Ese martes dos jóvenes entraron al aula y preguntaron por Jazmín. La profesora Mónica les contestó que era esa alumna sentada en primera fila, pero ella ni escuchaba, porque estaba concentrada en resolver el examen de español para poder graduarse en este 2023 de la secundaria en el sistema de educación para adultos. Los visitantes empezaron a gritarle y ella atinó a levantar la cabeza, pero no tuvo ni medio segundo para contestar los reclamos que ellos le hacían a nombre de otro hombre apodado “Diablo”.
Uno de los muchachos descargó diez balazos contra el cuerpo de la señora, que se desplomó primero sobre el pupitre y luego al suelo ante la mirada helada de su hijo menor, uno de los compañeros de clase.
“Ahí le mandó el Diablo, hijueputa”, gritó uno de los intrusos mientras salía corriendo en dirección a la playa de Tortuguero. Las profesoras, en shock, huyeron después por el río tumbadas en el piso de una lancha y cubiertas por plásticos durante casi una hora, por orden del botero, y nunca volvieron a este pueblo del Caribe norte que ahora posee la triste marca de alojar el primer asesinato ligado a crimen organizado dentro de un colegio en Costa Rica.
“Los sicarios cruzaron una frontera que no se había roto antes”, reconoció el ministro de Seguridad, Mario Zamora, en referencia al escalamiento de la violencia y la comisión de crímenes cada vez más macabros por los enfrentamientos entre grupos narcotraficantes.
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“Es un problema estructural que lo dejamos crecer y ya llegó a centros educativos”, explicó el viceministro de Educación, Leonardo Sánchez. El pasado de seguridad en el país centroamericano se ha convertido en un presente doloroso por el crecimiento del consumo y comercio de drogas, pero parece desafiar la lógica del tiempo y padecer ya las consecuencias criminales en las generaciones del futuro, con los más jóvenes y adolescentes en la lista de víctimas y victimarios.
Este 2023 ya acumula más de 800 asesinatos y se calcula que superará en un 43% al récord histórico del 2022. La tasa de homicidios podría saltar desde 12, 6 a 17 por cada 100 000 habitantes en sólo un año, pero hay sectores donde la factura de sangre es mayor.
El municipio de El Tortuguero, en el caribe tico, es una de las zonas más violentas donde el narcotráfico se desarrolla a sus anchas. Fotos de Carlos Herrera | Divergentes.
Los homicidios son la principal causa de muerte de los costarricenses entre 15 y 29 años y los colegios también reflejan las dinámicas violentas del narcotráfico. Jazmín era ya una adulta, pero en su salón había mayoría de menores de edad, recuerda Gerardo Artavia, que es policía por el día y estudiante por la noche.
Ese martes él trató de tranquilizar a los compañeros y profesoras. Sacó a todos para que no vieran a la mujer desangrándose en el piso, cerró la puerta y se quedó custodiando la escena mientras el rumor corría a toda velocidad. Habían matado a la mujer que, sospechaban muchos, vendía droga en este pueblo pequeño y pobre que vive del turismo y del dinero proveniente del narcotráfico. Los atacantes le reprocharon haber desobedecido a un líder narcotraficante de fama nacional y ahí estaba el resultado.
“Me sentí inútil”, dice Gerardo Artavia, que recuerda haber hecho el movimiento instintivo de coger el revólver de uso oficial, pero estaba en clases y no tenía por qué andar armado.
Es de los pocos que no teme revelar nombre y apellido para hablar del asesinato, del rostro congelado del hijo de la víctima, del pánico en la cara de las profesoras y la escena atroz en el salón que, se suponía, usarían por la mañana siguiente niños de 8 años para sus lecciones escolares.
Los informes de las autoridades educativas y policiales detallaron luego el suceso de ese martes 20 de junio de 2023, a las 6:30 de la tarde. Las clases se reanudaron un mes después. Varios alumnos piensan ahora que aquella era una tragedia más bien previsible y ven una posibilidad de que se repita.
