María Xavier Gutiérrez
14 de diciembre 2024

Jingle Bells desde el exilio


Llegó diciembre y confieso que soy bien cursi: me encanta la combinación de verde con rojo, las luces que imitan a las estrellas y el pastel de frutas secas maceradas en ron… hasta hago el ridículo, a veces, usando en la cabeza el gorro verde de los duendes del taller de Santa. Este año 2024 mi fiesta empezó en noviembre, ante la gran ilusión de recibir en Navidad a un grupo de amigos muy queridos desde Nicaragua. 

Entonces, en el mes once saqué los metros de luces de colores, puse arbolitos en las mesas de toda la casa, en ventanas, encima del inodoro, puse los nacimientos con todo y el Niño Dios –eso de ponerlo hasta el 25 me parece muy triste–; coloqué a los cascanueces en gradas, en el piso, en las habitaciones, la guirnalda en la entrada y para los amigos compré pantuflas y gorros de la ocasión, antes de que se agotaran en las tiendas. 

Mi esposo es cómplice de esta locura empalagosa. Le da por encender las luces de colores desde que se levanta. De seguro los vecinos nos creen desquiciados. Así llevamos él y yo la Navidad. A pesar de que nuestros hijos están lejos de casa, nos da alegría escuchar Adestes Fideles y el repertorio completo de la temporada; los vientos helados, comer relleno con pan, el gofio de las purísimas y el rompope; poner en el comedor dulces para que estén al alcance de la mano a la hora del café, hasta nos consentimos subir de peso sin remordimiento. 

Aunque a mí me gusta todo eso, también reconozco que la Navidad es intensa. El bombardeo del comercio para que compremos y el Jingle Bells en los supermercados, el rojo de las pastoras por todos lados, el tráfico pesado, los encuentros grupales para cerrar el año, el intercambio de regalos… ¡Uff! Es como sentir que el sistema social te empuja a encender esa vibración en el pecho para estar celebrativo a diario, quizá feliz; de hecho no cabe la tristeza estos días a pesar de la vida de cada quien, a pesar de que el mundo sigue girando con toda su distopía, y aún a pesar de que en ningún lugar hay banderas de paz, tampoco en mi país.

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Así fue como una noche de estas leí la noticia sobre unas reformas a la ley migratoria de Nicaragua que, en resumen, confirman lo que ya venía sucediendo desde hace años: que el Gobierno tiene derecho a decidir sobre quién entra o sale de Nicaragua, según les parezca sospechoso o no el viajero. Sospechoso de “menoscabar la integridad nacional”. Según el caso, esta persona podría ser detenida de forma indefinida o ser expulsada para siempre del país. Nada nuevo me dije… leí y me dormí. 

Pero los tentáculos del mal se desplazan por leguas y alcanzan la materia sólida en toda sus formas; penetran la piel, llegan a las vísceras y al corazón. Así fue como días después de esa noticia recibí la llamada de los amigos: “Hola Mari, mira con pesar no vamos a poder llegar”. Me dijeron que les provoca mucho nervio salir del país, y es que a veces quitan los pasaportes y se los llevan largos minutos para verificar que el nombre del viajero no esté vinculado a ningún opositor, o que sus redes sociales no delaten su pensamiento crítico. 

Los amigos no quieren venir porque no saben si podrán regresar, lo cual significaría el destierro. Atendí la llamada con empatía, sabiendo que tienen razón; sabiendo que el Gobierno los está obligando a tomar esa decisión porque en Nicaragua “calladito te ves mejor”. Es decir, indetectable, invisible, susurrando apenas, hablando de fútbol y del asado del domingo, aunque la procesión se lleva por dentro. ¿Cabe la tristeza estos días? Sí cabe, sucede cuando el corazoncito se humedece un poco y al apretarlo salen las lágrimas. 

A los días siguientes me sentí como si me hubiesen robado el regalo que me trajo Santa. Una mezcla entre comprensión racional y pesar emocional. Aunque no quisiera escribir sobre desaliento, me pregunto qué sería de mí sin estas realidades que, a su vez, me enseñan a apreciar otros aspectos dentro de esta temporada. Entonces pensé que si la vida otra vez me da limones, otra vez haré limonada. Ni corta ni perezosa completé el plan original, compramos los regalitos para nuestros amigos y los mandamos con alguien; iban llenos de sabores, olores, sonidos y sabiduría… Queremos que la Navidad nos permita estar juntos a través de esas cositas que representan nuestro amor eterno. 

Por otro lado, cierto que la vida a veces te quita un poco pero también te da mucho… Ya solo me queda instalar el pino de verdad; verde intenso, de ramas olorosas, no tan alto, porque las luces de mi casa y los sabores dulces los disfrutaremos con la hija que viene a vernos –a sus viejos padres–. Llegará con su cabello más largo, con su maleta llena de anécdotas, con calcetines gastados, con fotos no reveladas, con sonidos de otros idiomas, llega a dormir tranquila, a contarnos detalles de sus planes, llega a ver a sus amigos, llega para encender la casa con su vida y eso hace que mi corazón se ilumine y baile el Jingle Bells… Y en Nochebuena, aunque suene a poesía, habrá un lugar para cada miembro de nuestra familia, aunque estén lejos… y comeremos una rica pierna ahumada, el relleno de Nicaragua y un buen vino. 

Les deseo una feliz Navidad. 

ESCRIBE

María Xavier Gutiérrez

Comunicadora social y creadora del Blog Mujer Urbana desde 2012. Actualmente estudiante de maestría en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España.