La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

La Ciudad Belén
sin estrella:

un barrio sumido en la miseria
y la delincuencia

El asesinato de dos niñas ubicó en el mapa de Nicaragua a Ciudad Belén, un barrio de la periferia de la capital. Un equipo de DIVERGENTES se internó allí para contar su cotidianidad. Cómo sus habitantes conviven, desde su fundación, con la violencia: robos, menudeo de drogas, prostitución infantil, asesinatos y violaciones sexuales. Pero también, cómo unos pastores evangélicos buscan “aumentar sus ovejas” en “una hoguera del infierno” que fundó el Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo con fondos de Taiwán

Por Divergentes y Otras Miradas
15 de diciembre 2022
Por Divergentes y Otras Miradas
15 de diciembre 2022
La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

La Ciudad Belén
sin estrella:

un barrio sumido en la miseria
y la delincuencia

El asesinato de dos niñas ubicó en el mapa de Nicaragua a Ciudad Belén, un barrio de la periferia de la capital. Un equipo de DIVERGENTES se internó allí para contar su cotidianidad. Cómo sus habitantes conviven, desde su fundación, con la violencia: robos, menudeo de drogas, prostitución infantil, asesinatos y violaciones sexuales. Pero también, cómo unos pastores evangélicos buscan “aumentar sus ovejas” en “una hoguera del infierno” que fundó el Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo con fondos de Taiwán

Remolinos de polvo levantan algunas bolsas plásticas en el predio baldío más grande de Ciudad Belén. Lo importante es el tamaño del monte. Cuando el monte está como ahora, corto, seco, que nace de entre la tierra porosa, uno mira sin estorbo todo el terreno. En cambio, cuando el monte crece se puede esconder lo más fétido: animales muertos, desperdicios de un matadero de pollos, heces de todo tipo. En fin, la basura que suele tirarse en lugares abandonados de barrios abandonados. El 5 de septiembre, el hedor era tan fuerte que los vecinos se asomaron para saber qué lo provocaba. Miraron un bulto de telas multicolor. Al acercarse, hallaron los cuerpos en descomposición de dos niñas de 7 y 10 años de edad, en una colchoneta enrollada con tiras blancas.

Las niñas eran hermanas. Fueron asesinadas por sus vecinos, unos jóvenes  que vivían casi enfrente de su casa. Los padres de las pequeñas reportaron la desaparición desde el viernes 2 de septiembre de 2022. Las buscaron pero no hubo rastro ni recibieron ninguna información de alguien que las hubiera visto. Sólo el olor de los cuerpos, al cabo de tres días, pudo alertar del lugar donde se encontraban. “Fue lo más horrible que hemos visto”, dice una vecina de las niñas.

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Como es habitual, este tipo de crímenes señala en el mapa sitios de los que no se habla. Ni bien ni mal. Lugares de los que se publica menos notas rojas de las que suceden, donde se supone que no hay una noticia buena que contar. Porque si no ocurrieran estas atrocidades, como en el caso de las niñas, pocos sabrían que en la periferia de Managua existe un barrio que se llama Ciudad Belén. El foco de la información apenas se fija en las personas que allí viven y, cuando lo hace, es solo para contar alguna tragedia que las atraviesa de forma cruel.

Llegué a Ciudad Belén el 8 de septiembre, tres días después del hallazgo. Nos acompaña Rebeca, que será nuestra guía. En la mañana, el barrio se despierta con las campanas de un camión recolector de basura, que va chirriando cuando frena cada media cuadra por los callejones de piedras. Un grupo de jóvenes se aparta para dejarlo pasar y vuelve a lo suyo: tomar, fumar, ver con recelo a los carros desconocidos que circulan a esa hora. “Esos mismos muchachos eran los que tenían una champa (un bajareque cubierto con ramas) en el predio”, dice Rebeca. “Ahí se metían a fumar, a beber, a tener relaciones, de todo”.

