“Te opero muerta”. En su mente Marlene escucha esa frase una, dos, tres, cuatro, cinco…muchas veces. Prácticamente, esa fue la respuesta que recibió cuando solicitó que la esterilizaran porque no quería volver a ser madre. Su hija acaba de nacer, luego de un embarazo complicado. La historia sucedió en 2018, cuando Marlene tenía 23 años y 26 semanas de gestación.
Un día su presión arterial se elevó y entró de urgencias al Hospital Regional de Chepo, una comunidad a 56 kilómetros del centro de Ciudad de Panamá. Le detectaron hipertensión gestacional, pero también estaban investigando para determinar si era preeclampsia, una complicación del embarazo que se manifiesta con presión alta y otros malestares en el sistema hepático. Estuvo cuatro días hospitalizada, pero no sería la última vez. En la semana número 38, fue a control médico y otra vez le dijeron que tenía la presión alta. La vieron tan mal que enseguida la internaron.
“Me intentaron inducir el parto por medio de medicamentos, pero no funcionó. Eso fue como a las 8:00 a.m. del día siguiente al que yo había llegado. A las 5:30 p.m. me llevaron a quirófano para practicarme una cesárea de urgencia”, narra. Y en esas circunstancias nació su hija.
El médico que la trataba prácticamente la sentenció. Le dijo que si tenía otro hijo, moriría. Ella le contestó: “opéreme” (esterilización), pero la respuesta que recibió la dejó perpleja. Le dijo que sí la operaría, pero cuando tuviera otro hijo. “Para mí lo que significó eso es un ‘te opero muerta’, eso fue lo que yo entendí. Te opero muerta y eso me marcó mucho”, recuerda.
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Marlene es pura vida, comunicadora, rapera y activista por los derechos humanos. Pero cuando evoca ese momento, guarda silencio. Los ojos se le ponen chiquitos y llora. La decisión del médico también puso en riesgo su salud mental. Después del embarazo sufrió depresión post parto, precisamente como consecuencia de que rechazaran su pedido de ligarle las trompas. “Fue bien fuerte para mí ese momento de mi vida. Estuve como dos años y medio batallando con eso mientras criaba a mi hija. Tenía mucho miedo de quedar embarazada. Mucho miedo de tener relaciones sexuales, mucho miedo de tratamiento hormonal. Miedo a todo”, cuenta.
Siente que su dignidad fue ultrajada. “Además de las condiciones sociales económicas, y todo lo que pasó durante mi puerperio, esas palabras del doctor también resonaron mucho en mí”, añade.
La demanda
Tres años antes de la experiencia de Marlene, la abogada Haydée Méndez había presentado una demanda de inconstitucionalidad contra la Ley 7 de 2013 que regula la esterilización femenina. Esa norma dice que para esterilizarse, las mujeres deben tener 23 años, dos hijos o más y permiso médico.
La abogada llevó el caso ante la Corte Suprema de Justicia. Lo hizo exactamente el 25 de noviembre de 2015, el Día Internacional de la No Violencia Contra la Mujer.
“Con solo leer la ley cualquiera se puede percatar de que contiene normas que constituyen violencia contra la mujer, porque según el primer artículo de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, la discriminación es igual a violencia. Consideré que como defensora de los derechos de la mujer, era mi deber intentar corregir este entuerto”, explica.
La jurista disecciona la ley. Para solicitar la esterilización en el sistema público, las mujeres deben tener 23 años y dos hijos. Esto, a su juicio, es “maternidad forzada”. Además, tienen que tener recomendación médica, lo que, sustenta, equivale a “discriminación”, porque a los hombres no se les exige ese requisito.
Haydee también dice que, en la práctica, la ley sólo afecta a las mujeres que no tienen cómo pagar una esterilización, pues las que tienen medios económicos se pueden esterilizar en una clínica privada sin cumplir con ningún requisito. Por eso dice que en Panamá existe discriminación de clase. Por último afirma que la norma es “inconstitucional” porque esteriliza gratuitamente a todos los que cumplen con los requisitos, lo que sustenta, “impone una carga demasiado pesada para el Estado”.
Aura
Otra mujer, otro hospital. Los recuerdos más tristes de Aura viven en un cuarto de hospital. Su historia empieza a finales de diciembre de 2003, cuando tenía 30 semanas de embarazo, momento en que todavía regía la Ley del 48 de 1941, que establecía que para esterilizarse, las mujeres tenían que tener 33 años o más y por lo menos cinco hijos.