El comercio ilegal de drogas está instalado en el pueblo como en muchos otros, sobre todo en esta región Caribe y municipios costeros, donde en algunos casos la tasa de homicidios en septiembre era 87 por cada 100 000 habitantes. Ese indicador es más de cinco veces el promedio nacional. “Vivir en esas zonas es como vivir en las zonas más complicadas de México”, dijo a DIVERGENTES Leonardo Sánchez, viceministro de Educación.
El deterioro es veloz. El incremento en la tasa a lo largo de dos años entre 2019 y 2021 se registra ahora en tan solo dos meses, señaló en un artículo el economista Andrés Fernández, analista de data social. Los homicidios de jóvenes de 18 a 29 años aumentaron 60% en este 2023 hasta noviembre y en menores de edad peor: 115 (de 14 a 30), según datos oficiales del Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
Los enfrentamientos armados y las historias de venganzas se han agravado en Costa Rica y ahora Jazmín forma parte del más voluminoso registro anual de asesinatos en Costa Rica. Fue el homicidio 419 del año 2023, según la contabilidad que llevan las autoridades judiciales.
Tres meses después, en septiembre, se confirmó que el 2023 superaba al 2022 impulsado por las disputas entre agrupaciones narcotraficantes que se han ido filtrando en las calles, barrios, bares y ahora también los centros educativos.
Después del homicidio en Tortuguero, se fueron de ese colegio un tercio de los estudiantes de último grado y penúltimo. Algunos pasaron al liceo diurno, pero de otros no se sabe. El hijo de Jazmin, su compañero de clase, es menor de edad y ahora recibe protección policial. Nadie lo volvió a ver en las aulas, pero sigue estudiando a distancia. Hay compañeros que creen que el negocio de venta de droga era familiar y lo dicen sin escandalizarse.
“Si van a matar a alguien, que lo hagan en otro lado”.
“Cada uno sabe en qué se mete. Lo que uno quisiera es que si van a matar a alguien, lo hagan en otro lado”, dice con frialdad una joven que admitió haber visto muchas veces el video del asesinato grabado por uno de los atacantes y viralizado en las redes sociales para que todos en el pueblo supieran “quién manda aquí”.
Son las nuevas realidades de la Costa Rica, que por décadas se ufanó de su ambiente tranquilo y seguro, pero que en años recientes, dio cabida a tiroteos en las calles a plena luz del día y no sólo en los distritos más conflictivos del país.
Es una Costa Rica distinta de la que sale retratada en la postal turística, aquel país de condiciones privilegiadas que ahora una mayoría de la población teme perder. La seguridad es el principal problema reflejado en las encuestas y la discusión política ya no está dominada por la economía, ni los temas sociales, mucho menos por el medio ambiente, sino por los asesinatos, el narcotráfico, el crimen o el deseo de algunos por medidas de mano dura.
Inédito: los acribillamientos
Colegio de Pocora. El director Moisés Segura muestra las mejoras que han tenido que realizar en el colegio para evitar que los estudiantes se escapen. Fotos de Carlos Herrera | Divergentes.
En el 2023 el país conoció el video de un hombre acribillando a otro con arma automática frente a una escuela, a la hora de la llegada de los niños en un municipio llamado Paraíso, en el Valle Central. También supo de la ejecución de un agente de la policía judicial, mientras realizaba un operativo en un barrio urbano marginal del área metropolitana, por un adolescente sospechoso de los disparos. Antes se había visto la noticia de la muerte de un niño, hijo de una policía, por una bala perdida que llegó hasta la habitación donde él dormía en la madrugada.
También hubo noticias sobre una niña herida durante la ejecución de un adulto en la mañana de un domingo, en un municipio tranquilo llamado Santo Domingo de Heredia, a pocos metros de donde unos adultos mayores jugaban bingo.
También sobre un triple homicidio de hombres colombianos en Garabito, un municipio playero del Pacífico, donde los policías encontraron también una nota con un mensaje de supuesta defensa popular: “paren ya la matadera y las extorsiones al pueblo de Costa Rica. Donde se escondan los vamos a sacar (…) Ni sus platas ni sus carros de lujo ni sus casas de lujo los van a salvar”. Todo esto es inédito en la realidad de esta nación que hasta hace poco puntuaba alto en el escalafón de felicidad mundial.
