La respuesta que me dio la exfiscal general de Guatemala, Thelma Aldana, al preguntarle cómo vive el exilio en Estados Unidos revivió los recuerdos de mis primeros dos años como exiliado en España. “Cuando me hacen esa pregunta siempre digo que no se puede describir el exilio en una palabra”, me dijo. A renglón seguido, enumeró una serie de sentimientos que, según ella, hacen que un ser humano toque fondo: la angustia, el miedo, la soledad.
El 21 de agosto cumplí seis años en el exilio y me acordé de la conversación que sostuve con Aldana en septiembre pasado y los sentimientos que afrontamos quienes nos vemos obligados a dejar nuestros países. La angustia, que no es otra cosa que ansiedad, por la incertidumbre de qué nos espera al llegar a otro país que no conocemos; el miedo a que las puertas se nos cierren, a quedarnos sin dinero y sin un techo y tener que regresar a la nación de origen y exponer nuestras vidas… y la soledad, esa maldita, y a veces bendita, que cargamos todos los días en la tierra que elegimos para resguardarnos. Digo bendita porque en mi caso la soledad me ha ayudado a crecer, madurar y sobre todo a valorar a las personas y los momentos. A pocos días de cumplir 30 años en 2024, la soledad me revolcó cuando en febrero me operaron para extraer la vesícula. El día de la cirugía añoré desde lo más hondo de mi alma la compañía de mis padres. Había un vacío que solo mi familia podía llenar, pero debía ser fuerte y afrontar esos días dolorosos, es decir ser resiliente.
“He tratado de transitar de la resistencia a la resiliencia”, también me dijo Aldana, la exfiscal guatemalteca. Al final, los exiliados tenemos que ser resilientes porque de otra forma nos hundimos en un abismo de frustración y depresión. El primer año de mi exilio lo viví en dos ciudades de España en las que nunca pude encontrarme ni echar raíces. Mi cuerpo estaba aquí, pero mi mente allá, en Nicaragua. Dormía a las cuatro de la madrugada y me despertaba a las doce del día. En este comportamiento incidió que en 2019 fundé el medio Despacho 505 y mis compañeros y yo trabajábamos con el huso horario de Centroamérica. Era desgastante.
El estar pendiente de la actualidad de Nicaragua empeoró mi salud mental y despertó un sentimiento de frustración por una crisis a la que no le veía (veo) fin. En los primeros meses, aguardaba la esperanza de un exilio por poco tiempo, menos de un año quizá, y soñaba con el regreso a esa tierra que tengo como país. Extrañaba la familia, la comida, el clima, los amigos y la vida profesional que construí. Cargaba con una tristeza que me carcomía todos los días, pero que encontraba la forma de camuflar. También experimenté rabia y odio por Daniel Ortega y Rosario Murillo, los dictadores de Nicaragua.
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Cuando le planteé a la exfiscal Aldana la pregunta sobre el exilio, me habló también de que se refugió en la lectura de la Biblia. En mi caso, fue hasta el segundo año en que empecé a practicar deporte y plantearme la necesidad de asentar mi vida acá, más que nada porque no podía vivir con la esperanza de un regreso que a corto plazo no iba a ocurrir. “El exilio es difícil, el exilio es como un duelo similar al de cuando alguien se muere, pero extendido, como que nunca termina el dolor”, replicó.
Eso es en líneas simples, un duelo extendido por mucho que nos resignemos a que el exilio durará un tiempo incierto. Sin embargo, aún con el duelo eterno, los nicaragüenses vivimos constantemente imaginando, soñando, con ese día en el que podamos pisar esa tierra volcánica para abrazarnos, por fin, con nuestros seres queridos.
ESCRIBE
José Denis Cruz
Periodista nicaragüense exiliado en España. Actualmente, es fact-checker del verificador español Newtral.es. En 2019 fundó el medio digital DESPACHO 505. Inició su carrera periodística en 2011 y pasó por las redacciones de La Prensa y El Nuevo Diario. También colaboró para El Heraldo de Colombia y la revista ¡Hola! Centroamérica.