La mujer que marcó la historia como la primera en llegar al poder en Honduras levantó las banderas de la euforia y de la esperanza, pero sin haber tomado posesión ya tenía la primera y profunda crisis abatida por los rencores y ambiciones en su mismo Congreso Nacional de la República.
La presidenta, Xiomara Castro, junto con el Partido Salvador de Honduras (PSH), pactaron la directiva de un parlamento acostumbrado a las componendas en contra de la Constitución para gobernar al estilo hondureño: un triste escenario de golpes, gritos, patadas, caos y barbarie que no extrañó a nadie. Eso es justo lo que Honduras representa ante la comunidad internacional: un circo de funcionarios salvajes incapaces de acudir al diálogo como primera alternativa para solventar sus contrariedades, además de ser una de las naciones más pobres y corruptas del continente americano.
Aun con esos matices, ella asumió la responsabilidad histórica en un estrado pletórico de sueños, pues su discurso fue sentenciado con una frase despiadada que decía: «El Estado de Honduras ha sido hundido estos últimos doce años y lo recibo en bancarrota».
Era verdad, pero en los días posteriores se convirtió en la excusa diaria en los sermones dentro de casa presidencial. En las calles, mientras, gobernaba sin discursos la brutal pobreza, la exclusión social y el desempleo con cuatro millones de jóvenes en edad de fuerza laboral esperando una oportunidad. Una gran mayoría sigue huyendo hacia el norte y la tasa de homicidios, que alcanza el 41.30 % hasta el 2021 por cada 100 mil habitantes (Sistema Estadístico Policial en Línea [Sepol], 2021), aumenta sin piedad. La desconfianza hacia las instituciones es casi total. Las promesas están ya gastadas por el corrupto partido saliente que dejó instrucciones precisas con las piezas exactas en el tablero de una Corte Suprema de Justicia (CSJ) sesgada en la ley y en un Ministerio Público (MP) que se caracteriza por su ineptitud en investigación frente al crimen organizado y la plaga insidiosa de la corrupción.
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Quien deja el vacío de no saber a quién culpar es el expresidente Juan Orlando Hernández, el más odiado, déspota y cuestionado por estar ligado a graves actos de corrupción, ya extraditado a Estados Unidos, donde ya ha comenzado su proceso judicial por cargos de narcotráfico. Sin duda, este hecho representa un gigantesco paso del nuevo gobierno al mostrar voluntad para colaborar en el tan esperado juicio de Hernández Alvarado; pero, a su vez, se diluye con los mecanismos legislativos para promover leyes manchadas de cinismo e impunidad, al aprobar una amnistía que deja libre a muchos «delincuentes honorables» por el partido en el poder.
Mas allá de eso, los matices de la «nueva izquierda» se han mantenido al margen de los gobiernos absolutistas y los socios regionales e internacionales como China y Rusia; sin embargo, se niega a condenar la violación de los derechos humanos en la vecina Nicaragua.
Quizá los golpes y pijamas que votaron al expresidente, Manuel Zelaya, dieron lecciones de gobernanza a su esposa, quien con firmeza de mujer se plantea gobernar sin las sombras de aquella mala madrugada, pero con las oscuras maniobras de los exministros de su esposo que la asesoran -¿o la presidencial lo asesora a él?-, lo cierto es que Castro asume políticas que la separan de la tradicional «izquierda radical latinoamericana».
El nuevo gobierno ya pasó la frontera de los cien días, de aquellas banderas rojas que hoy se destiñen con la esperanza de un poder para la población; o bien, la continuidad de la dictadura en rojo.
*Gabriela Castellanos es abogada y directora del Consejo Nacional Anticorrupción de Honduras.