El país ha tratado por años de manejar con discreción el deterioro en materia de seguridad para no ahuyentar al turismo, las inversiones o su propia identidad de país tranquilo, pero los números y la crueldad de los crímenes ya no permiten disimular.
Por eso los empresarios y la mayoría de diputados opositores pidieron en este año una declaratoria de emergencia nacional, aunque el gobierno de Rodrigo Chaves rechazó emitir tal decreto con un argumento que también intenta cuidar la reputación nacional: sólo permitiría facilidades burocráticas y en el exterior se podría interpretar que Costa Rica se suma a la lista de países centroamericanos con régimen de excepción.
Chaves ha dicho que El Salvador con Nayib Bukele es ahora “un referente” en materia de seguridad, obviando las denuncias de violaciones a los derechos humanos en suelo salvadoreño. Sin embargo, en suelo costarricense la situación y el marco legal impide replicar ese modelo.
Sin ejército y con orgullo de haberlo abolido en 1948, con cuerpos policiales dispersos y limitados en recursos, y con un sistema judicial garantista a pesar de penas más altas que el promedio latinoamericano, el país entra en dilemas existenciales sobre el abordaje necesario.
Unos claman por soluciones de índole social o elevar la inversión en seguridad, otros aspiran a los métodos represivos que Nayib Bukele ha impuesto en El Salvador, mientras Rodrigo Chaves presiona por reformas legales más inclinadas a la mano dura por vía judicial.
Entre sus posiciones, además de culpar a los diputados por cuestionar sus propuestas y al Poder Judicial de aplicar penas alternativas a los delincuentes o ser demasiado lentos, el mandatario pide habilitar la extradición de costarricenses requeridos por delitos de narcotráfico internacional y propone un cambio aún más controversial: castigar a los menores de edad como si fueran adultos cuando son sospechosos de sicariato.
Las ligas menores del narco
El papel de los jóvenes y adolescentes en la ola criminal es más que notorio. Cientos o miles de ellos provienen de barrios pobres o familias desintegradas, de padres que pasaron por la cárcel o se ausentaron y dejaron que las bandas brindaran el sentido de protección que necesitan los menores, explica a DIVERGENTES la fiscal adjunta de Penal Juvenil, María Gabriela Alfaro.
Han crecido en entornos deprimidos de zonas de deterioro social de las últimas décadas en Costa Rica y se han convertido en canteras de mano de obra barata para las organizaciones criminales del narcotráfico, como ha reiterado la expresidenta Laura Chinchilla. Muchos de esos chicos admiran a los que han logrado enriquecerse rápido y su anhelo es seguir ese camino, más atractivo y emocionante que el del colegio.
Esto lo vimos en Pocora, un distrito rural del municipio Guácimo que también pertenece a la provincia caribeña Limón, la más violenta del país por su situación social y económica, su cercanía con la ruta marítima de droga colombiana por el Caribe y quizás por la presencia de los puertos que han funcionado como catapulta de cocaína hacia Europa.
Cuando llegamos al colegio, un chico flaco y moreno acababa de saltar la malla. Habían llegado los policías para una revisión de rutina a los alumnos y el muchacho de 14 años prefirió escapar porque ya sabe cómo es la cárcel. Su madre era adicta y ya no tiene relación con él. Ahora vive quizás con sus ‘jefes’, los distribuidores de la droga que vende a otros menores, sospecha el director del colegio, Moisés Segura.
Entrevistar al estudiante es casi imposible. Es esquivo, mira con desconfianza y se va. Luego merodea y observa de reojo. Al marcharse los policías, camina por los corredores envalentonado tirando los pies hacia adelante y abriendo los brazos. Nos acercamos para hablarle y parece enojarse, pero contesta tres preguntas.
-¿Cómo es este colegio?
– Muy divertido.
– ¿Cómo le va en el año con las notas?
– De fijo me quedo (repruebo).
– ¿Qué quiere hacer cuando crezca?
– Lo que toque, mae, lo que toque.