Dolores, malestares, no podía respirar. Fue a urgencias de la Caja de Seguro Social (CSS) y allí la vieron tan mal que la trasladaron en una ambulancia al departamento de ginecología y obstetricia de la Policlínica Especializada de la institución.
Era el 28 de diciembre y le trataban una preeclampsia. “No puedo respirar, no puedo respirar”, se quejaba con las enfermeras. Ellas le respondían que ya habían llamado al doctor, pero que no contestaba. Que en algún momento llegaría. No llegó en la noche. Tampoco en la madrugada.
Sola, angustiada, vulnerable, impotente, Aura se tocaba el vientre y empezaba a hablarle a la hija que ya quería nacer: “Tú permanece tranquila, yo voy a aguantar por las dos”, la consolaba. Se consolaba.
Al día siguiente, durante la mañana del 29 de diciembre, una doctora apareció y le practicó una cesárea de emergencia. Sus recuerdos de ese momento son vagos. Iba en una camilla, miraba al techo del hospital, se concentraba en las luces blancas. ¿Todo estará bien? Preguntó a la médica que la atendía.
“Sí, todo está bien”, le respondió. Cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta varios días después.
Mientras el mundo celebraba la llegada de un nuevo año, Aura estaba en la frontera entre la vida y la muerte. Despertó el 6 de enero de 2004. Ocho días después de la emergencia. Estaba amarrada y con tubos y cables por todos lados. Estaba en una sala de cuidados intensivos. Su hija recién nacida también, pero en el departamento de neonatología.
Poco a poco se enteró de lo que ocurrió mientras ella estaba inconsciente. Los médicos le habían dicho a su familia que prepararan todo para enterrarla porque las posibilidades de que viviera eran muy pocas. Si acaso de 20%.
No era para menos. Le dio preeclampsia agregada y edema pulmonar. Y Aura empezó a recordar lo que pasó aquella noche, cuando gritaba para que la ayudaran porque se estaba asfixiando. A su mente llegaron voces de enfermeras que a su lado murmuraban: “a ella la encharcaron, la encharcaron”. Entendió que la presión se le había disparado tanto que tenía los pulmones llenos de agua. “Por eso era que yo no podía respirar”, dice.
Su angustia no terminó allí. Ahora tenía que luchar con dos males: el físico y el emocional. Fue un infierno. “La cicatriz me quedó horrorosa. Yo no podía ni pararme porque la doctora, que era joven, de las que están en prácticas, no me coció muy bien y yo no me podía ni enderezar porque eso me enconaba”, asegura.
Una madrugada hasta fue víctima de abuso sexual por parte de un enfermero. “Vino a tomar una placa del pecho y me despertó porque me estaba tocando el pecho y me pellizcaba los pezones”, narra. Todo eso ocurrió en la unidad de cuidados intensivos del hospital.
Salió de la etapa crítica. La enviaron a otro cuarto para tenerla “en observación”. Allí habían otras mujeres con condiciones similares a la suya. Eran siete en total. “Siete mujeres solidarias en el silencio, porque lo único que hacíamos era mirarnos”, recuerda. Cada quien encarnaba sucesos dolorosos. Una a la que también le habían hecho cesárea, se quejaba constantemente de dolores en la herida. La revisaron y se dieron cuenta que le habían dejado una gasa dentro de su vientre. Se la sacaron, pero no lo hicieron en un quirófano. Lo hicieron allí, frente a todas las demás.
Otra de sus compañeras murió porque le dejaron la placenta adentro. “Y pues se pudrió, se pudrió”, cuenta Aura. “Yo la vi muy mal. Con la cara de ella aprendí a reconocer cuando la muerte viene para la gente querida”, dice.
Aura salió del hospital el 9 de enero de 2004. Su hija quedó recluida otro mes más. Pero antes de dejar el cuarto médico recibió una advertencia. Un neurocirujano le dijo que no era recomendable que tuviera más hijos, que era un riesgo muy grande. Que, si lo hacía, sería prácticamente una condena de muerte. Le recordó que era casi un milagro que ella despertara y le recomendó que hiciera algún tipo de procedimiento anticonceptivo, como el salping o ligadura de trompas, uno de los métodos para la esterilización de la mujer.
Volvió a la CSS a una consulta médica para solicitar el procedimiento. La respuesta que le dio el doctor que la atendió fue rotunda y fulminante. Le dijo que no le haría ningún procedimiento de esterilización porque si ella se divorciaba el próximo hombre con el que se uniera o casara no iba a tener sus hijos.
“Quiere decir esto que un hombre hipotético, un hombre imaginario, tuvo más derechos que yo sobre mi propia vida. Así que no pude obtener el salping por parte de una institución del Estado. Me fue negado por un doctor hombre”.
