Capítulo I – De la Montreal a Tapachula
Un mediodía a finales de agosto, nueve salvadoreños de una misma familia dormitan apiñados sobre tres camastros mugrientos en el fondo de un albergue para migrantes en Tapachula, en la frontera sur de México. Este diminuto cuarto se ha convertido en una casa para José, su esposa, sus hijos, sus sobrinos y Melanie, su nieta de cuatro años. La casa, su hogar durante 20 años en la colonia Montreal, en San Salvador, la abandonaron ocho días después de que el gobierno de Nayib Bukele decretara el Régimen de Excepción bajo la promesa de dar seguridad a los salvadoreños.
La noche anterior a la huída, el 4 de abril de 2022, José y su familia recibieron la visita de seis policías uniformados, que irrumpieron a patadas en la construcción de lámina y tablaroca. Los tiraron contra el piso y les pusieron las botas en la cabeza. “Nos gritaban ‘¡vaya, pues, hijos de puta! ¡Digan dónde se esconden los mareros!’”, dice José.
El interrogatorio y la golpiza duraron unos 20 minutos. Antes de marcharse, según José, uno de los agentes profirió una última amenaza: “No duerman, porque no saben ni el día ni la hora en que vamos a regresar. Y cuando volvamos, los vamos a matar o nos los vamos a llevar presos”.
Dos horas después, cerca de las diez de la noche, la familia recibió otra visita: siete pandilleros de la Mara Salvatrucha-13 llegaron a interrogarlos con el mismo método: patadas y amenazas. La pandilla, a decir de José, sospechaba que él y su familia habían colaborado con la autoridad. Había un motivo: en aquellos primeros días del Régimen de Excepción era común que la policía entrara a la fuerza en las casas de las colonias y, a diferencia de lo que ocurrió con José y su familia, solían llevarse a personas presas. Antes de marcharse, recuerda José, un pandillero los amenazó: “Si dicen algo, no importa dónde vayan, los vamos a buscar y los vamos a matar a todos”.
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—Esa noche ya no pudimos dormir. Al día siguiente nos fuimos.
***
Sentado sobre uno de los camastros del albergue, José cruza los dedos gruesos y curtidos de quien ha pasado más de la mitad de sus 45 años pintando casas. Es un hombre bajo y regordete. Su bigote oscuro le da un toque bondadoso a su rostro. José cuenta con su natural hablar nervioso y su voz nasal la última noche que pasó en su casa bajo el aplastante calor de casi 40 grados en Tapachula, solo amainado por un viejo ventilador de pedestal que hace todo lo que puede desde la esquina del cuarto.
Historias como las de José y su familia son cada vez más comunes en Tapachula. Desde que el 27 de marzo Bukele decretara el Régimen de Excepción, los salvadoreños no solo huyen de la violencia de las pandillas, sino también de los policías y soldados que, bajo un amplio margen, han capturado a más de 55,000 personas. La medida, durante casi siete meses, ha suprimido los derechos a la defensa, de reunión y asociación, de privacidad en correspondencia y telecomunicaciones. También los plazos de detención en cárceles a la espera de un juicio. Mientras en El Salvador miles de personas se acumulan a las afueras de bartolinas y prisiones, la cifra de salvadoreños que solicitan refugio en México aumentó un 78.28% respecto a los seis meses anteriores.
Según datos de la Comisión Mexicana para Refugiados (COMAR), entre abril y septiembre de este año pidieron refugio 4,327 salvadoreños. Solo en agosto fueron 1,033. Si se comparan las solicitudes con el mismo periodo del año pasado, el aumento fue del 32%.
—Hemos notado un incremento importante de salvadoreños en la frontera este año. Y aunque todavía no es la causa mayoritaria, cada vez estamos viendo que migran más por esta razón (Régimen de Excepción)—, dijo Andrés Ramírez, coordinador general de COMAR, en una entrevista con la Redacción Regional.
Los datos de la COMAR y las declaraciones de su coordinador, se confirman en las caravanas de migrantes y en los albergues de Tapachula.
