Eran poco antes de las seis de la mañana del 26 de febrero de 1990 cuando regresaba a mi casa después de una larga y feliz noche en que habíamos logrado derrotar electoralmente al sandinismo. En las calles de mi querida ciudad Masaya se respiraba tranquilidad. Había pequeños grupos de vecinos hablando y sonriendo; algunos habían dejado su puerta entreabierta y salían a saludar con una enorme sonrisa de oreja a oreja. La esperanza se había vuelto realidad y estábamos inaugurando un periodo de paz… pero que al final sería más corto de lo que imaginamos.
¿Cómo llegué a esa mañana del 26 de febrero? Déjenme contarles algo de esa historia: desde 1985, cuando llegaban los de la Juventud Sandinista (JS) a adoctrinar al colegio privado y religioso, había un pequeño grupo que cuestionaba lo que nos decían. Les echábamos en cara que lo que ellos llamaban la “guerra de agresión” era culpa de ellos también; que la escasez existía antes del embargo comercial impuesto por Estados Unidos. También que perseguían a la Iglesia católica y que, simplemente, el Gobierno sandinista era intolerante e incapaz de admitir crítica alguna. Teníamos entre 13 y 15 años, pero había suficiente conciencia para saber que las cosas estaban mal y que íbamos rumbo al despeñadero.
Como si las cosas no fuesen suficientemente malas, también estaba el tema del Servicio Militar Obligatorio. No fueron pocas las veces que aun, sin tener la edad legal para prestar el servicio, mis compañeros y yo tuvimos que escondernos en casas de los vecinos para esperar que los reclutadores se fueran y pudiéramos regresar a nuestras casas. Otras veces salíamos escondidos bajo sacos en un carretón de manos o simplemente nos quedamos en el colegio a esperar que el peligro pasara. Fueron días duros, pero fueron días que edificaron la convicción de muchos, que las cosas debían cambiar.
Llegó Esquipulas II y pudimos volver a oír la radio Corporación y leer La Prensa. Teníamos de nuevo un trozo de libertad que ya llevábamos años sin disfrutar. Recuerdo que en Masaya se organizó una marcha anti gobierno aprovechando la apertura y la gente llevaba en sus manos ejemplares de La Prensa, tal cual carteles de protesta. La Corporación sonaba en los radios portátiles y, aunque sabíamos que las turbas nos esperaban en el parque central, seguimos de frente hasta llegar al colegio Salesiano donde se darían un par de discursos y concluiría la manifestación.
Regreso al 8 de febrero de 1988: Masaya amaneció convulsionada. Los reclutadores del Servicio Militar andaban de arriba abajo capturando jóvenes… de pronto en la esquina de mi casa veo a un grupo de señoras con rajas de leña en mano interceptando un Jeep militar y bajando ahí a sus hijos. Los militares, también bastante jóvenes, lucían confundidos y emprendieron la huida dejando a su carga humana con sus madres, quienes los llevaron apuradas –supongo– a un lugar seguro.
Durante el resto de ese día lo que vi frente a mi casa se reprodujo en toda la ciudad. Los rumores corrían de boca en boca. La inconformidad crecía, pero también crecía el número de jóvenes capturados que los iban llevando a las instalaciones de la policía que, para ese tiempo, conocimos como “procesamiento”. En la tarde un grupo de madres se había decidido a marchar para liberar a sus hijos y se dirigieron a “procesamiento”. En el camino nos juntamos todos los que pudimos y, al llegar cerca de la policía, nos enfrentó y comenzó una batalla campal que duró hasta la madrugada, cuando el Ejército entró a la ciudad y nos obligó a huir para ponernos a salvo.
Luego vino Sapoá. Las discusiones en las calles eran sobre la pertinencia de este diálogo. Los antisandinistas mirábamos por primera vez en televisión nacional al liderazgo de la Contra, a los que el régimen llamaba mercenarios, y que lucían tan nicas como el pinol; de ahí hubo algunos acuerdos que creímos nos darían respiro.
A pesar de los acuerdos de Sapoá, la represión continuaba y particularmente el reclutamiento forzoso seguía más fuerte que nunca. Es así como en abril de 1988 llegan al colegio donde estudiaba los reclutadores con un enorme rollo de citas para casi todos los estudiantes del colegio. Yo estaba en cuarto año de secundaria y además era el presidente de los estudiantes; los de quinto año llegan a mi aula y me dicen que se los quieren llevar. A mí no se me ocurre otra cosa que decirle que nos juntemos todos en una sola aula y que le diga a los reclutadores que lleguen a entregar las citas a todos.
Ya juntos llegan los reclutadores y comienzan a pasar lista. Cada nombre que leían recibía como respuesta un acordado y sonoro “no vino”. Los reclutadores seguían leyendo y el coro de “no vino” era cada vez más sonoro y burlesco. Después de todo éramos casi unos niños. De pronto los reclutadores pierden la paciencia y se arma una trifulca que terminó en una toma del colegio, la retención de los reclutadores y oficiales del Ejército negociando con imberbes los siguiente 10 días.
Por ese incidente nos volvimos visibles para los políticos que recién empezaban a formar lo que sería el embrión de la UNO que, en ese momento, se llamaba grupo de los 14 y su símbolo era un puño. Algunos decidimos dar el paso y meternos a política. Los que lo hicimos fue porque sentíamos la enorme necesidad de hacer algo para que las cosas cambiaran. Es así como terminamos involucrados en la campaña electoral de 1989/1990.
Me tocó coordinar al grupo de jóvenes que nos encargábamos de organizar las visitas a los barrios, de dar seguridad a los candidatos y de repartir papeletas o hacer pintas. Terminé dos veces preso por estas labores. La noche del 25 de febrero fue particularmente tensa; estábamos seguros de que ganábamos y también de que si nos robaban la elección íbamos a defenderla en las calles. Como no tenía edad para ser fiscal de mesa, me tocó apoyar la logística de la instalación y de los fiscales. Ya para la madrugada debíamos transmitir por fax las copias de las actas y anduvimos de casa en casa donde nos prestaban línea telefónica con el aparato de fax, y apenas transmitíamos una, nos cortaban la línea.
A las tres de la madrugada decidimos ir a Managua a entregar físicamente esas actas al cuartel general de la UNO, que estaba en el antiguo restaurante Bambana. Entregamos las actas y me dieron un mensaje para los coordinadores de la UNO en Masaya: la orden era que a pesar de que ganamos no debíamos celebrar… así que me devolví a Masaya a cumplir con la orden, frustrado y sin comprender, pero esperanzado y con esa sensación del deber cumplido.
Esa mañana llegué a mi casa y mi mama me dijo: “Daniel va a hablar, dicen que reconocerá que ganamos”. Así fue: nos sentamos frente a nuestro televisor cubano marca Caribe y vimos cómo se certificó que habíamos ganado, pero también sabíamos que no podíamos celebrar para evitar violencia y pasada de cuentas, según nos dijeron.
Al día siguiente fue mi primer día de universidad en la facultad de derecho de la Universidad Centroamericana, y me desconecté de la política por un tiempo para regresar ya graduado de abogado. Creí que la democracia iba a perdurar, pero aquí estoy exiliado, confiscado y empezando de nuevo.
ESCRIBE
Eliseo Núñez
Abogado con más de 20 años de carrera, participa en política desde hace 34 años sosteniendo valores ideológicos liberales.