En ese entonces Aura tenía 33 años. Hoy tiene 53 años y llora cada vez que lo recuerda. Cinco años después ella seguía enferma. Le detectaron miomas, unos tumores que crecen en la matriz. Entonces decidió que se trataría en un hospital privado. De alguna manera su cuerpo estaba reclamando la esterilización que el médico de la CSS le negó. En efecto, le hicieron una histerectomía (extirpación de útero). Para pagar la operación solicitó un préstamo.
Aura es consciente de que durante ese embarazo, el sistema de salud pública la salvó. Que salvó también a su hija. Pero el precio que tuvo que pagar fue muy alto. “Uno como mujer va aquí, allá, va a todos lados y la verdad es que llega un momento en que no sabes qué hacer. Te sientes mal y estás enferma y estás sola”, narra.
El fallo
El 10 de septiembre de 2020, 18 años años después de la traumática experiencia de Aura, y cinco años más tarde de que Haydée Méndez presentara la demanda, la Corte emitió su veredicto, aunque no se hizo hizo público hasta el 13 de marzo de 2021, cuando salió en la Gaceta Oficial.
El máximo tribunal resolvió que la maternidad es un aspecto que impide colocar en situación de igualdad a los hombres y las mujeres, por lo que rechazó la demanda y, por el contrario, protegió la ley. Prácticamente la esculpió en piedra, dejando a las mujeres con pocas opciones para decidir sobre su salud reproductiva. En aquel momento, el pleno de la Corte (nueve personas) estaba compuesto en su mayoría por hombres. Cinco magistrados votaron a favor de dejar la norma tal como está y tres magistradas y otro magistrado no estuvieron de acuerdo. Estas cuatro personas coincidieron en que, en efecto, la ley supone una doble discriminación, pues le da la potestad a los hombres mayores de 18 años de pedir una esterilización gratis, mientras las mujeres deben esperar a tener 23 años y dos hijos.
Un carpetazo que las invisibiliza, les borra su derecho a decidir sobre su cuerpo, y cercena su autonomía.
Coincidieron en que la norma castiga sobre todo a las mujeres pobres, porque las que tienen recursos económicos pueden acudir a los centros médicos privados. “De ninguna manera, como Tribunal Constitucional garante de los derechos fundamentales, podemos avalar actos de discriminación en detrimento de los derechos humanos de toda persona, siendo parte inherente a la dignidad humana”, sustentó en su momento la magistra Ángela Russo.
María Victoria
Si hay algo que María Victoria tuvo claro una vez que nació su niña es que no volvería a tener más hijos. Su razón es sencilla y se sustenta en el libre albedrío. En el derecho a decidir, en la posibilidad de hacer lo que desea con su cuerpo, en la autonomía de la mujer.
En 2014, a los 21 años, María Victoria dio a luz a una niña. La trajo al mundo con un parto normal. Todo salió bien. Pero decidió que sería la única. Apenas pudo fue a una consulta de ginecología en el Centro de Salud Amelia Denis de Icaza, en el distrito de San Miguelito, en el área metropolitana del país. Quería asesoría para someterse a un proceso de esterilización.
La ginecóloga que la atendió le dijo que ella le podía dar la recomendación médica necesaria para la operación, pero que prefería no hacerlo porque cuando su hija estuviera grande, lo más seguro es que iba a querer tener otro hijo. Así, como quien tiene una bola de cristal y puede ver el futuro. “No va a haber circunstancia que haga que cambie de opinión”, le dijo María Victoria a su doctora.
Como era de esperarse, no logró que la operaran. Su hija tiene ya ocho años y María Víctoria sigue pensando igual. No quiere tener más hijos. Su condición económica no le permite acudir a una clínica privada a hacerse el procedimiento. Por eso no tiene más alternativa que planificar con anticonceptivos, asumiendo los costos: el monetario y el de salud.
En Panamá, el país de la región con los medicamentos más caros, una caja de pastillas anticonceptivas para 28 días, le cuesta a María Victoria $8. Eso en una nación en la que la mayoría de su población gana $719, el salario mínimo.
De acuerdo con estadísticas suministradas por el Ministerio de Salud, en 2022, en Panamá se hicieron 5 mil 522 esterilizaciones. La mayoría de esas operaciones, 2 mil 730 casos, se realizaron a mujeres de entre 25 y 34 años de edad. Mil 417 se practicaron a un grupo de entre 35 y 49 años, en tanto que 35 se hicieron a mayores de 50 años. Otros 778 de esos procedimientos se hicieron a una población que entra en el rango de los 20 a 24 años de edad; y 61 fueron practicadas a mujeres entre 15 y 19 años. Mientras que tres se hicieron a niñas de 15 años.
