En una mañana soleada de febrero de 2021, una caravana de niñas y adolescentes en bicicletas recorrió la Sexta Avenida de la Ciudad de Guatemala, la calle más transitada de la zona. Viajaron desde Chimaltenango, a 40 kilómetros, y portaban gorras, carteles y cintas con la palabra “Justicia”.
Días antes, el 9 de febrero, Sharon Figueroa, una niña de 8 años, desapareció cuando montaba en bicicleta en el patio de su casa en el departamento de Petén, ubicado al norte del país. Un día después fue localizado su cuerpo sin vida y dos personas fueron capturadas por su presunta participación en el asesinato.
El crimen provocó indignación en redes sociales y movió a un grupo de niñas y adolescentes a salir de sus comunidades y viajar al centro de la ciudad a reclamar su derecho a jugar y a vivir libres de violencia.
Saúl Interiano, director de COINCIDIR, la asociación donde las niñas están organizadas, declaró que esta primera acción estaba dirigida, también, a conmemorar a las 41 niñas y adolescentes que murieron en el incendio del 8 de marzo de 2017 en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Este albergue estatal fue creado para atender a menores de edad víctimas de violencia, abandono o que estaban en situación de vulnerabilidad, pero se había convertido en un lugar donde las internas sufrían todo tipo de abusos.
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En otra de sus acciones, en octubre de 2020, las menores bloquearon una parte del Libramiento de Chimaltenango, una carretera construída durante el gobierno del presidente Jimmy Morales por la que hay más de 17 personas imputadas por supuestas negligencias y corrupción en la obra. Desde su apertura el tramo ha sufrido derrumbes e inundaciones que según el Ministerio Público se deben a una mala construcción.
Tras bloquear el paso, las niñas, como acto de protesta, utilizaron un área inundada para simular una piscina. Llevaban pelotas de playa, flotadores y carteles con la frase “más corrupción es menos para la niñez”.
En mayo de 2021 su protesta tomó otra forma. Esta vez tomaron la canción de verano de una compañía telefónica para reescribir la letra y denunciar la falta de acciones para proteger a las niñas y adolescentes. “Cuidan a las niñas, claro que no. Respetan sus derechos, claro que no”, cantan y bailan en un vídeo que fue viral en redes sociales.
Con cada acción se afinan sus estrategias para hacerse escuchar. El 11 de octubre de 2021 un grupo de alrededor de 20 niñas llegó al Congreso de la República para decir que saben qué es la corrupción y quiénes son los corruptos. “Nosotras no estamos perdidas en eso”, dijo Libny Osorio, de 13 años.
“Allí empezó una búsqueda para lograr que avanzara una ley de acceso gratuito a internet para educación. Las niñas se empezaron a reunir con el presidente de la comisión de educación en el Congreso y allí acompañadas hablaron y lograron que se diera un dictamen favorable”, explicó Interiano, el director de Coincidir.
Otra de sus acciones principales es acompañar a niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual y casos de femicidios. “Nosotras no deberíamos estar manifestando, porque los derechos los tendríamos que tener sin que nosotras lo pidamos. Lo primero que yo busco es que las niñas y las mujeres estemos seguras en las calles, que no sintamos temor de salir. Dicen que la niñez somos el futuro de Guatemala pero no hacen nada por cuidarnos y darnos oportunidades, no nos preparan”, señaló Libny Osorio.
Fátima Pérez tiene 10 años y desde los seis es parte de espacios cívicos donde reclama sus derechos. Habló con NoFicción sobre lo que significa para ella ser parte de movimientos juveniles.
“Me parece algo triste e indignante tener que salir a la calle porque supuestamente los grandes, los políticos tienen que protegernos, pero nosotras tenemos que hacerlo, salir y exigir algo que por derecho es nuestro pero no nos lo dan en este país. En el futuro quiero que se haga justicia por todas y que ya no haya más violencia en contra de la niñez y espero un país mejor, una niñez que pueda crecer en armonía para poder ser personas de bien”, indicó Pérez.
Las niñas ocupan las calles mientras en Guatemala los espacios cívicos se están cerrando con represión.
Aplastar una protesta
El día en que Pablo Puente, de 24 años, fue por primera vez en su vida a una manifestación la Policía Nacional Civil (PNC) disparó alrededor de 300 bombas lacrimógenas, dos de las cuales impactaron en el rostro de dos jóvenes que, como consecuencia de ello, perdieron sus respectivos ojos izquierdos. Según reportes de la Cruz Roja, otras 60 personas fueron afectadas por los gases.
Era 21 de noviembre de 2020 y Pablo decidió acompañar a su mamá Roxana Coronado a manifestarse en la Plaza Central de la Ciudad de Guatemala. El día estaba soleado y la familia llegó alrededor de las 3 de la tarde. En el lugar había miles de personas indignadas porque los diputados oficialistas y sus aliados en el Congreso recién habían aprobado un presupuesto nacional que reducía los fondos para combatir la desnutrición y que, entre otros gastos, aumentaba la partida destinada a las comidas de los diputados.