Rebeca también vivió un tiempo en el predio baldío. Llegó a mediados de 2017 con su familia –su pareja y dos hijos de 4 y 6 años– a tomar un pedazo de terreno de forma ilegal: aquí les llaman “paracaidistas” o “tomatierras”. En aquel momento, ella vivía en otro barrio, en un cuarto que había construido en la casa de su abuela. Así que “arrancó” todo el material que servía para construcción y levantó otra nueva en Ciudad Belén, con paredes de plástico y láminas de zinc en el techo. Compró cables para “pegarse” (conectarse ilegalmente) de la energía eléctrica y tubos para canalizar el agua potable y las aguas residuales. Instaló un lavandero en la parte trasera. Por lo demás, tenía un televisor y un radio pequeño. No fue fácil. Había polvo por todas partes y aparecían culebras cuando sacudía la cama. Pese a todo, se estaba adaptando a su nueva vida con sus nuevos vecinos, unos 30 tomatierras.

Unos meses antes, la Alcaldía de Managua les advirtió que debían abandonar el lugar porque ahí se iba a construir un supermercado. Nadie hizo caso. Una tarde, llegaron policías junto a trabajadores de la comuna –montados sobre excavadoras y palas mecánicas– para destruir las champas y expulsar a los tomatierras. Hubo poca resistencia. Rebeca forcejeó con uno de los encargados del operativo, porque no quería que le quebraran el techo –varias láminas de zinc nuevas que había comprado– y el lavandero. Sin embargo, le quebraron casi todo. En la pelea, cayó dentro de una zanja y perdió el conocimiento. Al despertarse, se encontró en la casa de una vecina y, de inmediato, preguntó por sus hijos. Se calmó cuando le dijeron que los niños estaban bien, “porque ese día perdí todo, hasta unos perritos que recién había parido mi perra”, dice Rebeca al recordarlo.

De este desalojo no hay información por ningún lado. Lo cuentan los que vivían allí por entonces. Ni siquiera en ese momento acudimos. Los periodistas sólo nos fijábamos en ese lugar si se producían hechos para la nota roja: parricidios, asesinatos y violaciones sexuales. En alguna ocasión, los noticieros reportaron escasez de agua potable, insalubridad y falta de luz eléctrica, como si fueran casos aislados y no parte de la cotidianidad. Los que conocen el barrio, por ejemplo, dicen que cuando el monte crece en el predio baldío se puede tirar cualquier podredumbre. Saben que las tuberías son demasiado pequeñas para drenar las aguas negras de 1,700 casas con 19,000 habitantes. Por eso este barrio huele a cloaca y, por las calles, se ven escorrentías y charcos de aguas grises, espesas, con algunas burbujas de jabón.

Las casas son, en su mayoría, de tipo minifalda –una base de bloque y paredes de plycem o losetas prefabricadas de concreto– que se han desteñido o están sin pintar. Casi no existen construcciones de dos pisos ni edificios altos, salvo el único colegio de primaria y secundaria del barrio. Aquí, si no hay para levantar un muro de concreto, se cercan los espacios con láminas de zinc y plástico negro. En las esquinas siempre hay perros merodeando la basura acumulada. Y al mediodía el sol quema porque hay pocos árboles donde refugiarse. Sin más, es un barrio como cualquier otro del país, marcado por la pobreza y el abandono.

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Ciudad Belén

La casa donde asesinaron a las niñas está cerrada. Es la casa L-07, color verde con verjas de hierro negras que cubren las ventanas. Está ubicada a unos 150 metros de donde encontraron los cuerpos y casi enfrente de donde vivían las pequeñas. Nadie la habita desde que la Policía capturó a los culpables del crimen: Alison Salgado, de 18 años, un hermano de Alison, de 15 años, quien está siendo procesado en un juzgado de adolescentes, y Alfredo Lara, de 19. No había otra persona mayor viviendo con ellos. La mamá de Alison emigró hace dos años a Costa Rica y la dejó a ella a cargo de sus hermanos menores: el adolescente de 15 y una niña de 8 años, que ahora está bajo la tutela de la abuela en una vivienda cercana. No es el único caso de niños y adolescentes que se quedan viviendo solos mientras sus padres migran, según cuentan los vecinos. 

Alfredo Lara era el novio de Alison. Vivían juntos desde hace unos meses. Alfredo tenía antecedentes delictivos: estuvo detenido durante 90 días por un robo. De aquello hace un año y, durante todo el tiempo que ha vivido en el barrio, no ha tenido mayores problemas con los vecinos. Lo que sí se recuerda es que en la casa hacían “fiestas” y ponían la música muy alta, incluso de madrugada. Tomaba con Alison licor varias veces a la semana, como muchos otros jóvenes del barrio.

