Octavio Enriquez

Octavio Enríquez
10 de noviembre 2024

Régimen Ortega-Murillo

Nicaragua: La transición de la dictadura

Varias camisetas con la imagen de la pareja presidencial Daniel Ortega y Rosario Murillo, exhibidas en la avenida Bolívar en Managua. Divergentes EFE/Jorge Torres

Rosario Murillo, la vicepresidenta de Nicaragua, ha sido vista siempre como un personaje cruel y ambicioso. Algunos nicaragüenses dicen que tiene tanta influencia en la Nicaragua actual que encabeza un movimiento interno en el sandinismo que la proyecta como el poder tras el trono de su marido Daniel Ortega.

Pero yo siempre fui renuente a tomar como cierto el 100% de esa afirmación. El motivo es que nunca quise rebajar para nada la responsabilidad que tienen ambos en sus violaciones de derechos humanos y actos de corrupción de su larga dictadura de 17 años hasta ahora.

Por lo tanto, esa versión de “Rosario-La Mala” y “Daniel-el magnánimo” no representaba lo que miré siempre: Una pareja del terror al mando de un grupo de fanáticos, capaces de todo por mantenerse en el poder.

Ni ella ni él son una marioneta del otro. Sí es cierto que el poder de ella dependió al principio del retorcido sistema implantado por Ortega, que colocó las lealtades personales por encima de cualquier cosa. En esa posición, el caudillo recompensó con creces el respaldo público de Murillo ante la acusación por violación de Zoilamérica—hija de la actual vicepresidenta— a finales de la década del 1990.

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Desde el ascenso en 2007 al poder, ella no fue solo su asesora de imagen, ni condujo la vocería del régimen desde el omnipresente Consejo de Comunicación y Ciudadanía. Murillo fue capaz de cambiar el paisaje urbano de Managua, llenándolo de árboles de metal como símbolo de su poder, e igual de falsear el escudo en la documentación oficial con sus trazos y colores favoritos, o de echar a los ministros que se atrevieran a dar entrevistas a los medios de comunicación.

Ese fue solo el principio de su reinado de atropellos. Murillo es la voz del régimen. Cada mediodía, es ella quien dice a Nicaragua lo que están haciendo, la que saluda de parte del comandante. A diferencia de ella, Ortega fue reduciendo en los últimos años sus comparecencias, lo que no significa que está ajeno a las grandes decisiones. A juzgar por cada una de sus intervenciones públicas, él siempre mantuvo los hilos de la represión y e incluso fue aconsejado por ella en decisiones trascendentales como el destierro de los 222 presos políticos en febrero de 2023. Pero ella es quien da la cara de manera cotidiana.

A partir de su nombramiento como vicepresidenta en 2017, poco a poco sus allegados han ido copando el poder, a consecuencia de nombramientos o purgas donde los más cercanos a Ortega han salido y ella, como titiritera, ha operado para colocar en los mismos a personas de su mayor confianza. Los casos más emblemáticos fueron el de la secretaría de organización del FSLN, ocupada por el coronel retirado Lenín Cerna, exjefe de la Seguridad del Estado en los ochenta, y hoy en manos de Fidel Moreno.

La presidencia de la Asamblea Nacional está también en manos de Gustavo Porras Cortés, cercano a Murillo, quien asumió el cargo luego del fallecimiento de su antecesor. Pero hay otros que están en posiciones de poder, han recibido su respaldo y le guardan absoluta lealtad, porque su prosperidad se debe al poder que les ha conferido. Ella controla desde hace tiempo a los alcaldes y con ellos a los territorios en todo el país, junto a las redes del partido en las localidades.

El estilo político de Moreno y Porras dice mucho más de su jefa—y de Ortega por supuesto—que de ellos mismos. Moreno es señalado por Estados Unidos de estar implicado personalmente en ordenar ataques contra manifestantes desde 2013.

Porras es un médico conocido más por sus años de incendiario discurso en las huelgas de los sindicatos sandinistas para desestabilizar a los gobiernos entre 1990 y 2006, pero también por la corrupción de sus allegados durante esta administración. A su mando está el Parlamento que ha creado el marco represivo para perseguir a la disidencia y para justificar el ambiente de terror que rodea la vida de los ciudadanos, persecuciones sin duda estalinistas.

El hostigamiento a opositores, sacerdotes y periodistas ha marcado un hito en América Latina. Las “purgas” en el Estado usadas para identificar a adversarios y concitar lealtades han sido noticia durante más de dos años, pero las mismas se explican no solo por las acciones represoras de la Policía que buscan castigos ejemplarizantes. Todas ellas encuentran un apoyo importante en el marco jurídico que Porras y los legisladores han creado para ese fin.

