A Tigrillo se le nota ahora mejor humor. Incluso, se burla de sus propias malas experiencias. No se exalta ni se altera y tiene una explicación para casi todo. Tiene una precisión admirable para recordar fechas y vincularlas con efemérides o algún cumpleaños. Por ejemplo, dice que su papá falleció 40 días antes de que cayera preso, y que su exnovia lo visitó por última vez en la cárcel tres días después de su cumpleaños, es decir el 26 de julio de 2021.
El día que hablamos, el 4 de marzo, dice que era la fecha del cumpleaños de su expareja y un día antes de la de su papá. Por ese gusto peculiar, se hizo un tatuaje con las iniciales Se & Lu (Sebastián y Lucía) de sus hijos gemelos y el año en que nacieron, 2019. Cuando los guardias de la cárcel notaron su tatuaje, lo colgaron de unos grilletes para torturarlo al ver el número 19. “Pensaron que el 19 era por el 19 de abril de 2018 (día que iniciaron las protestas a nivel nacional), pero en realidad fue por el año 2019, cuando nacieron mis hijos ”, explica Tigrillo.
El cuarto de John Cerna –el nombre verdadero de Tigrillo– ahora es cinco veces más grande que la celda en la que permaneció durante más de mil días. Se acuesta en una cama king size, con tres cobertores de edredón y más de cinco almohadas. John, sin embargo, sólo utiliza la tercera parte de la cama: mide aproximadamente lo mismo que el catre en el que dormía hasta hace más de un mes, el 9 de febrero de 2023, cuando fue desterrado, junto a 221 presos políticos más, a Washington, Estados Unidos.
Ahora se encuentra viviendo en un estado del Oeste de Estados Unidos– no quiere precisar por seguridad–, adonde se trasladó a los pocos días de ser despatriado de Nicaragua. Una familia lo “adoptó” entre todos los desterrados, y se ha hecho cargo de sus necesidades: techo, ropa, zapatos, alimentos, algunos chequeos dentales y hasta una membresía en un gimnasio. “Yo calculo que han gastado más de 5000 dólares en mí sólo en este mes”, dice John. Por eso, él trata de retribuir, ofreciéndose para realizar algunos quehaceres del hogar. “Con algo tengo que ayudar”, dice John, en una videollamada con DIVERGENTES. En los últimos días recibió su permiso laboral y ha comenzado a trabajar en mantenimiento en un muelle.
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Desde la rebelión de abril de 2018, a John, de 27 años de edad, le apodaron “Tigrillo” porque había pertenecido a un grupo de Boy Scouts que se llamaba Tigre. Hasta entonces, era un estudiante de quinto año de Ingeniería Civil, con algunos problemas de epilepsia desde 2013 y una lesión pulmonar. Fue voluntario en Casa Alianza, una oenegé que desde 1998 se dedicó, hasta su cierre en 2020, a brindar atención integral a niños, niñas y adolescentes de entre 13 y 17 años que están en situación de calle, adicciones y que son sobrevivientes de múltiples formas de violencia. “Siempre he tenido de forma instintiva eso: busco cómo ayudar a los chavalos porque yo también, en algún momento, no me sentí bien y necesité un abrazo o apoyo de alguien”, dice Tigrillo.
Por esa razón, 15 días antes de ser capturado, se llevó al mar a dos amigos que estaban deprimidos a causa de sus problemas personales y su participación en las protestas. Su idea era distraerlos para que se olvidaran de suicidarse. Se metió con uno de ellos al agua, pero una corriente cruzada los empujó al fondo. Tuvieron con el agua al cuello y se estaban ahogando, pero unos pescadores los salvaron a tiempo.
La historia de Tigrillo es como la de cientos de estudiantes y jóvenes que salieron a las calles para pedir la dimisión de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la pareja en el poder.
Cinco años después, su cuerpo refleja las consecuencias de esta osadía que emprendió. Esta mañana de marzo, por ejemplo, el intenso dolor en las costillas que sintió a los cinco minutos de correr, le recordó las golpizas que recibió de parte de policías y funcionarios del Sistema Penitenciario, en los últimos tres años en la cárcel.
