El asalto al legislativo salvadoreño cometido por el presidente Nayib Bukele de la mano de militares es un acto coherente con la historia salvadoreña: La Fuerza Armada con privilegios que transforman a simples soldados en una élite política preponderante, en un país azotado por las pandillas y la corrupción. Bukele dijo que sería distinto a los de antes, pero ha demostrado plegarse por igual al militarismo
«... todos quisieran ser militares, todos serían felices si fueran militares, a todos les encantaría ser militares para poder matar con toda impunidad, todos traen las ganas de matar en la mirada, en la manera de caminar, en la forma en que hablan, todos quisieran ser militares para poder matar, eso significa ser salvadoreño, Moya, querer parecer militar»
Horacio Castellanos Moya, El Asco (1997)
SAN SALVADOR, EL SALVADOR–. El 9 de febrero de 2020, cuando el presidente Nayib Bukele usurpó el órgano legislativo salvadoreño con la excusa de exigir la aprobación de un préstamo para equipo de seguridad para policías y militares, se amalgamaron dos procesos en este pequeño país centroamericano: la militarización y la religión.
El primer proceso, con sus pausas y sus obstáculos, inició a principios del siglo XX, cuando las oligarquías cafetaleras le dieron a la Fuerza Armada (FAES) privilegios que le permitieron dejar de ser simples soldados para transformarse en una élite política. Todo esto se cristalizó cien años después con Bukele, haciendo algo que nunca se había visto en la historia del país: sentándose en la silla del presidente de la Asamblea Legislativa rodeado y protegido por militares.
Bukele se subió a la tarima junto al jefe del Estado Mayor Presidencial, el Coronel Manuel Antonio Acevedo. En su discurso, el mandatario le pidió a las aproximadas 5 mil personas —que su partido, Nuevas Ideas, llevó a la plaza— a que pensaran en sus familiares muertos. Culpó a los diputados por negociar con la “sangre del pueblo” y no aprobar, cuando él quiso, el préstamo de 109 millones de dólares destinados a equipo de seguridad. Lo que en un inicio fue fiesta, mutó a un grupo de gente extasiada, exigiendo lo que el presidente les pidió que exigieran: la insurrección.
En El Salvador existe una trayectoria de insurrecciones. Una de las más importantes sucedió en 1944, cuando un movimiento urbano sacó del poder al General Maximiliano Martínez, el primer dictador militar de este país centroamericano. Lo de Bukele este 9 de febrero, no era ni por cerca una insurrección, sino algo un poco más complejo.
Con la marcha granadera de fondo entre cadetes, grupos élites de la FAES y seguridad privada, Bukele fue directo a la silla del presidente de la Asamblea Legislativa. Dio la bienvenida a un hemiciclo inundado de soldados y a unos cuantos diputados presentes, la mayoría de GANA, el partido que lo llevó al poder. Los diputados de Arena, un partido de derecha y oposición mayoritaria en el legislativo, se ausentó, pese a su pasado militar: Arena fue dirigido por el Mayor Roberto d'Aubuisson que, entre varias cosas, quedará plasmado en la historia como el responsable del asesinato de Monseñor San Óscar Arnulfo Romero en 1980, en su papel como líder de “los escuadrones de la muerte”, un grupo de paramilitares que ejecutó, violó y asesinó a miembros de la guerrilla de izquierda.
Bukele terminó de felicitar a quienes habían cumplido sus órdenes, y como si fuera su autoridad, convocó a la discusión de temas de seguridad. Después se llevó las manos a la cara y fue así, como un caudillo, que se sentó a rezar rodeado por militares en la silla de la autoridad máxima de otro órgano, mientras la gente afuera pedía insurrección.
El diputado Rodolfo Parker del Partido Demócrata Cristiano (PDC), exasesor de la FAES durante la guerra y firmante de los acuerdo de paz, consideró que los sucesos de ese día implicaron un retroceso a la democracia conseguida desde los acuerdos de paz.
Los militares han sido una herramientas de gobernanza por excelencia en El Salvador. Ese poder se ha visto reflejado en la impunidad con la que han enfrentado la justicia después de la guerra civil (1980-1992). Cada gobierno que ha llegado al poder, sea de izquierda, derecha o de amalgama política —como el de Bukele —ha preferido encubrir los crímenes de guerra a tener a la FAES como enemigo.
El Salvador fue fundado como un país que siempre luchó contra un enemigo en común, y sus clases dominantes siempre usaron a los militares para dar esa pelea. Uno de los ejemplos dentro de la historia reciente fue la lucha contra el comunismo. No los lograron derrotar totalmente. Con ellos se tuvieron que sentar a negociar después de 12 años de cruenta guerra civil.
A diferencia de la década de los ochenta, que fue una época de protagonismo y poder para la FAES, en los noventas luego de los acuerdos de paz, cuando no existía el enemigo en común, los militares perdieron relevancia. Pero esto no duró mucho. En el 2003 regresaron al espacio público con el expresidente Francisco Flores, acusado de corrupción. Flores convocó a los militares a uno de los bastiones del barrio 18-Revolucionarios, la colonia Dina, para quitar del camino al nuevo "enemigo del pueblo": las pandillas.
Estos planes que utilizan a militares en tareas de servicio público se mantuvieron en los gobiernos siguientes: Los dos gobiernos de derecha (Francisco Flores y Antonio Saca) y los dos de izquierda (Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén)... y han sido continuados por la administración actual con su denominado y controvertido “plan control territorial”.
Aunque la guerra antipandillas se mantiene con Bukele, el enemigo en común ha sufrido una variación. Las pandillas pasaron a ser parte y actores de un problema más grande: los partidos políticos. Así es como los militares pasaron de cuidar perímetros en penales a meterse a la Asamblea. La fórmula es sencilla: el enemigo se mata a la balazos y las balas las tienen los militares.
Las cuotas de poder de las elites en El Salvador se han ido construyendo desde hace un siglo. Tanto la oligarquía como los militares han aprendido a convivir para no chocar entre ellos, siempre entendiendo que su poder llega hasta donde comienza el de Estados Unidos. Una investigación hecha por el periódico El Faro confirmó que todos los sucesos del 9 de febrero se dieron bajo el visto bueno del embajador de Estados Unidos, Ronald Johnson, pese a las negativas y la preocupaciones de otros embajadores, como los representantes de la Unión Europea.
El futuro de El Salvador con o sin pandemia, con o sin Bukele, es imprevisible, pero si algo es seguro, es que los militares van a estar en él.