DIVERGENTES analiza las dos narrativas que dominan el debate público en Nicaragua tras el estallido social de 2018, que la oposición cataloga como una rebelión ciudadana, mientras el Gobierno de Daniel Ortega lo ha calificado de un intento de golpe de Estado. Reconstruimos los hechos, analizamos informes de organismos internacionales de derechos humanos y recogemos el análisis de expertos para ampliar la discusión sobre los hechos que han marcado la historia reciente del país.
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Lenin Salablanca fue presentado como terrorista, custodiado por unos policías encapuchados. Era el 20 de agosto de 2018 y vestía de bluyín, tenis de colores negro y amarillo y una camiseta blanca. Llevaba las manos esposadas en la espalda, pero en todas las fotos que le tomaron ese día aparece con el rostro sonriente. Las autoridades lo presentaron como un terrorista, mientras que para la oposición y amplios sectores de la ciudadanía Salablanca es un joven rebelde comprometido con un cambio en Nicaragua. Dos versiones diferentes, un intercambio de narrativas, que analizamos en este reportaje.
“Salablanca es el cabecilla de la agrupación terrorista que instaló tranques y perpetró asalto, tortura, lesiones graves a pobladores de Chontales”, dijo el comisionado Farle Roa Traña, segundo jefe de la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ) de la Policía de Nicaragua, durante la presentación del joven. Un día antes, el perfil de Twitter Nicaragua Azul y Blanco publicó una versión totalmente diferente de la captura de este hombre: “paramilitares y policía orteguista secuestraron a Lenin Salablanca en una marcha pacífica” que se realizaba en Chontales, un departamento al centro del país, donde Salablanca ha vivido desde pequeño.
Nicaragua vive una crisis política desde 2018. El Gobierno de Daniel Ortega, presidente del país desde hace 13 años, ha dicho que las protestas obedecen a un intento de golpe de Estado apoyado por la “derecha” y financiado por su eterno enemigo ideológico, Estados Unidos. Por el otro lado, gran parte de los ciudadanos opositores afirman estar participando en una rebelión cívica, en la que solo están ejerciendo sus derechos ciudadanos, a través de marchas, plantones, entre otros acciones pacíficas, para sacar a Ortega del poder.
Estas dos grandes diferencias se expresan en el caso de Lenin Salablanca: mientras las instituciones de Gobierno consideran que Salablanca es un “delincuente” que estuvo en “tranques de la muerte” [barricadas levantadas a lo largo y ancho del país], como parte del “intento de golpe de Estado”, y fue condenado por “terrorista” y liberado por una “amnistía”; para la oposición el joven es un ciudadano ejerciendo su derecho a la protesta que se defendió en barricadas de los “ataques de paramilitares” durante la “rebelión cívica”. Fue “preso político” y “excarcelado” meses después.
Divergentes recopila cuáles han sido los hitos de las dos diferentes narrativas que existen en el país sobre los hechos de la crisis política de Nicaragua desde 2018, y que incluso se ha trasladado a la coyuntura de la pandemia de coronavirus en 2020. Los investigadores y sociólogos consultados para este reportaje consideran que de las etiquetas Rebelión Ciudadana contra Golpe de Estado se desprenden los discursos y explicaciones de lo sucedido. ¿Cuál de ellas se ha impuesto?
Unos días después del estallido del 18 de abril de 2018, por las calles de las ciudades nicaragüenses se escuchaba un coro principal: “¡Eran estudiantes, no eran delincuentes!” Con ese grito los manifestantes reclamaban por los universitarios muertos, heridos o detenidos por la Policía Nacional, que a su vez justificaba sus acciones al señalarlos como “grupos de delincuentes”.
