El mágico gol de Diego Armando Maradona se estrelló por todo el mundo con la fuerza rabiosa de un asteroide apocalíptico.
Éramos 16 periodistas de varios países latinoamericanos los únicos que nos quedamos pegando alaridos después del mágico gol que definía la décimo tercera edición del campeonato mundial de la FIFA en Ciudad México.
A los juveniles parroquianos teutones que se apretujaban frente a la pantalla gigante encima de la barra de aquella taberna cervecera de Munich, con la lechita del supremacismo racial todavía húmeda alrededor de sus bocas, que hasta ese momento gritaban de júbilo ruidoso, las risas parecieron congelarse en sus rostros, convertidos de repente en piedras silenciosas de granito aquella calurosa tarde del 29 de junio de 1986.
Llegué a sentir temor por un eventual linchamiento del grupito latino que se quedó gritando, pero en los rostros alemanes no había odio. Había tristeza.
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Diego Armando Maradona, que murió este miércoles en Buenos Aires protegido hasta el final por el eufemismo de un diagnóstico médico que no quiso decir claramente que había vuelto a tomar licor mientras se recuperaba en su casa, pocas horas después de una delicada cirugía en la cabeza.
“Murió mientras se le ayudaba a salir del síndrome de abstinencia”. En Nicaragua decimos que murió quitándose la goma.
Nunca supo Maradona administrar su grandeza, y si hay que buscar culpables aparte de él mismo, esos somos nosotros, el mundo entero, que nunca lo dejamos caer al ostracismo que se había ganado con creces por sus postreras groserías, y en vez de eso, siempre le frotamos la cara con el salmo laudatorio de “Salve oh Diego, eres grande, eres el mejor…” lo que desgraciadamente, para su propia desgracia, era cierto.
Cuelga tus spikes, Diego, despojate del short y de la camiseta con el número famoso, toma una ducha caliente, y duerme por primera vez tranquilo en la eterna cuna de la memoria y el corazón de tu pueblo argentino. Así sea. Te lo ganaste.
El autor es periodista retirado. Fue editor de El Nuevo Diario*.