Napoleón, como le llama el director para este reportaje, se voltea y se mezcla con otros compañeros. “Lo que toque” es una respuesta agria en este contexto. Otro alumno también contesta la pregunta sobre el deseo para su futuro. “Millonario, usted sabe”, responde riéndose socarronamente. Otros también sonríen y tres miran muy serios y con desconfianza. Creen que el periodista es un policía encubierto y por eso algunos se dispersan por los jardines rodeados de malla metálica coronada por alambres de púas. Las puertas de las aulas son de hierro. El portón de ingreso está cerrado y varios rótulos advierten que no se permiten las armas y que hay cámaras de seguridad. Por momentos da la sensación de que esto no es un colegio, sino una cárcel laxa.
Llamaba la atención un muchacho recostado en una columna. Llevaba lentes de sol sobre el cabello y el uniforme completo, cosa inusual aquí. Después supimos que es uno de los mejores estudiantes, el alumno que los profesores eligen para que vaya a los actos en representación del colegio.
Es un líder inteligente, pero él prefiere definirse como astuto. Habla con nosotros cuidándose de no decir nada comprometedor, asegura estar todo el tiempo en alerta y tener la capacidad de investigar a los compañeros antes de relacionarse con ellos o juntarse para un trabajo grupal.
Quizás por eso los inseparables lentes de sol. “Aquí cualquier mal paso puede traer consecuencias”, explica junto a otra estudiante ejemplar que asiente y agrega: “igual que con los ligues, uno tiene que saber a quién se acerca y quiénes son los amigos o los enemigos allá afuera”. El muchacho da un paso más: “yo trato de analizar quién y en qué circunstancias alguien puede empezar una balacera o sacar un machete”.
Así es difícil concentrarse para estudiar los tiempos verbales en inglés, la fórmula de velocidad de una bala en física, la historia de este país escaso de tragedias o los rasgos socioeconómicos de esta región donde casi no se genera empleo. Los chicos cercanos a bandas de drogas dedican más su atención a explotar el mercado estudiantil y los otros están más atentos a cuidarse, a vigilar, a prever las cosas.
Aquí ha habido consumo de marihuana y cocaína barata, venta de licores, pleitos a puño, peleas con cuchillos al otro lado del portón, asaltos, agresión con tijeras, ‘puñaladas’ con lápices filosos, portación de pistolas, amenazas por silencio y coacción sexual, cuentan los muchachos. El director recibió una nota con una amenaza de muerte junto a un revólver de juguete. Su antecesor le dijo que cuidado, que aquí están “los hijos del crimen”. La orientadora, Sairis Araya, asegura que en una ocasión pensó que iba a morir.
Fue el 15 de abril. A un muchacho los policías le habían detectado drogas y llamaron a su papá, familiarizado con esas mercancías, pero no contento con ver a su hijo en problemas. En un momento el estudiante corrió hasta dónde había un cuchillo grande, desatendiendo lo que le ordenaban todas las figuras de autoridad: director, papá y policías. Araya también miraba asustada. Nada lo detuvo y de repente logró arrebatar el revólver a uno de los oficiales y trató de disparar. Por suerte no supo quitar el seguro, pero estaba dispuesto a todo. Era horario de clases y se activó el protocolo por amenaza de tiroteo. Suspendidas las lecciones, todos a casa; la prioridad es protegerse. Al día siguiente hubo alumnos que faltaron a clases por miedo, pero otros lo ven ya normal.
“Pensé en renunciar porque pude haber salido en una caja”, nos dijo la orientadora. “Además mi hijo es estudiante aquí y pensé en llevármelo, pero yo soy de Limón centro y allá también las drogas y la violencia están por todo lado, a la vista de todos porque ahora a muchos les da orgullo. No me sorprende que un chico sueñe con ser narco, o al menos intentarlo. La otra opción aquí para muchos es acabar trabajando en una plantación de piña con un salario de hambre”.
Los profesores tienen miedo. No saben en qué andan sus estudiantes ni quieren saberlo. Si se enteran, conviene más disimular, dice un profesor bajo anonimato. Tampoco creen que pueden cambiar la vida de los chicos, como el director lo reconoce con Napoléon.
El “diablo” o las zonas en rojo
En un municipio cercano a Guácimo, en Pococí, Vanessa Vargas, directora de un colegio, cuenta que hace una década ya estaban estos problemas, pero se hablaba poco y además ahora todo está peor. Ha tenido que escuchar a un alumno decir que quiere conocer a ‘Diablo’, el mítico capo invocado por los asesinos de la mujer en Tortuguero.