—Seguido están viniendo familias completas de El Salvador que vienen huyendo de Bukele —, dice Obdulia, la administradora del albergue “Todo por ellos”, donde ahora se refugia la familia de José. —Vienen familias de cinco, de siete y en este caso, que es el más grande que hemos tenido, de nueve personas—, añade sorprendida.
Solo en la última semana de agosto, la Redacción Regional visitó dos albergues y acompañó una caravana. En ellos, más allá de José y su familia, este reportero habló con otros 13 salvadoreños que aseguraban huir del Régimen de Excepción.
Una de esas madrugadas, Eva, una mujer salvadoreña de 28 años, camina entre cientos de migrantes centroamericanos que avanzan en la oscuridad. Va en medio de una caravana que arrancó muy temprano desde el corazón de Tapachula, en el parque Miguel Hidalgo, y ahora se dirige lo más al norte que pueda llegar.
Eva era una trabajadora en una empresa de textiles que, hasta unas semanas antes de esa madrugada, vivía en el municipio de Apopa, en el área metropolitana de San Salvador. Tuvo que huir junto a su esposo, sus dos hijas de 6 y 2 años, y su primo Kevin luego de que los policías irrumpieron en su casa. Según ella, la amenazaron con llevarla presa por los tatuajes artísticos que lleva en sus piernas y brazos: los plantares de su primera hija, una rosa, unos labios y un dibujo de las caricaturas Pucca y su novio Garu dándose un beso.
—Preferimos dejarlo todo y huir antes que mis hijas crezcan sin mí—, dice Eva, mientras camina junto a su familia y su bebé envuelta en una manta y atada a su torso.
Junto a Eva también marcha su esposo, Armando, un venezolano que trabajaba en El Salvador en la empresa Aeromán, que se dedica al mantenimiento de aviones.
—Vendimos todo lo que pudimos: televisor, refrigeradora, las camas, hasta los juguetes de las niñas. Recogimos $600 dólares y nos vinimos. Ahora ya casi no nos queda nada, pero tenemos la esperanza de poder llegar—, dice Armando sobre cómo se deshicieron a toda velocidad de lo que habían logrado durante diez años.
La tarde del mismo día en que Eva y su familia caminaban en la caravana, Armando se contactó, alarmado, con el periodista de la Redacción Regional que los entrevistó en el camino.
—¡Ayúdenos, por favor! Una amiga que venía con nosotros se quedó atrás porque no aguantaba caminar tan rápido, ¡y ahora no la encontramos!—, gritaba Armando en un mensaje de voz.
Un día después, Armando se enteró de que su amiga, también procedente de Apopa y que, igual que ellos, vendió todas sus pertenencias para huir del Régimen de Excepción, se quedó atrás por el cansancio y fue capturada por una patrulla de agentes migratorios. Pronto ella sería deportada y devuelta al país donde ya no le queda nada más que el miedo.
—No sabría decirle cuántos se han ido porque muchos no decimos nada y nos hemos venido callados, pero solo yo, conozco a cuatro familias. Y le aseguro que casi toda la gente de la Montreal quiere irse de ahí—, dice José.
En el mismo albergue en el que se encuentra desde hace varios meses hay otra familia de salvadoreños que huyen del Régimen de Excepción. Cinco personas que también fueron amenazadas con ser capturadas sin que se pudieran defender. Uno de ellos, el hijo medio de la familia, amputado de ambas piernas, fue amenazado por los policías.
—Si no colaborás te vamos a llevar preso. Vamos a decir que en las prótesis guardás la droga que vendés para la pandilla—, recuerda que le dijeron.
Ellos también huyeron de la Montreal, la misma colonia de José y su familia.
Capítulo II – Tierra inhóspita
Esta tarde, a mediados de septiembre, las calles empinadas y llenas de hoyos de la colonia Montreal están solitarias. Apenas se ve a dos señoras comprando frente a una tienda, una mujer que camina con un niño en los brazos y a un panadero que toca incansablemente una corneta, con todo pronóstico en su contra.