Los días que pasé por la cuadra donde mataron a las niñas no escuché música a alto volumen. No había personas fuera de sus casas. No puedo decir que lo hacían por temor o por luto, pero los portones permanecían cerrados. Un tanto diferente a cómo describen el ambiente del día que desaparecieron las niñas: “tenían el reguetón a todo volumen, pero lo miramos normal porque era algo que siempre hacían”, dice un vecina que vive en la misma cuadra. “Nosotros creemos que la música alta era para que no se escucharan los gritos de las niñas cuando las estaban golpeando”, agrega la mujer.

A la mañana siguiente, Alison escuchaba reguetón mientras lavaba la casa con una escoba que mojaba en un balde con detergente diluido en agua. La reconstrucción que hizo el fiscal durante el juicio explica que, en realidad, Alison intentaba borrar evidencias. Pero no funcionó. Los investigadores encontraron sangre con el ADN de las niñas esparcida en dos cuartos, en las sábanas, en una cama y en un bloque de concreto con el que golpearon hasta matar a una de ellas.

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La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

A Ciudad Belén no se suele llegar sin temor o precaución. El típico barrio bravo donde se recomienda no entrar ni salir después de que el reloj marque las seis de la tarde. Tampoco llegan taxis a esa hora. Quedan pocas luminarias y algunos recovecos son tan oscuros que, a duras penas, se ve por donde se anda. Dicen que en las noches se escuchan tiros y piedras cayendo sobre los techos. Es común escuchar también que hay “más expendios de drogas que tortillerías”, y que hasta en la mañana “hay que tener cuidado” al abordar los buses, “porque van llenos de asaltantes”. Cuando llegan periodistas, en el barrio, muchos vecinos quieren hablar para quejarse de algo: de los alcantarillados colapsados, los asaltos, los borrachos, la Policía, la basura, el sol, la lluvia, las drogas, la falta de transporte. Pero las notas terminan con la advertencia de que se modificaron los nombres de las fuentes y se cambiaron algunos datos de los lugares para que nadie tenga problemas. Y si se da la noticia no se refleja suficientemente la continuidad de esas dificultades.

 A finales de septiembre, durante una nueva visita a Ciudad Belén, supe a qué se referían con “problemas”. Fue una mañana un poco tensa porque dos hombres montados en una motocicleta asaltaron a otro que iba a tomar el bus para ir a su trabajo. Como este se resistió, le dispararon, pero las balas no lo alcanzaron, aunque sus marcas quedaron en una pared, junto a la que una señora suele instalar una pequeña venta de café y pan. Ella se salvó de los balazos porque logró resguardarse en una casa cuando miró que los atacantes sacaron el revólver. Desde ese día se ubica en otro sitio, a unos 200 metros de donde fue el robo.

En el barrio hay una estación de policía, justo en frente del parque central, que funciona las 24 horas del día. Pero los habitantes dicen que sólo tiene tres oficiales y un inspector, quien es el jefe de esta subdelegación. Afuera, la mayoría del tiempo permanecía una patrulla –una camioneta Hilux celeste– pero, en las calles, hay escasa presencia de uniformados. Ciudad Belén pertenece al Distrito VI de Managua, que agrupa a 82 barrios más, en una extensión de 42 kilómetros cuadrados. Es el sector donde la Policía registra la mayor cantidad de denuncias de toda la capital: 22 al día. Sólo en Ciudad Belén, una barriada de 7 kilómetros cuadrados, se recepcionan dos denuncias a diario.

Otras denuncias, sin embargo, no llegan a esta delegación, porque “se cuestionan”, dice un habitante que habló en condición de anonimato. Este vecino dice que han llegado padres con menores a denunciar casos de violaciones sexuales, pero “no les creen”. Él tiene un hijo adicto a las drogas que, a veces, llega a tirar piedras contra su casa y le amenaza con un machete. “Es mi hijo, pero yo no lo puedo controlar. Por eso busco a la policía”, dice el hombre. Pero en la estación siempre le dicen que “la policía no se mete porque es un pleito de familia”.