“Cuando uno oye esas cosas sabe que sólo le queda tener prudencia para no amanecer picada cualquier día”, dice la educadora, que sólo ve posible contener esta ola de violencia si hay un cambio en las familias. Luego se corrige, porque sabe que mucho del problema viene precisamente de las familias.
En su colegio tuvieron que dedicar parte del menguante presupuesto para comprar detectores de metales, para revisar cada tanto a los estudiantes cuando bajan del autobús. No garantiza nada, pero es al menos una señal. Cualquiera puede igualmente ocultar drogas o dinero de su venta. Para un chico acostumbrado a la violencia o relacionado a sicarios eso puede causar risa, nos dice una muchacha en el colegio en Cariari de Pococí, dentro de la región caribeña de mayores cifras de violencia. A su lado, una señora se lamentaba de que le decomisaron el cuchillo que usa para partir la carne en las clases de cocina.
El municipio donde trabaja Vargas es parte de los puntos rojos del mapa nacional, donde casi medio millón de personas viven entre la pobreza, el crimen y el tráfico de drogas, como explica el viceministro Sánchez.
El problema es que el área con categoría roja se puede triplicar pronto, porque hay distritos que pueden pasar de etiqueta naranja a roja. Y eso tampoco significa que otros puntos estén exentos. Se entiende también en la lógica de la metáfora que usa el ministro de Seguridad para explicar la situación criminal de Costa Rica: “tenemos un incendio en la cocina que amenaza con propagarse por la casa”.
Ante esa amenaza, los centros educativos son críticos. “Donde muchos ven una amplia red de escuela y colegios para potenciar el desarrollo de las nuevas generaciones, otros ven un mercado potencial de consumo de drogas que abarca casi a 20% de la población nacional, lleno de gente en edad manipulable y susceptible”, dice el viceministro de Educación.
“Muchos colegios acaban convertidos en ligas menores de la violencia o en centros comerciales del narcotráfico a escala incipiente. La prioridad aquí ha dejado de ser el rendimiento académico e incluso evitar la deserción estudiantil. Ahora los directores luchan cada día para intentar mantener los colegios como una zona de excepción en la violencia de los barrios, aunque saben que muchos alumnos están ya involucrados con las bandas criminales o están en su lista de reclutamiento”, añade.
Incendio en la casa
El problema no es exclusivo de los municipios pobres o fronterizos. La alerta también es constante en colegios como el Liceo de Costa Rica, emblemática institución de educación secundaria ubicada en el centro de la capital costarricense.
Lo explica el director, Lenín Alvarado, mientras saca de su escritorio una serie de objetos que ha decomisado relacionados con consumo de drogas. Habla con cuidado y baja la voz cuando siente que dice algo delicado. Su despacho está vigilado por cámara de seguridad, advierte un pequeño rótulo.
Tiene experiencia trabajando en colegios conflictivos y ahora trata de controlar los riesgos en este liceo, donde hay todo tipo de estudiantes. “Aquí hay hijos de narcotraficantes, sicarios y asaltantes compartiendo con compañeros de familias muy buenas. Lo han manifestado los mismos estudiantes, que en ocasiones ante un conflicto piden no involucrar a su padre porque es jefe de una banda peligrosa y la situación no da para tanto”.
El director recuerda que hubo un tiempo cuando un auto llegaba cada día a la hora de entrada a clases a entregar marihuana como si fuesen frutas o galletas para la merienda, pero poco a poco ha impuesto medidas de seguridad para tratar de que el colegio sea “una zona neutra”. Cada dos o tres semanas llegan policías con perros especializados para buscar drogas o armas. Afuera un vigilante usa aleatoriamente paletas detectoras de metales. No hay mes en que no haya coordinación con la policía, con la Fiscalía Penal Juvenil o el Patronato Nacional de la Infancia, la entidad estatal encargada de atender menores en condiciones de riesgo.
Alvarado quisiera dirigir esfuerzos para conversar con padres o madres, pero no siempre hay respuesta. Cuenta una ocasión en que llamó a una mamá por consumo de drogas de Ignacio, de 13 años, y ella le dijo que no era problema suyo, que ya no quería nada con él y que buscara dónde llevarse al muchacho, pero a casa no volvía. Hubo la coordinación para la custodia por el Estado, pero no se supo más.