—Desde que empezó el Régimen de Excepción la gente casi no sale de sus casas. Más que todo, los hombres. Tienen miedo de que la policía los agarre. Por eso mandan a las mujeres a comprar—, me explica Daniela, una joven de 26 años, nacida y criada en este lugar, que hoy es mi guía.
Hacía casi siete años que no venía a la Montreal. La última vez que lo hice fue el día de la muerte de Óscar Enrique Rivas, ‘El Diablo’, uno de los líderes pandilleros de la MS-13 en esta colonia, quien fue acribillado por la policía. En aquellos días, de no ser por ese operativo, en esta colonia pocos fuereños podían entrar, casi ninguno podía salir. Habría sido imposible andar por estas calles como lo hacemos ahora, solitarios y a bordo de un carro desconocido conducido por un extraño.
Hace rato que la calle dejó de ser de pavimento y se convirtió en un estrecho camino de tierra suelta. Nos detenemos y avanzamos por una pequeña vereda, adentrándonos en el monte espeso del cerro. Unos metros adelante hay un llano y en el llano varias casas. Una es una construcción de láminas y tablaroca. Aunque es humilde, sus paredes parecen fuertes y recién pintadas. Las puertas y ventanas están cerradas y sobre ellas han puesto unas viejas cadenas y un candado lleno de moho. Es la casa que un día fue de José y su familia.
Cerca de la casa de José hay otra casa, una champa de lámina. Es vieja y está un poco apachurrada por el paso de los años. La puerta está abierta. Ahí vive una mujer a quien llamaremos Ruth. Ruth es una mujer joven, tiene la piel trigueña y el hablar lento. Se nota un poco ansiosa al vernos entrar. Ha estado esperando durante mucho tiempo a que alguien la escuche, dice. Nació en la Montreal, al igual que su esposo, Pedro. Ella es trabajadora doméstica. Él es pintor. Tienen un hijo de cuatro años. Pedro es sobrino de José. Pero él no ha podido huir. La primera vez que se cruzaron con el Régimen de Excepción, lo capturaron.
***
El 30 de marzo de 2022, José, su hijo Kevin y su sobrino Pedro regresaban del trabajo a bordo de dos motocicletas cuando encontraron un retén en la entrada de la colonia. Todavía tenían la ropa manchada de pintura. José trabajaba para una empresa que toma proyectos en colonias acabadas de construir y le había enseñado el oficio de pintor a su hijo y también a su sobrino. Con el paso de los años se habían convertido en sus principales ayudantes.
Pero aquella tarde, que fueran tres trabajadores no importó.
Hacía tres días que había iniciado el Régimen de Excepción y en la Montreal, como en muchas colonias de El Salvador, el gobierno estableció retenes militares con cercos metálicos en todos los accesos. Registraban a todo el que entraba y salía buscando tatuajes alusivos a pandillas, armas o droga. Registraban incluso a los vendedores de agua, y bajaban a los pasajeros de los buses o microbuses. Según el testimonio de habitantes de la colina y de registros policiales, capturaban a muchos, a veces sin explicación. Solo en los primeros siete días de Régimen de Excepción, la Policía y el Ejército detuvieron a 5,000 personas en todo el país.
—Había como treinta policías y soldados y unas treinta personas detenidas. A todos los tenían tirados con el pecho en el suelo. Estaban deteniendo a todo mundo. Hasta había unos que se veía que venían de la escuela porque estaban con uniforme y sus mochilas—, recuerda Kevin en el albergue de Tapachula.
—Nos bajaron de las motos y un policía nos dijo que nos iban a revisar. Nos pusieron contra un muro con las manos en la cabeza y ahí nos tuvieron parados. Después nos dijeron que nos tiráramos al suelo como estaban los demás—.
Ni José ni nadie de su familia es pandillero. Para demostrarlo, ahora en el albergue, cada uno lleva consigo una solvencia, un documento emitido por la Dirección General de Centros Penales de El Salvador. En cada documento dice que el portador está limpio, que nunca ha estado preso.
José y Kevin recuerdan que la policía los tuvo tirados en el suelo aproximadamente veinte minutos hasta que uno se les acercó.