La primera protesta del 18 de abril en Nicaragua fue convocada por diversos sectores, entre ellos estudiantes universitarios y sociedad civil. La demanda inicial era sobre una reforma a la Seguridad Social que, entre otras medidas, reducía las pírricas pensiones de los jubilados. La Policía y una pandilla organizada de simpatizantes del partido de gobierno Frente Sandinista, que son llamadas turbas, reprimieron con fuerza a esos manifestantes, y al día siguiente, estudiantes de diferentes universidades públicas fueron los que se tomaron, primero los recintos universitarios y luego las calles aledañas. Fueron brutalmente golpeados por la policía y los estatales armados, y entonces, los opositores hicieron suya la consigna de justicia a favor de ellos.
Del otro lado, el discurso oficial, difundido principalmente por la vicepresidenta Rosario Murillo, quien además es vocera del Ejecutivo, fue encaminado a descalificar a los manifestantes con diminutivos: “puchitos”, “minúsculos”, “mediocres”. Luego llegaron epítetos, que pretendían dar una imagen negativa de quienes protestaban: “perversos”, “destructores”, “tóxicos”, “envenenados”, “sádicos”. Finalmente, los responsabilizó de los hechos trágicos: “delincuentes”, “criminales”, “mareros”, “miembros del crimen organizado y la narcoactividad”.
Después de tres días de protestas en todo el país, el 21 de abril de 2018, cuando ya se registraban 28 muertos, el comandante Ortega dijo: “cuando los que organizan este tipo de protesta vienen e incorporan a jóvenes, muchachos o adultos que han caído en la delincuencia, son delincuentes, ahí está el récord, lo tiene la Policía el récord de estos delincuentes, de los que han sido detenidos, son miembros de pandillas”.
Este discurso oficial se ha mantenido durante toda la crisis y está destinado a mostrar a los ciudadanos y opositores que protestaron, como grupos de delincuentes.
La cacería contra los principales líderes opositores comenzó al mismo tiempo que el régimen decidió eliminar los tranques. Según el periódico español El País, más de 400 personas fueron procesadas en juzgados nicaragüenses entre mayo de 2018 y mayo de 2019, acusadas de delinquir como parte de un intento por derrocar al Gobierno sandinista.
Aquí la narrativa de los ciudadanos opositores fue que los procesados eran presos políticos o “reos de conciencia”, mientras que el Gobierno los tildaba como terroristas. Hasta enero de 2019 había más de 700 presos vinculados a las protestas en Nicaragua. Se les consideraba presos políticos porque participaron en acciones cívicas, eran líderes sociales; los detuvieron arbitrariamente, en algunos casos fueron sometidos a desapariciones forzosas, sufrieron maltratos y torturas durante su permanencia en las cárceles y buena parte de ellas fueron juzgados en procesos sumamente irregulares.
Hubo varias liberaciones entre febrero y junio de 2019, y una última, antes de la aprobación de la ley de amnistía, pero hasta octubre de 2020 en la cárcel hay más de 100 presos políticos, según organismos independientes.
Esta Ley de amnistía también es vista desde dos ópticas. Los ciudadanos opositores consideran que no se trata de una amnistía total porque varios de los liberados han sido recapturados y muchos de ellos viven asediados por la Policía. Además, los expertos consideran que esta ley se aprobó para garantizar impunidad a los paramilitares del Frente Sandinista. En tanto, el Gobierno alega que esta Ley fue “una contribución que tenemos que hacer para garantizar la paz y la reconciliación”, según palabras del presidente de la Asamblea Nacional, Gustavo Porras, uno de los operadores más leales de la pareja presidencial.
La batalla por contar la verdad desde el periodismo ha sido uno de los ejemplos más claros de las diferencias narrativas. El periodismo independiente y crítico con el Gobierno ha sido premiado con distinciones mundiales y acumula una mayoritaria opinión favorable en encuestas de firmas regionales, como Cid Gallup.
Sin embargo, la propaganda oficial tilda al periodismo de ser “distribuidor de noticias falsas, medias verdades y mentiras flagrantes dirigidas a persuadir al público”. El Gobierno alega, incluso, que medios internacionales, como el británico The Guardian, quieren “demonizar al FSLN (partido gobernante), especialmente a Daniel Ortega y Rosario Murillo”.