Difícilmente Ignacio siga estudiando. Es probable que se sume a la masa de muchachos que no estudian ni trabajan, una condición que ofrece la probabilidad “altísima” de entrar al tráfico de drogas o a las tareas asociadas, dijo el viceministro Sánchez.
Recuerda que en 2022 dejaron las aulas unos 35 000 estudiantes, uno de los reflejos de la crisis actual del sistema educativo que por muchos años ha sido admirado desde otros países. La pobreza golpea casi al 40% de la población menor de edad.
Problemas económicos y falta de estímulos pueden explicar esa alta expulsión educativa, pero se suma a nuevos conceptos sobre el “éxito”. Crecer académicamente para ser profesional y vivir mejor es una meta que pierde terreno ante el ideal de tener dinero pronto. “Además hay otro factor que un día me dijo una estudiante con mucha claridad: ‘profe, no quiero que nadie me felicite por las notas, quiero que me teman, que es más fácil’”, dijo la orientadora de otro colegio en San José, una de las personas entrevistadas que teme ver su nombre publicado en este reportaje.
En la cárcel para menores, ubicada en la carretera que conduce al Caribe, un muchacho cumple condena por homicidio y ahora compone canciones para intentar evitar que otros caigan en lo mismo. Dice que la banda era como su familia y que le prometieron que lo protegerían siempre, que si caía en la cárcel lo irían a visitar hasta que volviera de nuevo a las calles, pero desde que fue condenado nadie volvió a preguntar por él. Sólo su madre lo recuerda.
Lo cantó durante un acto del Ministerio Público para tratar de educar a otros jóvenes, donde también proyectaron un video con otros testimonios. Ahí otra chica presa decía que quiso experimentar cómo era estar privada de libertad. Y otro adolescente, de hablar osado, se deja ver vulnerable: “extraño la comida de mi mamá”.
La fiscala Alfaro no se sorprende. Lleva años estudiando la participación juvenil en bandas criminales del negocio del narcotráfico. No son pandillas como las ‘maras’ que han llevado sangre al Triángulo Norte de Centroamérica. Son empresas ilegales con el propósito de ganar dinero y en el sentido de identidad es sólo un pretexto para atraer jóvenes que hagan las tareas sin exponer a otros miembros relevantes del grupo. Por eso, explica, los chicos son fácilmente reemplazables. Un joven de estos muerto o apresado no es una gran pérdida. “Para la organización son descartables”.
Eso se nota en las escenas criminales. No tienen la precisión de un sólo disparo. Casi siempre quedan muchos casquillos y por eso las víctimas colaterales. En 2021 ocurría una muerte colateral cada 50 días, en 2022 cada 20 y al comenzar el 2023 cada ocho días. “No tienen la experiencia ni el conocimiento ni la capacidad para hacerlo más fríamente, aunque cada vez la van adquiriendo, claro. Entran porque se sienten importantes y creen que es una manera de escalar, como parte de su inmadurez y falta de desarrollo explicado desde la neurociencia”, añade.
Un fiscal de narcotráfico habló bajo anonimato y lo resume así: “los chiquillos creen que son narcos y sicarios, pero sólo son narquitos y sicaritos, y por eso hacen esas cagadas. Más de 20 balazos para matar a una persona, claro que el peligro es alto para cualquiera que esté cerca”.
¿Entonces la solución es aprobar el plan del Ejecutivo de aumentar las penas para ellos? La fiscala Alfaro no duda en contestar: “esa es una visión errónea, así vamos a seguir fracasando”. Acababa de mencionar que son reemplazables, que la cantera es muy grande y que ya Costa Rica tiene las penas más altas de toda América Latina para homicidas no adultos: los menores de 12 años pueden ser condenados hasta a 10 años de prisión y los quinceañeros pueden recibir penas de hasta 15 años.
Eso no lo saben los chicos que caminan los barrios marginales con un revólver en la mano o no les importa; creen que no los detendrán o no le temen a la cárcel, que más bien es una escuela. O puede que sí los asuste la prisión, pero para muchos no es peor que la vida que ya tienen, explica un jefe policial de Puntarenas, el municipio del Pacífico donde también han crecido los crímenes con chicos nacidos en este siglo.