—Nos ponían las botas en la cabeza y nos decían que nos iban a matar. “Ey, llevémos a estos hijos de puta al río y los matamos”—, recuerda don José que decía otro de los soldados.
Uno de los policías se acercó a Kevin.
—Había uno que era el más loco. Me pegó una patada porque andaba un bóxer cuadriculado. Me dijo que ese bóxer era de pandillero. Yo le dije que no, que era un bóxer normal y me pegó otra patada. Me quedé en el suelo. Y desde ahí vi que un soldado se paraba en el cuello de mi primo—.
Según recuerdan, al lugar llegó un camión con varios detenidos y los policías del retén empezaron a seleccionar a los que se iban a llevar. Uno de los policías tomó del brazo a Pedro y se lo llevó al camión.
—Un policía dijo que tenían que llenar la cuota. Y subieron a mi primo, dijeron que lo iban a llevar en vías de investigación porque había estado detenido antes, hace siete años—, dice Kevin.
Pedro, el primo de Kevin y sobrino de José, estuvo preso en 2016 acusado del delito de agrupaciones ilícitas. Pero quedó libre seis meses después luego de que un juzgado no encontrara mayores pruebas para incriminarlo. Lo demuestra Ruth, su esposa, mientras sostiene los papeles de su liberación en un viejo folder sobre sus piernas en su casa, en la Montreal.
Luego de llevarse a Pedro y a casi la mitad de los detenidos en aquel retén, la Policía dejó ir a José y Kevin. No sin antes lanzarles una advertencia: “No se descuiden, porque un día de estos vamos a llegar a su casa”, recuerda José que les dijeron.
Cinco días después la policía cumplió la amenaza.
Capítulo III – La huida
José levanta un pequeño folder arrugado con unas 40 hojas de papel bond en su interior. Estamos en la oficina administrativa del albergue, por fin en un clima menos hostil gracias al único aire acondicionado del lugar. Dentro del folder, José lleva todo lo que durante estos meses ha ido acumulando como su salvación: desde las actas de la PGR, las solvencias de Centros Penales de cada uno, citas en la COMAR y hasta las fotos de uno de sus sobrinos vapuleado por la policía, con los ojos y los pómulos morados. José ha guardado esta documentación durante meses como un tesoro. La última adquisición son unas tarjetas verdes, las visas humanitarias que el gobierno de México le ha concedido a él y su familia para poder permanecer en el país.
Así reconstruyen los papeles y los testimonios la huída del régimen de Bukele de los nueve miembros de la familia hasta Tapachula:
A la mañana siguiente de las visitas de la policía y la pandilla, sin haber pegado un ojo, José comenzó a buscar una salida. Primero fue junto a su hijo a buscar ayuda con su jefe inmediato y le explicaron la situación. Le dijeron que, al menos ellos dos, los hombres de más edad, no podían volver a su casa. Si volvían, la policía o la pandilla los podía matar.
El jefe de José les dijo que podían usar la bodega de la empresa como albergue y dormir ahí por unos días. José y Kevin aceptaron y pidieron a la esposa de José que les llevara ropa y algunas sábanas.
—Dormimos ahí varias noches hasta que yo fui a buscar ayuda en la Procuraduría de los Derechos Humanos—, recuerda José.
Al llegar a la Procuraduría, José dice que lo recibieron de la forma menos pensada: “No podemos hacer nada en este momento. Si la policía lo quiere capturar, tiene todo el derecho”, recuerda que le dijeron.
Días después, todavía con la esperanza de que el Estado de su país le ayudara en algo, acudió a otra institución, la Procuraduría General de la República.
Ahí, José explicó la doble amenaza que había recibido. Lo recibieron en la Unidad de Desplazamiento Forzado y le hicieron un acta donde transcribieron sus declaraciones y lo reconocieron como víctima. “A las once horas del cinco de abril de 2022, comparece (…) quien es pintor del Grupo (…) S.A. de C.V. quien manifiesta que el miércoles 30 de marzo, regresaba de trabajar cuando la Policía los paró…”, dice el acta que narra todo lo que José también compartió con este medio. El documento tiene el número de expediente y un sello de la PGR en la esquina superior derecha.
