Carolina Ovares-Sánchez
10 de abril 2023

El uso y abuso del estado de excepción en Honduras y El Salvador

Foto: archivo de EFE.

El 6 de diciembre de 2022 la presidenta de Honduras, Xiomara Castro, decretó ‘estado de excepción’, justo nueve meses después de que el Congreso Nacional de El Salvador –dominado por el partido oficialista Nuevas Ideas– declaró ‘estado de emergencia’, a petición del mandatario Nayib Bukele un 27 de marzo del año 2022. En ambos países desde entonces se ha prorrogado el estado/régimen de excepción o de emergencia. Rige en la actualidad con mucha controversia sobre el alcance de sus efectos prometidos de neutralizar a las pandillas y las violaciones a los derechos humanos denunciadas.

La justificación y las razones públicas que han dado ambos mandatarios y sus gobiernos, radica en que el uso de esta herramienta es necesaria para reducir la violencia ocasionada por las pandillas. En palabras del director de la Policía Nacional de Honduras, esta operación “es para hacerle frente a las estructuras criminales llamadas Pandilla 18 [Barrio 18] y MS-13 […] así como a otras estructuras del crimen organizado que se dedican a la narcoactividad”.

 El llamado Triángulo Norte de Centroamérica –El Salvador, Guatemala y Honduras– ha sido durante varios años la región con los niveles más altos de violencia a nivel mundial, a pesar de no estar en guerra. Es sabido que la brutal violencia y el control territorial perpetrados por estos grupos criminales es un problema que ha afectado gravemente la vida cotidiana de la población de estos países.  

Debido a esta situación no es sorprendente que una respuesta estatal sean las políticas de mano dura, tal y como ha aclarado el académico José Miguel Cruz en sus estudios sobre el fenómeno de las pandillas en el Triángulo Norte centroamericano. Lo anterior, a pesar de las críticas a estas políticas y estrategias de mano dura sobre el alcance prometido, pues no son efectivas contra la actividad criminal: la violencia se ha perpetuado en el tiempo, como bien lo señalan diversos expertos (incluyendo a Cruz). Precisamente, entre estas políticas contra la criminalidad se encuentran decretar los estados o regímenes de excepción.  

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El instituto constitucional del estado de excepción, también llamado régimen de excepción o estado de emergencia, consiste en un mecanismo jurídico establecido en diversas Constituciones nacionales. Su introducción se justifica a los efectos de hacer frente a distintas situaciones de emergencias y/o graves conflictos internos donde sea necesario mantener el orden interno y se requiere, por lo tanto, medidas excepcionales. La característica de excepcionalidad y de temporalidad son claves para la justificación del uso del instituto en una democracia, ya que habilita jurídicamente a las agencias estatales (generalmente a los poderes ejecutivos) a suspender garantías constitucionales (por ejemplo libertad de tránsito, de asociación y de reunión y garantías judiciales), y en casos extremos, ejecutar estados de sitio.

Desafortunadamente, el uso y abuso de la figura del estado de excepción  puede contribuir a la erosión democrática, tal y como ejemplifican, en grados distintos, los casos paradigmáticos de El Salvador y Honduras.

Ciertamente, la erosión democrática es un proceso gradual en el tiempo. De culminar, se da una transición de la democracia a un régimen autoritario competitivo, a régimen híbrido o a una autocracia, conforme a las definiciones elaboradas por la politóloga Laura Gamboa. Este proceso de desgaste suele ser perpetrado por los poderes ejecutivos e implica cambios en las reglas del juego con el objetivo de debilitar las instituciones formales que promueven la rendición de cuentas horizontal. En casos graves, se llega al punto tal de torcer y distorsionar las reglas que garantizan elecciones libres y justas, y se hace casi imposible la alternancia en los puestos de gobierno.

Ahora bien, un indicador del deterioro democrático es la destrucción de los mecanismos institucionales de rendición de cuentas. El uso abusivo de los estados de excepción, en un contexto de debilidad institucional, concentración de poder en los gobiernos, incluyendo el uso de las fuerzas armadas y policía para militarizar territorios y la cooptación de los poderes judiciales, conlleva un desmantelamiento del Estado de derecho y un indudable deterioro de la democracia.

El uso y abuso del estado de excepción en Honduras y El Salvador
Foto de EFE.

El Salvador en la actualidad se encuentra en esta situación de deterioro. El caso de este país centroamericano ejemplifica cómo un gobernante elegido democráticamente y con alta popularidad, ha logrado eludir la rendición pública de cuentas por sus acciones, como bien lo indican informes al respecto, desde organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación. A estas consideraciones se le aúna la documentación de violaciones generalizadas de derechos humanos cometidas durante el régimen de excepción, que ha sido prorrogado muchas veces. 

En el caso de Honduras, el estado de excepción ha sido implementado en ciertas zonas del país, incluyendo en la capital Tegucigalpa. Es cierto, eso sí, que no hay la misma cantidad de detenidos como en El Salvador, es decir hay una diferencia cualitativa entre las consecuencias de ambos regímenes de excepción. 

Empero en ambos países se comparte la narrativa del enemigo público, que son las pandillas y que ante un problema real como es la violencia y la extorsión que cometen estos grupos criminales. La solución es más militarización en los territorios y suspensión de garantías y derechos humanos. Respecto a Honduras, la prensa ha dado cuenta de detenciones arbitrarias y abusos de autoridad por parte de las fuerzas de seguridad estatales y la falta de datos oficiales creíbles que respalden y justifiquen la prorrogación de dicho régimen. 

Las facultades extraordinarias que le otorgan a los poderes ejecutivos los estados de excepción pueden provocar que estos abusen de la herramienta. Como  indiqué, los dos países centroamericanos lo ejemplifican. En ambos países se repite un patrón, que es la ausencia de rendición de cuentas y la presencia de políticas que aumentan el poder de quien ejerce la presidencia.

Todo esto se agrava en el caso de El Salvador, en donde se dan otras acciones que han erosionado, cooptado y desmantelado las instituciones de control y judicial que pueden establecer límites al poder concentrado en la presidencia. 

Abordar de manera efectiva la violencia y el crimen organizado en nuestros países no es solo una promesa de campaña que deben cumplir quienes nos gobiernan, sino una necesidad imperante para una ciudadanía que demanda soluciones. Sin embargo, el uso y abuso de los regímenes de excepción a largo plazo no ha logrado el objetivo prometido. En los casos en que ha tenido algunos resultados en la lucha contra la criminalidad, ha sido a costa de fortalecer fuerzas de seguridad sin fiscalización y una violación a derechos humanos que la misma población sufre. A largo plazo, todo este proceso conlleva una erosión democrática.

Prevalece además un reto importante para las democracias de nuestra región: que las instituciones democráticas no sean un obstáculo (ni sean percibidas como tal), sino un vehículo para atender las necesidades de la población y demostrar que la política en democracia puede cambiar situaciones sociales problemáticas, incluyendo ciertamente la preocupante inseguridad.

ESCRIBE

Carolina Ovares-Sánchez

Politóloga y socióloga centroamericana, docente de la Universidad de Costa Rica. Es candidata a doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires. Colaboradora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Se desempeña en el área académica y en el análisis político y electoral. Sus áreas de investigación son instituciones democráticas, la intersección entre justicia y política y sobre mecanismos de democracia directa. Es parte de la Red de Politólogas.