Esa tarde un grupo de personas con los rostros cubiertos ingresó en el Congreso para incendiar una parte del edificio, ubicado a tres cuadras de la Plaza Central. La reacción del Ministerio de Gobernación fue desplegar a decenas de antimotines.
Momentos después, estos agentes se trasladaron a la zona de la plaza donde se concentraba la protesta pacífica. Mientras unos policías detenían a los manifestantes que se iban encontrando en su camino, otros lanzaban bombas lacrimógenas.
Allí estaban Pablo y Roxana. Corrían para ponerse a resguardo de las cargas cuando se detuvieron para auxiliar a personas afectadas por los gases. Fue entonces cuando unos agentes antimotines les detuvieron y les subieron a una patrulla. Ambos sufrieron golpes por parte de los captores, según declararon horas después en el juzgado.
Esa tarde, la madre, el hijo y más de 40 personas fueron trasladados a la Torre de Tribunales acusados de destruir el patrimonio nacional, atentar contra la Policía Nacional Civil (PNC), de provocar desórdenes públicos y manifestarse de forma ilícita. Todo ello pese a que fueron capturados lejos del edificio del Congreso, donde ocurrió el incendio. Pasaron unas 78 horas en la carceleta antes de ser liberados por falta de cargos.
La reacción de la PNC, que funciona bajo el mando del ministro de Gobernación, Gendry Reyes, fue calificada por la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos (Udefegua) como un acto “sistemático de agresión a la población manifestante que se llevó a cabo por un espacio de, al menos, cinco horas”. La entidad presentó dos denuncias por estos hechos.
Un año después de esta protesta y de las detenciones arbitrarias, Nanci Sinto y Juan Francisco Monroy Gómez, dos de los estudiantes que se manifestaron ese 21 de noviembre, fueron capturados y acusados de hacer pintas en una pared del Congreso. El Ministerio Público los señaló por el delito de depredación de bienes culturales. Unos días después se entregó al juzgado Dulce Archila, artista y estudiante de 19 años, quien tenía una orden de captura en el mismo caso. Los tres quedaron en libertad tras pagar una fianza de cinco mil quetzales.
“El estado que desde sus estructuras se manifiesta cada vez con más represión, a través del uso indebido del derecho penal, la cooptación del sistema de justicia que les ha facilitado actuar de forma descarada en contra de activistas, defensores de derechos humanos, líderes, lideresas mayas, campesinas/os, jueces, periodistas independientes y voces disidentes, con la finalidad de deslegitimar y detener nuestras acciones individuales y colectivas”, escribió Nanci Sinto en un comunicado en el que habló de su caso.
Los efectos de la represión de ese 21 de noviembre fueron desde problemas de salud mentales y físicos para las personas detenidas hasta desalentar a la ciudadanía que se planteara salir a las calles a protestar.
El 2 de diciembre de 2021 cinco agentes de la PNC fueron acusados formalmente de abuso de poder y simulación de delitos por haber capturado y arrastrado a dos hermanas jóvenes que participaban en la manifestación y por escribir en el parte policial que estaban frente al Congreso lanzando piedras, aunque ellas fueron detenidas en otra área. Los cinco quedaron en libertad tras pagar dos mil quetzales, una cifra menor de lo que pagaron los estudiantes.
“Me daba miedo ver una patrulla”
Tras salir de la carceleta Pablo pasó semanas procesando lo que le acababa de pasar: fue a manifestarse y regresó a su casa tres días después, acusado, agredido y asustado.
“Tuve un par de semanas en las que me sentí paranoico”, relató a No-Ficción. Pablo se sintió indefenso al darse cuenta de que, en Guatemala, las autoridades pueden quebrantar los derechos de alguien con menor poder “sin que haya un tipo de reacción”. Por ello, desde entonces, explica, “he tratado de informarme más porque el gobierno es un ente enorme que pisotea a quien quiera”, contó.
El joven pudo superar el trauma de la represión policial gracias al apoyo psicológico que recibió de parte de Udefegua. Pasó alrededor de un mes y medio en terapia hasta que se sintió listo para regresar a la calle a protestar.
“Volví a manifestar una vez más. Fui para enfrentarme a la situación y me sentí más tranquilo porque ya había hablado con el psicólogo”, describe. Pablo venció la paranoia, pero las consecuencias fueron más allá.
“Yo no puedo decir que tengo algún malestar físico, pero sí me dejaron malestares mentales y los problemas psicológicos sí tienen peso. Además arruinaron mi imagen pública porque me acusaron de terrorista y de depredador de bienes culturales. Ahora tengo manchado mis papeles (antecedentes penales y policiacos) y eso no es culpa mía. Yo quisiera algún tipo de disculpa y remuneración porque el Estado hizo este daño y no ha pasado nada”, explicó a No-Ficción.
En el caso de su madre, Roxana Coronado, los efectos fueron más agresivos. Cuando fue capturada sufrió una lesión en el cuello. Fue evaluada por el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), que detectó el daño y le recomendó someterse a una terapia física para recuperarse; sin embargo, no pudo seguirla por falta de recursos económicos. Un año después todavía padece los dolores. El Inacif también le realizó una evaluación psicológica de la que nunca pudo ver los resultados porque fueron enviados directamente al Ministerio Público.