—Yo pedí que nos sacaran del país, pero me dijeron que no aplicábamos para eso. Pero nos contactaron con la gente de la Cruz Roja y ellos nos dieron un apoyo de $150 dólares para que alquiláramos un cuarto por un mes—.
Con el dinero que le dio la Cruz Roja, José alquiló una habitación en un motel donde vivió durante casi dos meses junto a su familia. Apiñados, en un diminuto cuarto, pasaron los días intentando llevar una vida normal: salir a trabajar cada mañana y volver al final del día a hacer planes para el día siguiente.
Con el paso de los días, José se convenció de que en El Salvador, su país, ya no había lugar para él y su familia. Con mucho miedo, junto a su hijo empezaron a hacer visitas esporádicas a la que fue su casa en la colonia Montreal. Llegaron unas cinco veces para sacar alguna ropa que habían dejado y vendieron al mejor precio que pudieron con poco tiempo las pocas cosas que tenían a los vecinos de confianza. Una cama, una refrigeradora, un televisor… lo que alcanzara para reunir dinero e irse del país.
—Todito lo dejamos. Vendimos unas poquitas cosas, pero de ahí dejamos todo. Toda la vida. Sacamos como $800 dólares de lo que vendimos y con eso salimos—, recuerda José.
La madrugada del 11 de junio, José y ocho miembros de su familia se pararon frente al Parque Infantil, en San Salvador, y esperaron un autobús que los llevara a la frontera.
—Toda la gente se nos quedaba viendo porque éramos varios, verdad. Por ratos la niña se ponía a llorar y teníamos que estar callándola porque incomodaba a la gente. Todos nos íbamos echando el ojo porque íbamos en asientos separados—, recuerda José.
De San Salvador, José y toda su familia llegaron a la frontera entre El Salvador y Guatemala.
—Ahí pasamos sin problemas. Solo nos pidieron los documentos y nos dejaron pasar.
José y su familia alquilaron una habitación en un hostal en Ciudad de Guatemala y pasaron la noche ahí. No querían viajar de noche y prefirieron esperar.
—Ya en la madrugada del siguiente día nos subimos en un bus que nos llevó a Tecún Umán—, recuerda José. —Pero en el camino nos dijeron que más adelante los policías nos iban a asaltar.
Antes de llegar a Tecún Umán, un retén de la Policía de Guatemala detuvo el autobús. Un procedimiento rutinario, al parecer. Pero los policías bajaron a todos y los empezaron a cuestionar.
—Ustedes para la frontera van, son migrantes—, recuerda Kevin que les decían, con tono amenazante.
Los policías pidieron los documentos a todos los pasajeros y a cada uno lo amenazaban con deportarlos si no daban $50 dólares cada uno.
—Así. A lo descarado. Nos dijeron que querían $50 dólares por cabeza. Yo les di $200 por los nueve y les dije que era todo lo que andaba. Menos mal nos tocó un policía algo calmado y cuando le di el dinero me devolvió el pasaporte y me dijo “Buen viaje”—
La policía de Guatemala es famosa por poner, literalmente, un punto de asalto en la frontera entre su país y México. Es un fenómeno que ha sido muy documentado por el periodismo.
—Había gente que se guardaba el poquito dinero que llevaba en el bóxer o en los brasieres de las mujeres. Hubo uno que llevaba un hoyo en la suela del zapato y ahí metió los billetes. Pero esos policías sí son perros. A todos nos encontraron el dinero—, dice José.
Al llegar a Tecún Umán, José y su familia buscaron a los balseros que cruzan migrantes a través del Río Suchiate y ahí, una vez más, fueron extorsionados.
—Se nos acercó un señor y nos dijo que si queríamos pasar teníamos que darle $25 dólares por cabeza. ¿Y nosotros de dónde sacábamos todo ese dinero? Si ya casi no teníamos. Me aparté a un monte con él y le dije que le podía dar $100, que llevábamos niños chiquitos—, recuerda José.