La arremetida contra el periodismo no solamente se ha quedado en descalificarlo, sino en agredirlo como uno de sus principales blancos: desde ataques físicos, criminalización a través de leyes, asaltos a redacciones y un asesinato de un periodista en ejercicio.
Entre el 21 de diciembre de 2017 y el 12 de octubre de 2020, Estados Unidos ha sancionado a 23 personas ligadas al régimen de Daniel Ortega, entre ellas funcionarios, familiares, operadores económicos y políticos y empresas. En su gran mayoría las sanciones han llegado por las acciones de estas personas y entidades en la crisis política de 2018.
Para los opositores de Ortega, los sancionados son “delincuentes internacionales” o “criminales sancionados”, incluidos en listas de lavadores de dinero, narcotraficantes, entre otros delitos. Mientras que, para el Gobierno, las sanciones son “agresiones contra el pueblo”, y por lo tanto quienes las han pedido están “traicionando a la patria”.
El presidente de la Asamblea Nacional, Gustavo Porras, dijo que la sanción que le impuso Estados Unidos “era un reconocimiento, una condecoración del imperio asesino con los nicaragüenses dignos, de cuyo colectivo estuvo al frente el general Augusto C. Sandino”.
Después de acabar con las manifestaciones en las calles y encarcelar a centenares de opositores, Daniel Ortega declaró ilegales las protestas ciudadanas el 28 de septiembre de 2018. Antes, el 16 de julio de ese año, había aprobado una ley antiterrorismo para señalar a los manifestantes como terroristas.
Junto con la presencia masiva de oficiales de Policía en las calles y el acoso a los opositores en sus casas, el 31 de diciembre de 2018, Ortega a través de sus órganos de propaganda, dijo que había conquistado la paz y la normalidad que le permitirá al país tener crecimiento económico.
Los opositores, por el contrario, describen este escenario como un estado policial, en el que se reprimen las libertades y la movilización ciudadana. “Hemos quedado los ciudadanos sin derecho. La Policía en vez de protegernos nos agrede y nos violenta los derechos humanos y constitucionales”, considera el analista político Óscar René Vargas.
La pandemia del coronavirus también ha provocado un enfrentamiento de narrativas. Mientras que médicos especialistas en Salud Pública aseguran que el Gobierno actuó de forma negligente con la pandemia de covid-19, al no implementar medidas de contención a tiempo, no tener los suficientes equipos médicos y ocultar los contagios y las muertes masivas, el oficialismo defiende que se tomaron las medidas correctas para controlar el virus.
El escenario de la crisis política se trasladó con la llegada de la pandemia a Nicaragua. Los ciudadanos y periodistas independientes reportaron centenares de entierros exprés, mientras el aparato de Gobierno dijo que eran noticias falsas.
La lucha por la verdad, durante la crisis sanitaria, ha llevado a tener dos realidades del impacto de la pandemia. El Gobierno solamente acepta que en el país han muerto 153 personas a causa del virus, mientras que otros sectores críticos argumentan con pruebas que esta cifra asciende a más de 6 mil, la más alta de Centroamérica.
Una escena normal en Nicaragua es ver a patrullas de la Policía recorriendo las calles con fusiles de guerra. Se pueden ver en las rotondas, centros comerciales, universidades públicas y avenidas principales. De día y de noche, todos los días del año. Una especie de sitio policial, de toma de territorios dominados por los rebeldes durante las protestas de 2018.
“Existe todavía esa narrativa del golpe de Estado”, dice el filósofo y sociólogo José Luis Rocha, que escribió un libro de la crisis política de 2018 titulado Autoconvocados y Conectados. “Como el golpe sigue activo, cuando se percibe que las cosas no van bien, le echan la culpa al intento de golpe de Estado”, agrega
Que para el régimen se esté gestando un golpe de Estado significa que los opositores como Lenin Salablanca son una amenaza que se debe controlar. Eso puede explicar que a metros de su casa permanezca una patrulla de la Policía Nacional, que llega por la mañana o por la tarde con unos seis oficiales antidisturbios —portando cascos, escopetas y escudos— y no le despegan los ojos a donde quiera que va con su motocicleta: si sale a vender queso o si lo invitan a reunirse con otros opositores. “Estos policías y paramilitares están dispuestos a jugársela toda porque de verdad se tragan el cuento del golpe de Estado”, dice Rocha.