El Santo Tomás, principal hospital público del país, fue el que atendió a más mujeres, con mil 765 procedimientos.
Bárbara
El caso de Bárbara ocurrió en el sistema privado. Cuando tenía 23 años tuvo a su hija. Un tiempo corto después quedó nuevamente embarazada. En esa etapa de su vida acordó con su pareja que no querían tener más hijos. Así que en una de las citas de control de embarazo, aprovechó para decirle a su ginecóloga que ella quería someterse a una esterilización. Desde ese momento empezó la evangelización. La médica le dijo que era muy joven, que mejor lo pensara, que después se arrepentiría. En fín, escuchó el discurso que suelen repetir los médicos para intentar desistir a sus pacientes de que no se sometan a ese proceso.
El día que iba a dar a luz a su segundo hijo, Bárbara estaba decidida a hacerse la operación. Y nuevamente escuchó el discurso de los médicos. Que si lo había hablado con los familiares. Que por qué había tomado esa decisión. “Si yo hubiera sido una persona que no tiene el criterio y la decisión tan formada, me convencen de no hacerlo. Simplemente habría podido salir de ahí sin operación”, cuenta.
Ella les dijo que ya era una decisión tomada y a partir de allí todo fue muy fácil. A diferencia del sistema público, donde se requiere cumplir a cabalidad con cada uno de los requisitos, a ella nadie le preguntó la edad, ni cuántos hijos tenía y mucho menos, si tenía una recomendación médica. Aquí, más que las obligaciones de la Ley 7 de 2013 que regula la esterilización femenina, Bárbara tuvo que lidiar con los mismos estereotipos presentes en los centros de salud públicos: la idea de que una mujer jóven no sabe lo que quiere y está condenada a arrepentirse.
¿Y los derechos?
Haydée Méndez, la abogada que demandó la ley de esterilización, asegura que Panamá está muy atrasado en lo que concierne a los derechos de la salud reproductiva de la mujer. Ella afirma que los fundamentalistas religiosos y las iglesias conservadoras tienen mucha injerencia en las normativas, precisamente lo contrario a un Estado laico. “Los embarazos precoces y los delitos sexuales van en aumento. Somos uno de los países de la región con más alto índice de adolescentes embarazada”, sustentó.
De acuerdo con datos del Ministerio de Salud (Minsa), Panamá tiene una alta tasa de embarazos adolescentes: 81 por cada mil mujeres de entre 15 y 19 años de edad.
Poco antes de que la Corte emitiera su veredicto en contra de la demanda de Ley de esterilización, la abogada presentó una iniciativa legislativa a la Asamblea Nacional, por la vía de la participación ciudadana. La propuesta apunta a combatir la discriminación y todos los defectos que tiene la norma. El documento reposa en algún escritorio polvoriento de la Comisión de la Mujer, la Niñez, la Juventud y la Familia del Legislativo. Allí también debe estar la iniciativa que presentó el diputado independiente Juan Diego Vásquez sobre el tema. El diputado dice que la ley actual no toma en cuenta dos temas importantes. El primero es el derecho de las mujeres a decidir sobre su vida, pues argumenta que, así como se prohíbe la esterilización forzada, no se debe obligar a una mujer a tener hijos como requisito para acceder a la esterilización. A su juicio, esto es una maternidad forzada. Y el segundo tema se sustenta en el derecho de todos los seres humanos a ser considerados iguales ante la ley. “La actual ley crea privilegios a favor del sexo masculino”, afirma.
Entonces propone que toda persona mayor de edad no asegurada, podrá solicitar la esterilización gratuita en los hospitales públicos del país. Con la propuesta, este diputado iguala la ley de Panamá con la de Costa Rica, país que permite la esterilización a los 18 años. O a la de Argentina, donde también se establece que toda persona mayor de edad tiene derecho a acceder a las prácticas denominadas “ligadura de trompas de falopio” y “ligadura de conductos deferentes o vasectomía” en los servicios del sistema de salud.
No se sabe si esta iniciativa algún día verá la luz. De hacerlo tendrá que ser analizada, en principio por la Comisión de la Mujer de la Asamblea, una corporación integrada por cinco diputadas y cuatro diputados, la mayoría de corte conservador.
Mientras tanto, la salud reproductiva de las mujeres seguirá condicionada por una ley esculpida en piedra discrimina, excluye e invisibiliza. Los hospitales seguirán atendiendo a las Marlenes, a las Auras, a las Marías y a las Bárbaras.