El balsero aceptó y cruzó a José y su familia encima de una balsa a plena luz del día hasta que sus pies tocaron tierra de Talismán, por fin en territorio Mexicano.
—Nos bajamos y salimos caminando. Pasamos enfrente de unos policías. Nosotros pensamos que nos iban a detener, pero no nos dijeron nada. Bien tranquilos pasamos. Ahí llegamos a un parque y buscamos un carro que nos trajera hasta Tapachula porque habíamos oído que aquí teníamos que llegar—.
***
José y su familia habían escuchado que Tapachula era una especie de oasis, un lugar donde descansar. Pero Tapachula es, por decirlo de alguna manera, una encrucijada donde se acumulan todos los males de la región: bandas de crimen organizado, pandillas centroamericanas, tráfico de drogas y órganos, corrupción, pobreza, el hambre… Según reportes de la prensa local, en los últimos meses se han incrementado las detenciones de miembros de la MS-13 y el Barrio 18. Aquí se juntan de nuevo los victimarios y sus víctimas. En medio de este territorio hostil, caminan y esperan durante meses los migrantes que huyen de sus países castigados por esos mismos males.
Desde 2019, Tapachula se ha convertido también en el epicentro de la migración en el continente Americano. Es el paso natural para la mayoría de migrantes centroamericanos, sudamericanos o de cualquier otro continente que intentan llegar a Estados Unidos.
Desde ese mismo año, Tapachula es también una trampa, una red que retiene migrantes. Desde 2019, el presidente mexicano, Manuel Andrés López Obrador, y el entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, impulsaron juntos el programa-trampa “Quédate en México”. Una política antiinmigrante bajo un nombre amigable que en realidad busca retener en la frontera a todos los migrantes que solicitan asilo en Estados Unidos o en México, obligándolos a permanecer en lugares peligrosos, inhóspitos y en condiciones inhumanas, según un informe reciente de Human Right Watch.
En las calles, parques y plazas de Tapachula todos los día hay decenas, cientos de migrantes que duermen a la intemperie, esperando a que llegue su turno de trámite en la COMAR, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, para que les den una visa humanitaria con la que puedan salir de ese lugar y avanzar en su camino hacia el norte. O esperan para reunirse en un buen número, de varios cientos al menos, para salir en caravana, la nueva forma de migrar desde que en octubre de 2018 surgió la primera.
José y su familia encontraron un carro que los llevó hasta ese lugar. Al centro de Tapachula, al parque Miguel Hidalgo.
—Ahí nos dijeron que buscáramos un albergue y nos vinimos todos caminando. Ya veníamos muriéndonos de hambre. No habíamos comido nada y de repente, de tanto caminar, vimos que había una casa que parecía comedor. Ahí preguntamos y nos dijeron que era albergue para migrantes. Y nos dejaron pasar. Yo digo que fue Dios—, dice José, casi dos meses después de aquella escena, en el albergue para migrantes “Todo por ellos”, en Tapachula.
Esta tarde de finales de agosto, ambos han encontrado algo que pintar, un pequeño espacio donde pronto funcionará una venta de hamburguesas.
José prepara la pintura mientras Kevin raspa la pintura vieja de las paredes. Juntos trabajan con minucia hasta los más mínimos detalles. Se han encontrado que el techo está húmedo porque sobre él ha crecido maleza.
José y Kevin se suben al techo de la casa y raspan la maleza, limpian, pulen, lijan, pintan. Trabajan duro como lo seguirían haciendo si les hubieran permitido seguir viviendo en su país.
—Ahora estamos viendo de reunir dinero para irnos todos a la Ciudad de México. Allá tengo un amigo que me ha ofrecido trabajo en construcción. Un amigo que conocí en la empresa donde trabajaba en El Salvador. No queremos llegar a Estados Unidos. Nosotros solo queremos tener una vida más tranquila aquí y no volver—, dice José.