Del otro lado, aunque se puede debatir si la rebelión de abril de 2018 sigue viva o no, International Crisis Group desde el 19 de diciembre de ese año aseguró que lo ocurrido en Nicaragua fue una “revuelta aplastada en una brutal represión gubernamental”. Ni rebelión ni revolución. Según este organismo que estudia conflictos en todo el mundo, lo de este país fue una revuelta.
Para el sociólogo Sergio Cabrales, el estallido en Nicaragua tuvo características de revolución, pero no llegó a tal magnitud. “Hubo rebeldes que dijeron que era una revolución, pero no era el sentimiento general”, dice Cabrales, quien agrega que “no toda la oposición estaba convencida de que esto era una rebelión cívica y pacífica”.
El informe del GIEI asegura que las protestas “fueron mayoritariamente pacíficas, aunque una vez iniciada la represión estatal, los manifestantes utilizaron piedras y otros artefactos para repeler la acción de la policía y los grupos paraestatales”.
Existen evidencias irrefutables que marcaron las protestas de abril de 2018, como el informe del GIEI en el que se determina que el Estado de Nicaragua cometió crímenes de lesa humanidad. Además, hubo una represión gubernamental, apoyada principalmente por la Policía Nacional y grupos paraestatales. Todo esto es demostrable con diversas fuentes.
Por esa razón, Astrid Valencia, investigadora encargada del organismo Amnistía Internacional para Nicaragua, considera que el Gobierno de Daniel Ortega ha intentado sistemáticamente mostrar “una realidad distorsionada” a la comunidad internacional y a la población de su país. “Esta narrativa estatal, que se construye sobre falacias, no ha sido tan exitosa en permear la mirada internacional”, agrega la investigadora.
El sociólogo José Luis Rocha considera que se impuso la narrativa de la rebelión cívica, en lugar del intento de golpe de Estado. Su principal argumento es que los opositores son un grupo mayoritario en el país. Esto se respalda con los resultados de la última encuesta de Cid Gallup, en la que apenas menos de un tercio de los encuestados aprueba la gestión de Ortega. “Esto no es una sociedad polarizada, como lo fue en los años 80, en la que una gran cantidad de la población apoyaba a los sandinistas, mientras que otra enorme cantidad los adversaba. Ahora los sandinistas son minoría”, dice Rocha.
Para el sociólogo Sergio Cabrales no hay imposición de narrativas, porque ninguna es capaz de convencer a alguien de creer lo contrario. “Para mí existe un empate, porque hay dos grandes grupos, cada uno con distintas tonalidades, pero que defienden su bando hasta las últimas consecuencias”, agrega.
El video que registró la agonía del adolescente de 15 años y estudiante de secundaria, Álvaro Conrado, asesinado durante el tercer día de protestas, fue un parteaguas en la crisis de Nicaragua. Dos estudios evidencian que a partir de esas imágenes aumentaron masivamente las movilizaciones y las demandas cambiaron de forma radical.
Sergio Cabrales tiene registradas todas las protestas que ha habido en el país desde el año 2017, es decir un año antes de la crisis. En el estudio que hizo, Terremoto Sociopolítico en Nicaragua, asegura que a partir de la muerte de Álvaro Conrado las demandas de los rebeldes pasaron de ser por la reforma a la Seguridad Social para convertirse en demandas para cambiar al régimen de Daniel Ortega.
El estudio Narrative Tech de la CIDH señala que a partir de la imagen de Álvaro Conrado baleado y la caída del primer “árbol de la vida”, unas estructuras metálicas sembradas por todo el país que se atribuyen a la voluntad de la vicepresidenta Rosario Murillo, la etiqueta de #FueraOrtega alcanzó su pico más alto, cuando antes predominaban #OcupaInss, #SOSINSS o #SOSNicaragua referidas a las protestas por la Seguridad Social.
