Carolina Ovares-Sánchez
9 de junio 2023

¿Cuánta impunidad admite una democracia?

José Rúben Zamora asiste a su primera audiencia en la Torre de Tribunales. Foto de archivo de EFE.

Guatemala, el país más poblado de la región centroamericana, en el 2015 era un ejemplo de lucha contra la corrupción. En ese año la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), junto a la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) acusaron judicialmente por una trama de corrupción al presidente y exmilitar Otto Pérez Molina y a la vicepresidenta Roxana Baldetti. Incluso estos renunciaron a sus puestos y fueron procesados. A estos se le sumó la acusación y procesamiento de varios funcionarios de gobierno, incluyendo ministros y operadores jurídicos en esta y otras causas. El mensaje era claro: enfrentar en todos sus niveles la corrupción, que es una expresión de la impunidad. 

Asimismo, en ese año la justicia falló a favor de que se reanudara el juicio a Efraín Ríos Montt, acusado y condenado por genocidio del pueblo ixil y delitos de lesa humanidad en los años 80. Las calles se llenaron de manifestaciones multitudinarias: la primavera guatemalteca de este siglo había llegado.  

 La CICIG había sido creada en el año 2007 con la intención de ser un mecanismo autónomo e independiente de apoyo a las autoridades guatemaltecas para desmantelar cuerpos ilegales, aparatos clandestinos de seguridad y redes de crimen y corrupción dentro del Estado. En otras palabras, combatir -justamente- la impunidad.

Sin embargo, en el 2018, el entonces presidente Jimmy Morales dio por finiquitado el mandato de la CICIG y sus funcionarios tuvieron que salir del país. Aunado a esto, se nombró a Consuelo Porras Argueta en reemplazo de la fiscal general, Thelma Aldana, quien tuvo que huir del país por presiones y amenazas. 

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El desmantelamiento de la cruzada anticorrupción no finalizó con la salida de la comisión. El año 2021 marcó una aceleración de regresiones democráticas y del Estado de Derecho, debido una campaña sistemática para criminalizar a operadores de justicia que lideraron investigaciones en la CICIG, en la FECI, a la cooptación del Poder Judicial y la criminalización de opositores críticos, como periodistas que han tenido que salir del país por razones vinculadas a su oficio y/o enfrentan persecuciones judiciales. En palabras de Juan Francisco Sandoval, quien fuera el jefe de la FECI: “Ahora, investigar la corrupción significa exilio, prisión o muerte”.

Los hechos relatados dan cuenta de un problema grave y estructural en Guatemala: un profundo régimen de impunidad, caracterizado por muchos como un ‘pacto de corruptos’. Esto plantea problemas importantes para la democracia misma. 

La democracia, como sistema de gobierno, supone la toma colectiva de decisiones vinculantes investidas de autoridad y legitimidad. Como ideal de gobierno al que debemos tender en la medida de lo posible, consiste en un modelo de toma de decisiones que consagra la igualdad política, esto es, la igual consideración de todos los afectados y la autonomía personal o la dignidad de la persona, al permitir que todos los ciudadanos incidan de manera igual sobre el resultado colectivo. A su vez, como sistema de gobierno, se espera que en el procedimiento de toma de decisiones sea probable la obtención de resultados justos o lo suficientemente buenos.

Tomando en cuenta lo anterior, surge la interrogante: ¿cuánta impunidad admite una democracia? (Carla Yumatle se cuestiona algo similar para el tema de la pobreza estructural). 

La impunidad es un fenómeno en el que una persona que comete un acto ilegal, crimen o delito queda sin castigo por lo hecho. Esta situación se torna estructural, esto es, en un régimen de impunidad, cuando quienes impiden que los autores de los delitos reciban la sanción correspondiente son los mismos encargados de llevarlos ante la justicia y procesarlos y/o cuando existen estructuras de poder y redes políticas y económicas, tanto para cometer delitos, como para  garantizar que nadie sea procesado por estos hechos.   

Esto afecta la democracia y al Estado de Derecho, ya que en un régimen de impunidad, el ser de carácter estructural implica que hay personas, debido a su posición o poder, que no están sujetas en condición de igualdad a las mismas leyes y no rinden cuentas por sus acciones (a diferencia de las otras personas que conforman la misma comunidad política). El asunto no es menor, ya que esto genera resultados injustos, en los que la resolución de disputas no se da de manera equitativa ni imparcial.

  Ahora bien, un régimen de impunidad plantea otro problema grave de legitimidad democrática. La persistencia de una situación tal donde la ley no se aplica equitativamente en casos equivalentes y quienes incumplen la legislación, incluida violaciones a derechos humanos, no son responsables y ni rinden cuentas ante la ley, mina la confianza de la ciudadanía en la institucionalidad democrática. Empero, esta es necesaria para dotar de legitimidad (justificación) -democrática- al procedimiento de toma de decisiones, esto es el apoyo a la democracia como sistema de gobierno. En otras palabras, el régimen de impunidad socava a la confianza de la ciudadanía en que las leyes resultan efectivas, y con ello, afecta la justificación ciudadana del propio sistema de gobierno.

Guatemala muestra de forma dramática una patología que carcome a las democracias. Se trata de una dinámica en la que las élites político-económicas llegan a pactos para aprovecharse de la riqueza de esa sociedad, mediante alianzas, cooptación y una fachada de instituciones pluralistas y democráticas. Esa dinámica hace increíble, esto es no creíble, que se vive bajo una democracia representativa, o sea, que las personas tienen igual capacidad de influencia en los asuntos públicos.

Finalmente, es en este preocupante contexto, en el que las reglas del juego político no se aplican con igualdad, en donde se realizarán elecciones nacionales el próximo 25 de junio del presente año. La ciudadanía guatemalteca, alrededor de 9 millones de electores, acudirán a las urnas en las que se escogerán autoridades presidenciales (binomio presidencial), congresistas y municipales. Este proceso electoral se llevará a cabo, sin embargo, con el régimen de impunidad subyacente como denominador común a las instituciones de gobierno.  

ESCRIBE

Carolina Ovares-Sánchez

Politóloga y socióloga centroamericana, docente de la Universidad de Costa Rica. Es candidata a doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires. Colaboradora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Se desempeña en el área académica y en el análisis político y electoral. Sus áreas de investigación son instituciones democráticas, la intersección entre justicia y política y sobre mecanismos de democracia directa. Es parte de la Red de Politólogas.