Tiene manchas negras en las piernas y en el pecho de cuando “se me pudrió la piel”, a causa de una infección de “diviesos”, unos forúnculos hinchados y rojos que le aparecieron debido a la suciedad de la celda. Desde los días de protestas, en su cabeza lleva esquirlas de escopetas, y en su ojo izquierdo se le ve una pequeña marca de un balazo–de rifle Dragunov, según dice– que le hinchó el pómulo izquierdo, tal como confirman las constancias médicas. Esto último ocurrió el 28 de mayo de 2018, cuando encabezó a un grupo de estudiantes que se tomó, como forma de protesta, la Universidad de Ingeniería (UNI), donde estudiaba.
“Yo estoy listo para reunirme con mi creador, pero no han sido sus planes”, dice Tigrillo, y explica: “ya me balearon, me prendí en llamas en una protestas, casi muero ahogado… Mi mamá dice que sólo falta que me tire a la calle”, dice en broma, como suele hablar ahora.
Durante las protestas, en el primer reportaje que lo citan, en el medio El Faro, de El Salvador, en julio de 2018, lo describen como “muy serio”, aunque él dijo que era “algo nuevo”. Su personalidad, antes, era tranquila, y la única explicación que encuentra del cambio es que le tocó vivir demasiadas cosas en pocos meses: mirar cómo sus compañeros caían muertos a balazos, sufrir heridas, encabezar las tomas de universidades, aprender a utilizar morteros o armas artesanales para defenderse.
Unos meses después, cuando el régimen desarticuló las protestas a balazos, Tigrillo comenzó a vivir en casas clandestinas para que la Policía no lo atrapara. Pese a eso, estaba menos tenso, algo melancólico, porque sentía que “no había hecho lo suficiente” para derrocar a la dictadura.
En marzo de este año, después de haber pasado casi tres años en la cárcel, Tigrillo habla sereno, no se quiebra al recordar aquellos días. Dice que la rutina de ejercicios que hacía a diario con su compañero de celda le ayudó sobremanera. Era un entrenamiento con pesas improvisadas: botellones llenos de agua que servían como mancuernas y un balde que funcionaba como una barra. Una rutina de entre 45 minutos y hora y media, que incluía entrenamiento de abdominales y correr dentro de la celda.
Esta rutina, dice, le sirvió como terapia para la luxación que padece en el hombro desde hace 10 años, cuando sufrió un ataque de epilepsia mientras dormía. Las convulsiones hicieron que se golpeara, no sabe cómo ni con qué porque, cuando despertó, estaba internado en el hospital. También cree–aunque no se ha hecho chequeos médicos al respecto– que los ejercicios le ayudaron al padecimiento pulmonar que tiene por herencia de su mamá, que sufrió una tuberculosis mientras estaba embarazada. Una prueba médica del año 2020, indica que Tigrillo tenía los pulmones de una persona de 48 años, cuando él solamente tenía 24.
Rebelión
John Cerna tenía 22 años de edad cuando se integró a la rebelión, el 19 de abril de 2018. Como casi todos los jóvenes, lo hizo en protesta por el recorte de las pensiones a los jubilados que aprobó el gobierno de Ortega y Murillo desde el 16 de abril de ese año. Su abuelita recibía una pírrica pensión que iba a ser aún más reducida. Pero a ello se sumaba un cóctel de inconformidades: la negligencia del régimen para apagar el incendio en la reserva Indio Maíz días antes y las molestias con la corrupción de las autoridades de la Unión Nacional de Estudiantes (UNEN) en la UNI, donde estudiaba. UNEN era el brazo del Frente Sandinista para el control de las universidades: becas, presupuestos, avales. John nunca estuvo de acuerdo en el manejo de esos fondos.
Fue testigo de la masacre del 20 de abril, cuando asesinaron a cinco jóvenes en los alrededores de la UNI. A partir del 7 de mayo, empezó a hacer plantones y fue uno de los que planificó el intento de tomar esta universidad el 28 de mayo. La Policía los expulsó a balazos. El propio John recibió un disparo muy cerca del ojo izquierdo. Fue trasladado a un hospital privado, donde no lo curaron del todo, y decidió regresar esa misma tarde a la universidad. Todos se sorprendieron al verlo regresar, con la cabeza vendada y una enorme inflamación en su rostro a causa del balazo. “No podía dejar que muriera alguien con el plan que yo mismo hice”, dice John.
En su casa no se sentía seguro y por eso decidió ir , al día siguiente, a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) para que lo curaran en el puesto médico. Para ese tiempo John ya se empezaba a llamar Tigrillo. En esta universidad se atrincheró durante 70 días, hasta el 13 de julio, cuando el régimen desplegó un operativo armado, de policías y paramilitares, para desalojar a los estudiantes de este recinto. En la acción murieron dos jóvenes: Gerald Vásquez y Francisco Flores, a los cuales los miró agonizar sin poder hacer mucho.
