentes religiones, pero en este caso no se puede hacer ese ritual y esto te saca de las estructuras creadas y te invita a reacomodarte a la nueva situación que vamos a vivir porque no vamos a volver a la normalidad que se tenía, todo va cambiando”, finaliza la antropóloga.
Cuando su mamá cumplió un mes de fallecida, Verónica publicó un pequeño video en redes sociales. En él su madre luce sonriente y contenta en compañía de sus hijos, nietos y amistades. Es un carrusel de fotos para recordarla. En la descripción, la joven escribe: “Solo me queda guardar los mejores recuerdos que has dejado, gracias por tanto amor y dedicación. Lo diste todo mamá, con todo tu corazón. Sígueme cuidando como me decías, hasta más allá de la muerte”.
*Verónica solicitó a DIVERGENTES proteger su identidad por motivos familiares.