Carolina Ovares-Sánchez
11 de julio 2023

Elecciones Guatemala 2023 🇬🇹

Las elecciones se deciden en las urnas, ¿o en las cortes?


Las elecciones en América Latina han sido históricamente organizadas con base en la desconfianza, producto de legados autoritarios y una historia de fraudes electorales. La transición a la democracia en la década de los años ochenta del siglo pasado conllevó a un reto de cómo administrar esta desconfianza y consolidar una institucionalidad con capacidad para conducir elecciones confiables y cuyos resultados sean considerados legítimos por quienes participan en la contienda electoral, incluyendo quiénes pierden las elecciones y en especial la ciudadanía. En este contexto adquirió protagonismo una institución central: los organismos o autoridades electorales, encargados de organizar y juzgar procesos electorales, y calificar los comicios, esto es declarar el resultado y la validez de las elecciones. 

Una particularidad de las autoridades electorales, llamadas Tribunales Electorales en la región centroamericana (con excepción de Honduras que divide en dos órganos la función electoral), es estar diseñadas para tomar diversas decisiones y justamente generar esa confiabilidad y legitimidad en un campo políticamente muy sensible: los resultados electorales que determinan quiénes serán nuestros representantes políticos.

Por la función que adquieren en democracia es que los organismos electorales presentan dos características centrales: ser autónomos de los poderes Ejecutivo y Legislativo (o se espera que lo sean y se diseñan en consecuencia) y ser especializados en la materia electoral. Esto es clave para asegurar que la declaratoria de los resultados electorales sea lo que decidió la ciudadanía en las urnas, y que el proceso de decisión –que determina cuál será el resultado de las votaciones– no genere dudas. Precisamente, las autoridades electorales están diseñadas –especialmente– para administrar la desconfianza.

Ahora bien, la autonomía y autoridad de las autoridades electorales se han visto desafiadas por otro actor político de peso en nuestras democracias: las cortes o tribunales constitucionales. Este asunto no es menor y el caso guatemalteco es uno de gravedad al respecto.

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Recapitulemos los hechos. El 25 de junio se celebraron elecciones nacionales, que dieron como resultado preliminar, dado por el Tribunal Supremo Electoral (TSE), que dos fuerzas políticas obtuvieron la cantidad de votos suficientes para pasar a balotaje: Sandra Torres Casanova, del Partido Unidad Nacional de la Esperanza (881 mil votos, 15%) y Bernardo Arévalo de León, del Partido Movimiento Semilla (654 mil votos, 11.7%), y teniendo como particularidad que el protagonista fue el voto nulo, ya que casi un millón de personas votaron de esta manera (17% del total de votos válidos), conforme a los datos preliminares del TSE.

Lo que parecía que iba a ser un calendario electoral con dos meses largos y tensos hasta la segunda vuelta del 20 de agosto, debido al resultado inesperado (Arévalo no figuraba entre los primeros candidatos con intención de voto), fue interrumpido por la concatenación de una serie de episodios. Los cuales llevaron a que la Corte de Constitucionalidad (CC), seis días después de los comicios, girara una orden al TSE para suspender la calificación de los resultados, que como autoridad suprema electoral le correspondía.

La CC declaró con lugar un amparo provisional interpuesto por nueve agrupaciones políticas, incluyendo el partido de gobierno. Aludiendo a la imperiosa necesidad de “garantizar la pureza del proceso electoral”, ordenó a las Juntas Electorales realizar audiencias para revisar escrutinios, ejecutar un cotejo de actas y conocer impugnaciones. A su vez, señaló la CC que las Juntas Electorales, de considerar necesario, deben indicar en las resoluciones, debidamente razonada, si se dan supuestos de nulidad y/o de necesidad de un nuevo conteo de votos.

 En un contexto democrático y de respeto al Estado de Derecho, conocer de impugnaciones poselectorales es parte del procedimiento y de las elecciones, y es una función usualmente ejercida por la justicia electoral, es decir los Tribunales o Cortes Electorales. Empero, en un contexto donde la integridad electoral está en juego y en consecuencia también la dimensión electoral de la democracia, la intervención de la CC erosiona la certidumbre que se supone debe dar el procedimiento para escoger representantes. Esto es lo que sucede en Guatemala. El Poder Judicial, incluyendo la CC, está deslegitimado, y forma parte del problema grave y estructural del régimen de impunidad y corrupción denominado como Pacto de Corruptos.    

Teniendo en cuenta este escenario, el actuar de la Corte de Constitucionalidad es de gravedad y tuvo consecuencias, al provocar incertidumbre en el proceso electoral. Asimismo, se ha señalado que la CC asumió una autoridad que no le correspondía, al tomar parte en la contienda política por medio de un uso abusivo de la norma constitucional. Su accionar genera muchas dudas si lo que se busca, por quienes interpusieron los recursos legales, es utilizar el aparato judicial, intentar validar los resultados electorales y manipular para que sean las cortes las que decidan los resultados.

Como indiqué al inicio, generar confianza sobre quién es el ganador y perdedor de una contienda electoral es lo improbable, que las autoridades electorales deben hacer probable. En una democracia, en donde los procedimientos se cumplen, los resultados se deciden en las urnas. En atención a esto, siempre que un órgano distinto al especializado en material electoral enfrente la cuestión de intervenir en los procedimientos de determinación de la voluntad popular, debe en principio dar un paso atrás, aún teniendo una justificación normativa institucional. Puede que haya condiciones que esto deba matizarse, pero hasta donde podemos entender de los hechos que se nos han presentado, tal no es el caso de la primera vuelta de la elección guatemalteca.

ESCRIBE

Carolina Ovares-Sánchez

Politóloga y socióloga centroamericana, docente de la Universidad de Costa Rica. Es candidata a doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires. Colaboradora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Se desempeña en el área académica y en el análisis político y electoral. Sus áreas de investigación son instituciones democráticas, la intersección entre justicia y política y sobre mecanismos de democracia directa. Es parte de la Red de Politólogas.