Yessenia López es una pastora evangélica que tiene 42 años de edad y 8 años viviendo en Ciudad Belén. Es una de las primeras habitantes del barrio. López es una señora alta, recia, con manchas de sol en la cara “por ir a predicar la palabra de Dios” de casa en casa. Ella dice que ve “mucha violencia contra la mujer, violaciones sexuales, prostitución de niñas. Pero el mayor problema es la venta de drogas”.

En su memoria se acumulan cronológicamente los casos que conoce desde que vive aquí. El primero, que le dejó un gran impacto, ocurrió en 2015, recién llegada a Ciudad Belén: un niño de dos años fue violado por su padre. En 2017, estuvo cerca de tres niños, de 8, 10 y 13 años de edad, que fueron abandonados por sus padres. “El niño mayor se hizo cargo de los más chiquitos. Recogían botellas para sobrevivir y algunos vecinos los ayudaban”, dice la pastora, y añade: “ahora ya están más grandes… han sobrevivido”.

¿Usted ha sufrido alguna agresión? –le pregunto a la pastora.

— Aquí hay un callejón donde liberaron a tres hombres que estaban presos por violación. Uno de ellos dijo que, desde que vió a mi hija, iba a ser suya. Mi hija tiene 12 años, y este hombre, un día, la siguió. La niña vino corriendo a la casa, nerviosa, y él afuera. Yo estaba sola, sin mi esposo en ese momento, pero lo enfrenté, le dije que no se metiera con ella porque es una niña. Pero él me dijo: ‘¿Qué tiene? Esa niña está buena’.

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La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

Las dos niñas llegaron a Ciudad Belén tres meses antes de que las asesinaran. Vivían con sus padres, Salustiano Joseph Cardenal, de 32 años, y Norbita Urbina Damasio, de 24 años, de la etnia indigena miskitu, en una comunidad recóndita del Caribe norte del país, llamada Walakitang. El papá es un militar de la Fuerza Aérea que tuvo que trasladarse a Managua con su familia para estar cerca de su trabajo. “Vinieron buscando una mejor vida y sufrieron este crimen horrendo”, dice un miskito que vive en el barrio, desde hace ocho años, pero que omite su nombre por motivos de seguridad.

El territorio caribeño de donde llegó la familia de las niñas está amenazado por los invasores de tierras. El año pasado, Global Witness, organismo que recopila datos sobre asesinatos de defensores de la tierra y del medioambiente, reportó que grupos criminales masacraron a 15 personas indígenas “como parte de la violencia sistemática generalizada contra los pueblos indígenas Miskitu y Mayangna”.

En Ciudad Belén viven unas 100 familias miskitas y nueve familias mayangnas, a quienes el Gobierno de Daniel Ortega les entregó casas desde 2014. En el barrio, hay además una iglesia morava que congrega a 300 personas. Esta base social es la que sirve a otros indígenas que quieren llegar a la capital para estudiar o trabajar. “Cambiar de vida”, dice el miskito. Las casas son pequeñas y se alquilan a bajos costos, entre 40 y 55 dólares al mes, y están ubicadas cerca de varias zonas francas (maquilas), donde estos indígenas suelen buscar trabajo.

Aunque no existen estadísticas oficiales sobre la migración caribeña hacia Managua y resto de departamentos del Pacífico, activistas indígenas consideran que se trata de “un fenómeno histórico, grande y considerable”, entre otras razones, porque se trata de la zona más empobrecida del país, según refleja la última encuesta de la Fundación Internacional para el Desafío Económico Global (Fideg)de 2019. La pobreza general afecta a seis de cada diez indígenas en el Caribe. Mientras cientos de nicaragüenses salen del país, a diario, en busca del sueño de una vida mejor, algunos indígenas se conforman con trasladarse a Managua.

“A mi casa también llegan hermanos indígenas que quieren atenderse en un hospital de la capital o quieren sacar su cédula de identidad”, dice el vecino miskito.

La casa donde vivían las niñas ahora está vacía. Salustiano y su esposa, Norbita, ya no viven en Ciudad Belén. Tuvieron que irse después de ser amenazados por familiares y amigos de los sospechosos del crimen. “Algunos vecinos dijeron que después de esta tragedia, nosotros teníamos que retirarnos de la casa”, dijo Sayla Salomón Martínez, familiar de las niñas, al Canal 14. “Nosotros, los familiares, no tenemos problemas con nadie. Ni problemas políticos, ni económicos, ni sociales”, agregó.