CAPÍTULO 4. Los que quedan
La mañana del domingo 27 de marzo de 2022, el día en que inició oficialmente el Régimen de Excepción en El Salvador, será recordado por muchos. Ruth, la esposa de Pedro, la describe a su manera.
—Fue como si estuviera empezando la guerra. Llegó un montón de policías y soldados y empezaron a agarrar a medio mundo. Yo digo que eran cientos. Trajeron buses y los llenaron. Era como que no querían dejar a nadie–.
Sentadas en la diminuta sala de la casa, Ruth y Daniela intentan explicar cómo la llegada del Régimen de Excepción ha trastocado la realidad en la Montreal. Vivir en la colonia, describe Ruth, nunca ha sido fácil. Crecer bajo el control de la pandilla no solo es una amenaza dentro de la comunidad. Solo por vivir ahí, la han rechazado decenas de veces en empleos y la han amenazado de muerte cuando se ha metido en un terreno de la pandilla contraria.
El Régimen de Excepción ha creado un fenómeno complejo en comunidades como la Montreal: las redadas masivas han desplazado a los pandilleros, pero no su control. La gente, según explican Ruth y Daniela, sigue teniendo miedo y sus normas se siguen respetando. Aquí no se puede recibir visitas de un familiar que viva en zona contraria, los negocios siguen pagando extorsión y nadie puede conversar con un policía porque puede parecer un soplón.
—De aquí se han llevado a unas 500 personas. El problema es que se han llevado a un montón de gente inocente. Pero los pandilleros siguen aquí. Siguen controlando. Tienen gente que les informa, niños de 12 años. Y nosotros sabemos que ellos un día van a volver. Esto no va a durar para siempre—, dice Daniela.
Ante la ausencia visible de la pandilla, la Policía y el Ejército se han vuelto el actor más poderoso en la Montreal. Ahora, sus habitantes bien podrían salir un poco más tranquilos a la calle, sin que ningún pandillero los moleste. Pero no pueden hacerlo porque ahora la Policía es la que “para, domina y controla”. La Policía es quien los detiene, los golpea, los amenaza, los lleva presos o incluso, los extorsiona, según cuentan algunos habitantes. En la Montreal el miedo no se ha ido, solo ha cambiado de dueño.
—Los policías son como otra pandilla–, interrumpe Daniela, mientras carga a su hijo Emerson en las piernas. —Antes no podíamos caminar en las calles libremente por los pandilleros. Ahora no hay pandilleros pero no podemos caminar porque tenemos miedo de que nos lleve la policía. No salimos de nada–.
Emerson tiene cuatro años y ya dispara. Cuando nos adentramos en su comunidad en mi carro, un pequeño sedán, y pasamos frente a un puesto policial, Emerson desenfundó con un gesto veloz y construyó con sus manos la figura de un revólver. Cerró con fuerza el ojo izquierdo y, con una mueca en la cara, afinó su objetivo. ¡Poc! ¡Poc! Sonaron los disparos de la boca de Emerson y deshizo de inmediato su pistola con otro gesto de manos. Su madre, sentada en el asiento del copiloto, sonríe y le celebra la gracia al niño que lleva sentado en sus piernas.
—¿Ve lo que le digo? Este niño está traumado—, me dice Daniela.
Mientras continuamos nuestro recorrido, un joven vestido con apariencia de oficinista se ajusta despacio su casco antes de subirse a una moto. Todavía no ha terminado de ajustarlo cuando de un pick up policial se descuelgan cinco agentes armados con fusiles y vistiendo gorros navarones que les tapan la cara. Le ordenan a gritos que se pegue contra la pared, que ponga sus manos sobre el cuello, que abra las piernas. Uno de ellos le abre las piernas de una patada y le aprieta los nudillos entrelazados. Detenemos la marcha unos segundos, hasta que Daniela me ordena que avancemos o de lo contrario nos pueden hacer lo mismo a nosotros. Nos vamos.
—La diferencia es que ya no sabemos a quién tenerle más miedo, si a la Policía o a la pandilla porque aquí los dos lo quieren matar a uno. O al menos meterlo preso. Aquí ya no se puede vivir—.