En la UNAN, se hizo de amigos que nunca antes los había visto. Con algunos vivió algunos meses en clandestinidad, y con otros, como Kevin Solís, incluso compartió tiempo en la cárcel.
Tigrillo fue arrestado el 28 de febrero del 2020, después de más de un año de haber vivido clandestino y de haber retomado su carrera en la Universidad Centroamericana (UCA), porque de la UNI lo expulsaron. En la condena incluyeron un supuesto tráfico de drogas, y lo sentenciaron a 12 años de cárcel, más una multa de 37 000 córdobas.
El infiernillo
El infiernillo es uno de los seis módulos que hay en el espacio de máxima seguridad de la cárcel “Modelo”, de Managua, llamada la 300, porque allí alcanzan 300 reos aproximadamente, en unas 156 celdas. Todas son iguales: de tres metros de largo por tres de ancho, con dos catres cada una y un hoyo para que los reos hagan sus necesidades.
La diferencia con el infiernillo es la posición de los módulos, ubicados de norte a sur, recibiendo el sol todo el día y sin espacio para que corra el aire. Se siente un calor asfixiante de más de 40 grados centígrados, según los reos que han estado en el lugar.
Tigrillo estuvo en el infiernillo durante dos años. Fue trasladado ahí en septiembre de 2020, luego de que publicara una carta en el medio El Faro, el 28 de junio de ese año, en la que denunció los malos tratos en la prisión y sus molestias con los empresarios, a quienes los señaló de “jugar un doble rol” porque “no han querido confrontar con el régimen”. Para publicar esta carta, Tigrillo contactó a los periodistas de El Faro que lo entrevistaron en 2018. Escribió la carta en un papel higiénico, y luego envió el texto por WhatsApp a través de un celular que consiguió en la prisión para que la publicaran.
Por el calor en la celda, Tigrillo dice que estuvo casi todo el tiempo desnudo. Pero la suciedad de este espacio, repleto de zancudos, cucarachas, ratones, entre otros insectos, le provocaron la infección de “diviesos” en todo el cuerpo. La curación fue lenta, debido a que le impedían recibir medicamentos y no le entregaban la ropa interior que le llevaba su familia.
En esos dos años, también sufrió la inflamación de la glándula parótida, conocida como topa o paperas. Tigrillo dice que, de la misma desesperación, la inflamación se extendió a los testículos.
Dos años después, a raíz de una visita de la Cruz Roja, en septiembre de 2022, lo trasladaron del Infiernillo a otra celda de la 300, donde compartió espacio con otro compañero. En este lugar sentía menos calor, pero dice que tomaba como 8 litros de agua para no deshidratarse. Convivía con ranas, cucarachas, ratones y un día “un alacrán me picó un huevo (testículo)”, dice Tigrillo.
Para pasar el tiempo, hacía una rutina de ejercicios a diario, entre las cinco y media y las ocho de la mañana. Luego, miraba las actividades que hacían otros reos pero que los presos políticos tenían prohibidas en la cárcel: horas de sol, llamadas, visitas, actividades religiosas, deportivas y de artesanía. Tigrillo, a escondidas, viendo a los demás reos, aprendió a bordar bolsos para poder distraer la mente. Reciclaba bolsas de los paquetes que su familia le entregaba una vez al mes, y las estiraba hasta que quedaban como filamentos y le servían como hilos para bordar. Los demás materiales eran todo lo que tenía a su alcance: cepillos de escoba, papel higiénico y pegamento que conseguía por medio de otros presos.
A diferencia de los reos comunes, que permanecen en chinelas todo el tiempo, Tigrillo se mantenía con los zapatos puestos, “porque sabíamos que cualquier día íbamos a salir de la cárcel y no queríamos que nos agarraran movidos”, dice.
Desde diciembre de 2022, cuando percibió algunos cambios en el trato hacia los presos políticos de la Modelo –como actividades de sol de 15 minutos, atención médica y jornadas de vacunación contra la Covid-19–, Tigrillo supo que su salida de la cárcel estaba más cerca. Por eso, en la última visita que le hizo su madre, el 7 de febrero, él le predijo: “un día de estos te van a hacer una llamada”. Y se cumplió, Tigrillo llamó a su mamá dos días después para decirle que estaba libre, pero desterrado.
Destierro
–¿ Te arrepentís de haberte involucrado en las protestas de 2018? –preguntamos a Tigrillo.