Cuando en diciembre de 2023, la Asamblea cerró su legislatura, el mismo diputado Porras afirmó para justificar el despojo de las nacionalidades de los opositores ese año que “seguro que somos antidemocráticos, que somos cualquier cosa, pero hay países de esos muy democráticos que los fusilan”.

Esas expresiones buscan que el horror sea tan cotidiano como el aire que los nicaragüenses respiran. Si escuchar a Porras provoca indignación, cualquiera puede sentir lo mismo con Murillo. Un profundo revoltijo en el estómago.

Al oírlos atentamente, uno no puede dejar de preguntarse por qué lo hacen. Si ellos controlan todo, si militares y policías le son leales sin aparentes fisuras. Desde lejos, estas acciones de la dictadura son aparentemente inconexas, pero tienen una lógica más allá de acallar a los críticos. Mi conclusión es que quieren lograr a la fuerza una transición del poder que pase de las manos de Ortega a Murillo. Es decir, para ellos, es de suponer que la oposición simplemente no pinta nada. Porque la condenaron al ostracismo.

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A quienes no estén de acuerdo en Nicaragua, el sistema les tiene preparado una respuesta de crueldad y sufrimiento. Primero atacó a los llamados sandinistas históricos que vieron cambiados incluso sus símbolos, entre ellos el color rojinegro que pasó a ser fucsia. Es decir, como a ella le gusta. Aprendieron a fuerza con la exclusión y luego escaló sus acciones.

¡Sean bienvenidos a Nicaragua. Este es el Murillato! La descripción del sistema no es mía. Me la dijo una vez la socióloga Sofía Montenegro. Y el mismo sistema se ha extendido en el aparato del Estado y en las municipalidades. Detrás del terror siempre viene otra ola de lo mismo, pero ahora el foco a lo interno del Estado es que queden leales a ella, y que se vayan los “traidores”.

La dictadura aprobó la semana pasada en la Asamblea, bajo la presidencia de Porras, la ley de Telecomunicaciones Convergentes que permitirá al Estado controlar los contenidos divulgados en los canales locales y creadores de contenido. Les exigirá una licencia para operar que deberá ser aprobada por la entidad reguladora estatal: el Instituto de Telecomunicaciones y Correos (Telcor), según lo informado en los medios de comunicación desde el exilio.

El 12 de septiembre aprobaron otra reforma para ampliar la facultad de la ley de ciberdelitos y castigar las “noticias falsas”. La versión inicial de la norma la ocuparon para llenar las cárceles en 2021, cuando Ortega y Murillo fueron a votaciones generales sin ningún opositor a la vista, pues toda su posible competencia fue apresada.

El artículo 30 de esta reforma a la ley de ciberdelitos en particular (la No. 1219) es un poema para los represores: “Quien, usando las tecnologías de la información y la comunicación, redes sociales o aplicaciones móviles, publique o difunda información falsa, tergiversada o de cualquier otra naturaleza, produzca alarma, temor, pánico, o zozobra en la población, o a un grupo o sector de ella, a una persona o su familia, se impondrá la pena de 3 a 5 años y 300 a 500 días multas”.

Estipulan también otros castigos que pueden aumentar los años de encarcelamiento, dependiendo del “criterio” de los jueces de la dictadura. Por ejemplo, si se perjudica el “honor” de una persona, la pena puede ser de 2 a 4 años de prisión y de 150 a 300 días multas. O veamos esta otra: Si se incita a “discriminación y odio”, además, será de 5 a 10 años de prisión y de 500 a 800 días multas.

Gracias a una reforma al código penal de agosto, el régimen ahora podrá enjuiciar a los nicaragüenses en el exilio y a sus familiares. Un paso más hacia la represión total. Muchas medidas estatales después, lo más trascendental sigue siendo quien decidirá las violaciones a la ley. Y es en este orden: la Policía que te apresa, la Fiscalía que te acusa y finalmente los jueces leales a Ortega y Murillo.

La falta de libertades es generalizada en Nicaragua. Sin embargo, siempre ha tenido una explicación en las raíces dictatoriales de los Ortega Murillo. En 2008, el exprocurador Hernán Estrada vaticinó que no quedaría “piedra sobre piedra” en Nicaragua si Ortega lo decidiera. Tenía un año de haber regresado al Ejecutivo. Ese proceso de destrucción institucional no se ha detenido. La pareja de dictadores ha consumado una verdadera tragedia desde entonces. En ese contexto, la transición sería un pasamano de la política de terror de Ortega a Murillo, la número dos y a veces la uno.

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Octavio Enríquez

Freelance. Periodista nicaragüense en el exilio. Escribo sobre mi país, derechos humanos y corrupción. Me gustan las historias y las investigaciones.