En la provincia puntarenense hay al menos diez bandas que reclutan a los jóvenes para el funcionamiento del negocio de las drogas y la pelea por los territorios, ha reportado la prensa citando las autoridades judiciales. La violencia en Limón lleva ya algunos años en las noticias.
Se trata de barriadas enteras de personas con difícil acceso a empleos o con trabajos ocasionales y exiguos como la pesca, donde los grupos del narcotráfico hallan fácilmente a sus vendedores, sus mensajeros, sus distribuidores y sus sicarios. Un par de zapatillas deportivas, un celular nuevo o una bicicleta pueden ser suficientes para el reclutamiento, pero también empiezan a recibir dinero por servicios de entrega o información sobre el barrio o sobre operativos policiales.
Así pudo haber entrado Kedwin, de 17 años, al camino de su muerte. Era diciembre del 2022 y dijo a su mamá, Karol, que iría un rato a la única hamburguesería del barrio Chacarita, donde solía gastar muchas de sus noches con otros de su edad que tampoco iban ya al colegio. En una de esas un amigo del muchacho llegó a llamarla: habían matado a su hijo de varios balazos. Ocurrió lo que sabía que iba a ocurrir en algún momento. De nada le sirvió esconderse en la cocina del negocio. Era uno más en este barrio de amplia pobreza, donde no es raro ver a niños jugando a ser sicarios con armas ficticias en divertidos tiroteos imaginarios.
“Es muy impresionante lo que está pasando aquí. Se van algunos en carros o en bicicletas y juegan a enfrentarse con esas armas de juguete que suenen igual a las reales. La gente de un barrio contra los de otro barrio”, comenta un pastor que se resiste a abandonar la comunidad como ya lo han hecho varios de los feligreses para escapar de la violencia o de las amenazas directas.
Karol, la madre de Kedwin, dice que quisiera irse también, pero sólo tiene para vivir la precaria casa con piso de tierra de dónde salió corriendo aquella noche. Vive de planchar ajeno, asegura. Otros vecinos se permiten sospechar de ella también. La desconfianza es la norma.
La madre sabe quién mató a su hijo y lo ve a menudo por ahí, pero no confía en la Justicia ni en la Policía. “Aquí nadie va a hablar. Aquí la regla es ver y callar, porque si no sigue uno en la lista”, dice con resignación sobre un tema que preocupa a las autoridades nacionales, pues esto hace que crezca la inmunidad y, por tanto, la idea entre los jóvenes de que nada pasará por matar a otro. La realidad es que algunos chavalos sí acabarán pagando condena en la cárcel junto a otros reos de generaciones mayores, como los abundantes pescadores que cayeron en la prisión de Puntarenas por delitos de drogas, debido a los servicios logísticos que daban a las bandas traficantes en el mar.
La Embajada de Estados Unidos vino en agosto a un barrio cercano, Fray Casiano, a presentar su programa de rescate social con una inversión de 11 millones de dólares para programas sociales y educativos, en la lógica de que la solución aquí no es policial, como aseguró Deyber Rosales, un líder comunal. El problema es que este programa es limitado y no tiene el Estado proyectos similares de gran escala. La inversión social más bien se ha reducido en los últimos años tanto como las becas estudiantiles y el presupuesto para los centros educativos.
La mano la tiende el grupo criminal y los más jóvenes tratan de demostrar que están dispuestos a todo. Por eso los crímenes más violentos y las escenas más siniestras, con cuerpos torturados y desmembrados. “Son más malos que nosotros. Vean lo que digo, mi hijo es un monstruo comparado conmigo. A veces uno se asusta de lo que pueden hacer”, dice un vecino que cumplió condena por asesinato. Aceptó enviar para este reportaje un breve audio al teléfono celular de una dirigente de la comunidad. La señora, que pide ocultar nombres, pide volver a escuchar el mensaje con atención. “Escuche bien, esos hombres que ya pasaron por donde asustan y le temen a lo que están haciendo las nuevas generaciones. ¿Cómo cree que vivimos la gente normal?”.