Roxana nunca recibió apoyo del gobierno para recuperarse y la última vez que tuvo comunicación de parte de la Fiscalía fue en enero de 2020, cuando le tomaron declaración como testigo de lo que pasó en la Plaza.
“Se siente frustración e impotencia ante un Estado que no responde cómo debería. Estoy convencida de que este gobierno y los anteriores han estado al servicio de poderes ocultos que no están a favor del pueblo”, sostiene Roxana que, pese a lo que sufrió, no ha dejado de ir a protestar. Pablo, su hijo, no ha vuelto a las manifestaciones pero se ha enfocado en informarse más. “Lo que espero del gobierno es que respete la voz de la gente que quiera hablar porque lo que hacen es reprimir”, cerró el joven.
El 23 de noviembre, dos días después de la represión de la PNC, el Ministerio Público de Guatemala dijo en un comunicado que investigaría los hechos con objetividad e imparcialidad y que integraría un equipo especial conformado por personal de la Fiscalía Metropolitana, Delitos Administrativos, Delitos contra la Vida, Delitos contra Periodistas, contra el Patrimonio Cultural y Extorsión. Pese a la gran cantidad de personas trabajando en el caso, los manifestantes afectados pasaron casi un año sin recibir ningún tipo de comunicación con el MP.
El cierre de los espacios y nuevas organizaciones
Gabriel Wer es activista y director del Instituto 25A, una organización creada a raíz de las manifestaciones que en 2015 llevaron al entonces binomio presidencial a renunciar por las acusaciones de corrupción. Según su opinión, los últimos dos gobiernos, ayudados por el Ministerio Público, han cerrado los espacios cívicos y han dejado a la población sin opciones para protestar.
“Esto ha llevado a que las personas y organizaciones busquemos formas alternativas de protestar y de hacer más ruido porque se requiere hacer acciones más fuertes. Eso mismo ha generado ciertos miedos y reservas, hay gente que ya no atiende a convocatorias de protestas porque prefiere no arriesgarse”, explicó Wer.
Desde entonces, las movilizaciones son diferentes, algunas más visibles que otras, pero destaca el ingreso de nuevas generaciones, principalmente mujeres jóvenes.
“Creo que va a ser raro que volvamos a ver pronto una foto de una plaza llena pero eso no quiere decir que no haya habido otro tipo de movilizaciones que han sido efectivas para llamar la atención sobre una temática”, enfatizó Wer.
Uno de esos movimientos alternativos que está tomando fuerza en Guatemala es el de las niñas y adolescentes de la Asociación Coincidir, que lleva 12 años trabajando con 60 comunidades de Chimaltenango y Jalapa, donde se reportan altos índices de violencia contra la mujer.
Menos jóvenes en la calle
Mientras el movimiento de mujeres y niñas se fortalece, también cada vez hay menos jóvenes en la calle.
Brenda Hernández, activista y miembra de la Batucada del Pueblo, un colectivo que acompaña con tambores y sartenes las manifestaciones, dijo que en los últimos años ha descendido la participación de la población en la protesta, principalmente la de los jóvenes universitarios.
“Ahora por más que se hagan convocatorias, por lo menos a nivel urbano, es muy difícil que la gente vuelva a las calles. Quienes hemos estado de manera permanente en la plaza, sábado a sábado, somos colectivos pequeños y urbanos con poca capacidad de convocatoria”, relató Hernández.
¿Por qué se desinfló la movilización? La situación está cuesta arriba, dijo la activista.
Desde 2015, año en que las protestas ciudadanas provocaron la renuncia del binomio presidencial Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, hubo desintegración de las organizaciones que estuvieron más presentes. La activista lo amerita a la misma evolución de las personas y sus intereses, pero le suma que la represión del 21 de noviembre de 2020 provocó que muchas personas dejaran de participar por miedo a ser capturadas o criminalizadas.
Lenina García, ex Secretaria General de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) de la Universidad de San Carlos de Guatemala, la más grande aglutinación de estudiantes, explicó que el cambio en el contexto político impactó en la organización de los estudiantes.
“Ahora hay más demandas dispersas, y el sector urbano no siempre se mueve por los mismos objetivos”, dijo. A eso se suma que la pandemia sanitaria por covid-19 afectó el nivel de convocatoria de los estudiantes y que la misma AEU pasó por elecciones para elegir a sus representantes.
Mientras los jóvenes universitarios, la masa que movió las protestas, están lejos de las calles y el Ministerio Público no responde a los llamados a brindar justicia por los abusos de la policía, son las niñas y las mujeres quienes llenan las calles. Sin embargo, todavía queda un lugar para hacer escuchar las demandas: las redes sociales.
Nanci Sinto, la mujer universitaria que fue capturada y puesta en libertad tras el pago de 5 mil quetzales, declaró en su comunicado de prensa que las plataformas virtuales son una herramienta importante para informar y evidenciar las injusticias.
“Creemos firmemente en la necesidad de politizar los espacios y que el espacio virtual es una trinchera de lucha”, concluyó.