En la Universidad Centroamericana (UCA) aprendí a leer. No es que antes no pudiera hacerlo, pero es que la biblioteca José Coronel Urtecho fue mi albergue durante mis primeros años como estudiante de comunicación social, y allí entendí la infinita dimensión de la lectura: nunca antes había tenido el mundo a tan corto alcance, una variedad de títulos que me transportaron a miles de ciudades a conocer autores tan diversos, desde los del Boom a rebobinar el tiempo hasta el Siglo de Oro español, algo de Shakespeare, Edgar Allan Poe, Steinbeck, Carlos Martínez Rivas y periodistas contemporáneos como Alma Guillermoprieto que, sin saberlo, me preparaban tempranamente para ejercer este oficio con principios.
Aunque para un lector educado en otros países una biblioteca universitaria no resulte un acontecimiento, para mí sí lo fue, porque mis estudios de secundaria y primaria fueron bastantes básicos en ese sentido. La biblioteca de la UCA me cautivó no sólo por el olor a la celulosa vieja de sus libros que impregnaban el edificio congelado por los aires acondicionados, sino porque allí descubrí de manera integral el conocimiento: sentí que huele, tiene colores, formas, diversidad, música, números, santos, fiestas, discrepancias, utopías, derrotas, conflictos, traiciones, tradiciones, disrupciones, esperanzas y sobre todo poder… un poder transformador al que yo pude acceder gracias a mi beca otorgada por la alma mater jesuita y el 6 % constitucional pagado por los impuestos de los nicaragüenses.
Es por eso que la estocada final a la UCA por parte de la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo (que en resumidas cuentas es una confiscación de facto) jode mucho. Jode porque es una embestida total contra el conocimiento; es el aniquilamiento de las oportunidades para que otros jóvenes descubran el mundo, ya sea a través de la biblioteca o los laboratorios, las aulas, cafeterías y los pasillos (en especial La Pasarela) de la UCA. Es el desmantelamiento de una casa de estudios en la que, durante más de sus 60 años de funcionamiento, se han formado muchos de los profesionales más destacados de Nicaragua. Estudiantes que desde estas aulas empujaron una revolución (que terminó pervertida), la autonomía universitaria, los derechos de las mujeres, de las minorías, el estado de derecho, el ambientalismo, la equidad y cambios culturales que fueron claves en el breve ejercicio democrático de nuestro país, entre 1990 a 2006.
Acusar de “terrorismo” e incautar su campus –nuestra casa común– no sólo evidencia la rapiña de Ortega y Murillo, sino la determinación totalitaria de extinguir toda voz crítica en nuestro país, triturando a todo aquel que no se someta. La UCA ha sido en todo este tiempo, con sus altos y bajos, ejemplo de cabeza erguida y resistencia. De coraje y convicción de por y para la libertad de esta Nicaragua encadenada por los sátrapas. Y nada más efectivo para encadenar que amputarle las alas al conocimiento e instalar, como lo han hecho con otras 26 universidades privadas, centros de estudios sometidos a los designios de los dictadores, donde la loa es la mejor calificación y la crítica el aplazamiento.
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Ortega y Murillo le temen tanto al poder del conocimiento que por eso su totalitarismo es también oscurantista. Van imponiendo al trompón y la patada el culto a la personalidad y la sumisión, bajo una lógica de inexistencia de las libertades de expresión, de culto y asociación, tal cual medievo.
La UCA es una institución demasiado sólida y arraigada en la historia y cultura de Nicaragua. Aunque por ahora la anulen, quienes nos educamos y descubrimos el conocimiento en sus aulas mantendremos viva su impronta. Todo yace en los principios jesuitas –también perseguidos a lo largo de su historia– que esta alma mater nos legó: amor en un mundo egoísta e indiferente; justicia frente a tantas formas de injusticia y exclusión; paz en oposición a la violencia; honestidad frente a la corrupción; solidaridad en contradicción al individualismo y a la competencia.
Todo lo que los Ortega-Murillo no son; estamos frente a tiranos criminales y decimonónicos. En eso de que “no volverá el pasado”, podemos decir, que José Coronel Urtecho vaticinó mal… Porque la “Vieja Historia” la impone hoy la lengua viperina de la pareja presidencial, esa misma que no sirve más que para mentir, matar y mantenerse en el poder. Pero ante ella, que hoy se yergue poderosa, recordó la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús, la verdad –ineludible– hará libre a Nicaragua.
ESCRIBE
Wilfredo Miranda Aburto
Es coordinador editorial y editor de Divergentes, colabora con El País, The Washington Post y The Guardian. Premio Ortega y Gasset y Rey de España.