Desde que Consuelo Porras fue designada fiscal general y jefe del Ministerio Público, ha mantenido a su esposo, un coronel y abogado gris, sin ejecutorias, como flamante fiscal en la institución que dirige.

Por idóneo que fuera para su puesto, cualquier con dos dedos de frente y cierto sentido mínimo de las apariencias, en la época actual o en la edad de piedra, habría reflexionado: mi esposo, a pesar de sus merecimientos, no puede ser mi subalterno durante mi administración, pues tenerlo como fiscal se llama nepotismo, en extremo inaceptable.

Sin duda debe haber alguien más idóneo para desempeñar la función a la cual asignó a su propio esposo. Nadie es tan imprescindible que no pueda ser sustituido y excluya las demás opciones. Otra cosa sería que el Ministerio Público fuera su negocio familiar privado, creado con su capital, caso en que estaría en su derecho, incluso sí el susodicho fuera mentalmente inútil, pues no sería dinero de los contribuyentes y entonces no tendría por qué rendirle cuentas a nadie.

Con su propio dinero puede contratar a su esposo y a quien se le dé la gana.

La cosa cambia radicalmente si el cargo es preexistente y es pagado por los impuestos de todos. En todo caso los funcionarios no pueden rodearse en su trabajo público de maridos, esposas, hermanos, cuñados, hijos, sobrinos, amigos de la infancia, parejas, exparejas, ahijados, como suele suceder en las instituciones del Estado, fundamentalmente en el congreso.

Si alguien, incluso si es un genio en alguna profesión, pero tiene mala suerte de ser de la familia o pareja de un funcionario público, no puede ocupar un puesto que dependa de este último y cuyos salarios dependan del erario nacional.

Tan alto es el nivel de nepotismo de Consuelo, que hasta logró la inclusión de su marido en la famosa lista Engel.