–- No, no tengo arrepentimiento… Siempre he dicho que “algún día va a ser de día”, y ese día, para mí, fue el 8 de febrero de este año, cuando salimos de la cárcel. Yo todavía no sé si valió la pena, no tengo esa respuesta, porque todo cambia con el tiempo. Lo que yo sí quiero es que Nicaragua sea un lugar donde yo pueda caminar con mis hijos y que no tengan que vivir lo mismo que yo.
–¿Qué vas a hacer ahora?
– Un familiar me decía: ‘ya salvaste a muchas personas, ahora te toca salvarte a vos mismo’ (el familiar se refiere a que arriesgó su vida durante su involucramiento en las protestas, pero también, antes, trabajó en una organización ayudando a jóvenes con problemas de adicciones y en depresión) . Eso es lo que estoy haciendo por el momento…Yo puedo seguir aportando a la lucha por la libertad de Nicaragua con lo que tenga a mi alcance. Pero siento que todos los jóvenes necesitamos prepararnos, para poder aportar algo a mi país y no querer aspirar a algo porque estuve en las protestas o en la cárcel.
De momento, Tigrillo está valorando quedarse en Estados Unidos o irse a otro de los países que ofrecieron nacionalidades a los desterrados de Nicaragua. Luego, quiere hacerse chequeos médicos para conocer el verdadero estado de su salud. Quiere terminar su carrera de Ingeniería Civil, pues ya sólo le faltaban ocho clases para graduarse en la UNI, y aspirar a una maestría. “Pero también quiero trabajar para ayudarle a mi mamá, a mi familia, que lo dieron todo por mí en la cárcel”. Y agrega: “ahora también soy padre, y necesito asegurar el futuro de mis hijos. Quiero conocerlos en persona”.
Tigrillo supo que era padre hasta que cayó preso en 2020. Había terminado su relación con la mamá de los niños a finales de 2018. Los niños no llevan su apellido, pero ella le confirmó que él era el papá y las fechas en que estuvieron juntos coinciden. “Se parecen mucho a mí”, dice Tigrillo. “Mi mamá dice que así era yo cuando tenía tres años”, agrega.
Meses después que se enteró de que era papá, se hizo el tatuaje con las iniciales y la fecha de nacimiento de ellos. Lo tatuaron en la cárcel con máquinas artesanales que tienen algunos presos. Pero no conoció a los gemelos mientras estuvo en la cárcel, para protegerlos de represalias, dice.
El tema que más quiebra en estos días a Tigrillo son sus gemelos, a los que sube a sus estados de WhatsApp, que son muy parecidos a él: morenos, ojos achinados, pelo negro. Como a alguien que le gusta guardar recuerdos con las fechas, se lamenta de no estar en las más importantes de los últimos tres años: sus cumpleaños, las navidades, las Semana Santa, y por supuesto, sus primeros días de clases en el preescolar.
De la cárcel aún tiene la costumbre de pasar en calzoncillos todo el tiempo en su cuarto. También mueve las manos mientras habla: gesticula palabras sin sonido y se apoya con señas de las manos para que se entienda. Este lenguaje de señas en la prisión fue la técnica que utilizó para que los guardas no entendieran sus comunicaciones con otros reos o con sus familiares que lo llegaban a visitar.
Poco a poco, se va olvidando de la “chupeta”, la comida de la cárcel que consistía en arroz con frijoles duros, y en ocasiones con piedritas que le picaron varios dientes. Ahora, se está acostumbrando a verse a diario en el espejo que tiene en el baño de su cuarto para notar cuánto ha cambiado en estos cinco años: su cuerpo con cicatrices pero más fuerte por los ejercicios que hizo en la prisión. En los últimos tres años no se había visto detenidamente en un espejo. De nuevo, ha vuelto a tener un inodoro, una ducha y un lavamanos propios. Compró varios desodorantes, que no le dejaban utilizar en la cárcel, y afeitadoras, porque sólo le permitían una cada dos meses.
Suele dormir tranquilo. Se despierta con los primeros rayos de sol que entran por su ventana a las cinco y media de la mañana, aunque durante las 36 horas después de ser desterrado sólo durmió tres horas, asegura. La primera noche se fue con un grupo de personas excarceladas y sus familiares a tomar unas cervezas. El cambio fue demasiado brusco. Por eso, esa madrugada comió sin hartarse y bailó casi toda la noche. Y eso que no sabía bailar.