Nací en 1991, once meses después de que Violeta Barrios de Chamorro se convirtiera en la primera mujer presidenta de América elegida por voto popular. Mientras Nicaragua comenzaba a aprender lo que era vivir sin guerra, yo apenas comenzaba a existir. Nunca la vi como presidenta. No la recuerdo hablando por televisión. Tengo que ir a YouTube y ver los archivos para saber cómo era. No tengo memoria alguna de ella como jefa de Estado. Pero hoy, con su muerte, siento que algo se me muere también.
Me crié escuchando su nombre como quien escucha hablar de un mito: la viuda de Pedro Joaquín, la mujer que le ganó a Ortega, la que representó la paz después de una guerra civil que había dejado el país desangrado, la que luchó por reconciliar a una nación entera. Pero esa Nicaragua que intentó construir, una democracia —frágil, desordenada, contradictoria— no es la que conocí. Yo conocí otra.
Cuando comencé a trabajar en medios de comunicación en 2008, tenía 17 años y Daniel Ortega llevaba poco más de un año en el poder. Para entonces, ya había regresado con una victoria electoral cuestionada, fraguada entre divisiones opositoras y pactos oscuros. Desde entonces, he visto cómo ha consolidado un régimen autoritario junto a su esposa y copresidenta, Rosario Murillo. Llevan 18 años en el poder. Justo uno más de los que llevo ejerciendo el periodismo.
He vivido más tiempo bajo el régimen de Ortega-Murillo que en un país con alternancia política. He vivido más tiempo viendo cómo se clausuran medios, se persigue a periodistas, se criminaliza la palabra, en un país donde informar era un oficio libre y necesario.
Hoy, desde el exilio, junto a mi equipo, escribimos sobre la muerte de Violeta Barrios. Contamos su historia y la de un país que alguna vez creyó —aunque fuera por un instante— que podía ser distinto. Su partida ocurre mientras quienes socavaron la democracia siguen vivos, impunes, aferrados al poder. Incluso impidieron que ella pudiera regresar a morir a su país.
Violeta Barrios quizá no fue perfecta para muchos. Su Gobierno fue el inicio de muchas transiciones a medias. Pero representó algo que en Nicaragua cuesta imaginar: la posibilidad de salir de una dictadura a través del voto. Representó, sobre todo, la necesidad de reconciliarnos sin matarnos.
En un país donde la reelección perpetua, la censura y el exilio se han institucionalizado, “doña Violeta” fue una excepción. Su muerte marca el fin simbólico de un tiempo que no viví, uno en que las presidencias no se heredan ni se eternizan.
Cuando nací, Violeta ya gobernaba. Cuando comencé a escribir, Ortega ya había vuelto. Hoy, que ella muere, él sigue ahí. Y yo sigo viendo los mismos rostros en el poder, mientras las voces críticas se apagan: en el exilio, en la cárcel, en el silencio.
Y me pregunto: ¿qué país heredarán quienes apenas comienzan a caminar, leer y soñar? ¿Cómo construir una conciencia democrática en una tierra donde nunca se ha vivido plenamente la democracia? ¿Cómo confiar en la justicia o en el disenso, si la vida cotidiana está marcada por el miedo?
Las nuevas generaciones —nacidas dentro o fuera del país— merecen más que un país convertido en advertencia. Merecen un lugar donde cambiar de Gobierno no sea fantasía, donde opinar no sea delito, donde disentir no sea crimen.
Tal vez la muerte de Violeta Barrios no solo sea el final de una época que no viví. Es también el recordatorio de una deuda pendiente: construir un país donde las y los jóvenes no tengan que resistir para vivir, sino vivir como un derecho. Un país donde la democracia deje de ser un recuerdo prestado y se convierta, al fin, en una realidad compartida.
ESCRIBE
Néstor Arce
Cofundador, director y productor multimedia de Divergentes. Junto a su equipo ha obtenido el Premio Ortega y Gasset 2022, el premio de la Sociedad Interamericana de Prensa 2022, nominado al Premio Gabo 2021 y los premios a la Excelencia Periodística Pedro Joaquín Chamorro.