Juan Diego Barberena

Juan-Diego Barberena
24 de enero 2025

¿Triunfó la antipolítica con el regreso de Trump?


El 20 de enero la capital de Estados Unidos fue el centro de una cumbre ultraderechista en ocasión de la toma de posesión presidencial de Donald Trump, el principal dirigente de este movimiento internacional. El republicano volvió a la Casa Blanca en una remontada electoral sin precedentes, pero esta vez con la compañía de un grupo de oligarcas con altísima influencia global: Elon Musk y sus pares, dueños de la gran industria tecnológica. Pero, además, el regreso se da en un momento en el que el movimiento ultra-nacionalista y populista está en su apogeo en Latinoamérica y Europa, con Javier Milei y Santiago Abascal como unos de sus principales abanderados. 

Ante el retorno del trumpismo al poder, conviene reflexionar sobre la antipolítica como forma de hacer política. Por naturaleza, la política requiere consenso, debate, evitar la ruptura del orden político y legal sobre la cual se sostiene la democracia y sus principios. Es decir, es deliberativa, y si no lo es, entonces se vuelve todo lo contrario: antipolítica, que no es más que el rechazo al sistema previamente establecido, a las reglas del libre juego político y democrático, tanto en las relaciones políticas internas como a nivel internacional. 

Y es eso lo que hemos visto en los primeros días de gobierno trumpista. Junto a sus masas, como si de un espectáculo se tratase, en el Capital One Arena, Trump firmó una sarta de decretos ejecutivos que anularon las órdenes de la administración Biden, que consistían en la salida de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud y del acuerdo de París. Además, desconocer el derecho de nacionalidad por nacimiento en territorio estadounidense (el principio de ius soli, tan antiguo como el derecho mismo), ya recurrida ante un juez federal por ser inconstitucional.

El presidente también ordenó el reconocimiento únicamente de dos sexos, la declaratoria de los carteles mexicanos y el Tren de Aragua como organizaciones terroristas, y la suspensión de una serie de medidas en tanto se evalúa por 90 días la importancia y relevancia de estas “para los intereses de los Estados Unidos”. Y por supuesto el indulto que favorece a los insurrectos que atacaron el Capitolio en 2020 y la declaratoria de emergencia nacional en la frontera sur que permitirá usar al Ejército para resguardar la frontera de lo que Trump llama “la invasión”. 

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Y no sólo eso: ha ordenado redadas en los colegios, iglesias y centros de trabajo para capturar y expulsar a los “criminales migrantes” que pretenden “robarle Estados Unidos a los ciudadanos estadounidenses”. 

Esta antipolítica que encarna el “trumpismo sociológico”, que se alimenta de bulos para ganar adeptos y –en consecuencia– respaldo popular, no nace con Trump, ni con la alianza oligárquica tecnológica de ribetes plutocráticos. Tiene sus orígenes en su ideólogo Newt Gingrich y luego se fue reforzando en la Sociedad Federalista, una agrupación de juristas conservadores, cuyos varios de sus miembros hoy son jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Un tribunal que ha dotado a Trump de una mayoría judicial extremadamente peligrosa para terminar de cerrar el círculo del poder absoluto. 

En consecuencia, hacer pender de un hilo la democracia del país, que en última instancia reside en el control constitucional de pesos y contra pesos que ha caracterizado al constitucionalismo norteamericano. De tal manera, que la antipolítica en Estados Unidos ha encontrado en Trump a su caudillo, a su máximo representante que hoy no solo se sostiene por el poder institucional, sino también por sus alianzas corporativas capaz de decidir una elección a través de la administración algorítmica. 

Esa antipolítica además requiere de los nuevos amigos ricos de Trump. También necesita de enemigos imaginarios: la izquierda, el socialismo, los progres y la denostada cultura woke, los migrantes, el establishment político y, desde luego, delirantes pretensiones imperiales que se nutren de las consignas del MAGA: “Hacer grande américa otra vez”; “recuperar nuestro país”; “comienza la nueva era de Estados Unidos”, etc. Todos esos gritos alimentan a las masas del trumpismo, todas ellas fundamentalistas, xenófobas, homófobas, conservadoras, violentas y poco pensantes. 

El trumpismo y sus prácticas antipolíticas tienen sus réplicas en nuestra región, por gobernantes y dirigentes, militantes de ese movimiento: Milei, Bukele, Bolsonaro, Kast y hasta en Nicaragua: existen y están en la mismísima oposición política a la dictadura Ortega-Murillo. Entre estos opositores nicas hay furibundos militantes de la falsa batalla cultural que se sostiene en la mentira y los delirios de que la solución de los males de la humanidad pasa por la extinción del progresismo, de las garantías y logros sociales, del Estado y de los políticos. Más antidemocráticos no pueden ser. 

Concebir a la política sin políticos y sin instituciones parece una imposibilidad lógica, pero más que eso, implica la extinción del Estado democrático que se sustituye por un Estado corporativo-plutocrático, dirigido por oligarcas, magnates e iracundos líderes que no es más que una reminiscencia viva del fascismo. 

Pero no solo implica un Estado corporativo, sino un Estado criminal y policial, en el cual la coraza del Estado de derecho se rompe ante la incapacidad de sostener a la coerción y el despotismo.  

Dicho todo lo anterior, ¿ha triunfado la antipolítica? Pareciera que sí, al menos por ahora. El avance de las fuerzas conservadoras enemigas de la democracia liberal republicana es un grave riesgo para las relaciones internacionales ordenadas y sujetas al derecho internacional. Hoy parece que el nuevo orden mundial es el de la ley de la selva, sin sujeción a la normatividad existente. Sin embargo, no es un triunfo definitivo, y ninguna lucha política es definitiva. 

No obstante, deben ser estos los momentos que llamen a la reflexión, a la autocrítica y a las nuevas propuestas; nuevas apuestas en las que se exponga que los derechos humanos no tienen ideologías y tampoco banderas, sino que son parte de la dignidad de la persona, ese bien supremo en el que se asienta el tinglado de los derechos humanos. Propuestas, liderazgos y narrativas en las que impere la cordura, el diálogo, el consenso, el Estado democrático, la institucionalidad, y la política ejercida por líderes sensatos, cercanos a las demandas populares y, sobre todo, con vocación democrática.

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Juan-Diego Barberena

Abogado, Maestrante en Derechos Humanos. Miembro del Consejo Político de la Unidad Nacional Azul y Blanco.