El estudio muestra que el período de estas demandas revolucionarias, que pedían la salida de Daniel Ortega, se extendió entre el 20 de abril hasta finales de agosto de 2018, cuando ya estaba culminando la Operación Limpieza, el período en que el Gobierno decidió organizar su represión con paramilitares para quitar las barricadas y los bloqueos de carreteras.
Las demandas revolucionarias alcanzaron su punto máximo entre mayo y junio y se transparentaron en el discurso del estudiante universitario Lesther Alemán durante la primera sesión del Diálogo Nacional, auspiciado por la Iglesia Católica: “Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida (…) sepa esto: ríndase, ¡ante todo este pueblo!”. A partir de este momento, las protestas incrementaron de 215 registradas en abril, hasta 615 en mayo y 794 en junio.
En este período de demandas es cuando más se registran comunicados internacionales de condena: 21 en abril, 35 en mayo y 58 en julio. Pero es también cuando hay mayor uso de la fuerza estatal: pasa de ser policial a una combinación entre paraestatales y policías con armas de guerra.
Una vez ejecutada la Operación Limpieza, las protestas caen de manera abrupta: en agosto solo se registraron 88, en septiembre 51 y en octubre 17, después de que cuatro meses antes se registraron 800 protestas en todo el país. Este período es cuando la policía empieza la cacería y persecución contra opositores, medios de comunicación y oenegés, y por esa razón las demandas pasan a convertirse en adaptadas: para pedir la libertad de los presos políticos o reformas electorales. A partir de este momento, también hay menos comunicados internacionales de condena.
El Gobierno ha implementado una serie de medidas y leyes para supuestamente buscar la justicia y reparación de los sucesos de abril de 2018. Primero, designó una Comisión de la Verdad Justicia y Paz, de adeptos del Frente Sandinista, para investigar los hechos. Y, en segundo lugar, aprobó una Ley de amnistía en la que ofrecía perdón y olvido a los manifestantes detenidos.
Ambos intentos son criticados por la oposición por no contar con la credibilidad y el respaldo popular. No obstante, estas acciones demuestran que el Estado no es ciego, ni sordo ni mudo ante los eventos que trascienden en el país. “Son capaces de poner a su disposición todo un aparato de interpretación a su favor. Son capaces de construir lentes para interpretar realidades. Eso se puede ver en El 19 Digital”, dice Sergio Cabrales.
De manera que el Estado de Nicaragua se podría calificar como reactivo: leen los acontecimientos, interpretan y les dan salida a través de las acciones. El último ejemplo de esto fue la ola de femicidios en el país, en la que se montaron para impulsar la ley de cadena perpetua. Así también pasó con las protestas de 2018: las leyeron como un intento de golpe de Estado para después justificar la brutal represión con la que las acabaron.
Los acontecimientos que iniciaron en abril de 2018 marcaron un antes y un después en la historia reciente de Nicaragua, un país que había alcanzado cierta estabilidad política hasta antes del regreso de Daniel Ortega al poder en 2007. Las pruebas reunidas por organismos internacionales de derechos humanos demuestran que el Gobierno sandinista hizo un uso excesivo de la fuerza para reprimir las protestas antigubernamentales, tirando al suelo la narrativa oficial de que se trató de un golpe de Estado o una iniciativa para desestabilizar al Ejecutivo de Ortega. Al desmontar esa versión tergiversada, estas pruebas pueden servir para impulsar un proceso judicial internacional que determine la culpabilidad de las autoridades nicaragüenses en el asesinato de los manifestantes. Cualquier Estado que reconozca el principio de jurisdicción universal puede impulsar un juicio de este tipo, fundamental no solo para determinar quién dio las órdenes para ejecutar los hechos represivos, sino también para saber quiénes la ejecutaron. De esta manera las víctimas podrán tener derecho a la verdad, a la justicia y también a una reparación por las vejaciones sufridas.