En Ciudad Belén, sin embargo, los problemas y la violencia flotan en el ambiente desde hace años. En marzo de 2021, Bismarck Carvajal violó y asesinó a su hija de 17 años de edad. El hombre tiró el cuerpo en un basurero en las afueras del barrio. En noviembre de 2017, Johnny Alemán acuchilló en el cuello a su pareja, Zayda Vásquez, en la estación de buses. Ella sobrevivió después de permanecer hospitalizada cuatro días, pero Alemán se suicidó con pastillas de fosfina, que se usan para “curar frijoles”. Este barrio también vivió días tensos durante las protestas de 2018: murieron dos personas y otras dos fueron heridas de gravedad. Los manifestantes quemaron la casa de la Alcaldía y estuvieron a punto de tomar la estación de policía.

“Las niñas no conocían este ambiente”, dice Jorge Gómez, un pastor evangélico que vive en Ciudad Belén. “Las niñas y sus padres creían que estaban en un lugar seguro como en el que vivían allá en su comunidad. Y no, aquí la situación es tensa”.

El pastor Gómez tiene 61 años de edad, la piel blanca, el bigote grueso, una frente amplia, y es de espalda ancha y fuerte, y de estatura media. De joven fue guerrillero sandinista. Cuando cayó la dictadura somocista se integró al Ejército. Se graduó de ingeniero militar en Cuba, y de piloto en la antigua Unión Soviética. Estuvo a cargo del Estado Mayor de Bluefields, donde obtuvo el grado de capitán. Se retiró en 1995 “porque ya no había guerra”, dice Gómez, y agrega: “desde entonces no me metí en política y me dediqué sólo a predicar la palabra de Dios”.

En la sala de su casa cuelga una chaqueta color verde olivo. Dice que tiene otras similares como recuerdo de sus años de militar. Muestra algunos diplomas y reconocimientos, firmados por Daniel Ortega y Rosario Murillo, por ser excombatiente. “Pero lo que me pone feliz es poder regalar esto”, dice Gómez, mientras enseña un cuarto donde guarda sacos de arroz, frijoles y azúcar que dona a algunos vecinos que necesitan alimentos en el barrio.

¿Cuáles son los problemas de Ciudad Belén? –le pregunto al pastor Gómez.

–La droga es el principal… También hay mucho homosexualismo, muchas lesbianas. Hace poco hicimos una encuesta y había 200 homosexuales (gais) y 150 lesbianas en el barrio. Estos homosexuales inducen a los niños al alcohol, a la prostitución. Porque los homosexuales usted sabe que no solo tienen un demonio, son legiones de demonios los que tienen.

¿Pero se siente seguro en el barrio?

–Ahora me siento más seguro. Al inicio era más peligroso. Yo calculo que el barrio se ha saneado en un 25%, pero todavía queda el 75% de maldad… Los vagos me han tratado de asaltar pero después se percatan que soy el pastor. Les regalo gaseosa, pan y no me hacen nada. (Ciudad) Belén, a nivel nacional, es visto como si fuera la hoguera del infierno, pero yo no lo pinto tanto así. Todavía camino tranquilo.

Son las once de la mañana y hace un calor húmedo que empapa las camisas. El asfalto despide un vapor turbio, como el de una olla con agua hirviendo. Se escucha el megáfono de los vendedores de verduras y los motores de las mototaxis que trasladan pasajeros. El pastor Jorge sale de su casa para tomar un bus. Lleva un bolso en la mano izquierda y una Biblia en la mano derecha. Camina despreocupado, pero evita pasar por las calles “donde están los vagos y drogadictos”.

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La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

Ciudad Belén es un proyecto del Gobierno de Daniel Ortega para trasladar a familias que vivían en chabolas de barriadas asentadas sobre puntos críticos –de inundaciones, deslaves y terremotos– en Managua, donde sus vidas corrían peligro. Se comenzó a construir en 2014, cuando un aguacero colapsó un muro perimetral de un residencial sobre unas casas del asentamiento 18 de Mayo, ubicado sobre un cauce del sur de la capital, en el que murieron nueve personas aplastadas.

Ortega ordenó el desvío de $30 millones, donados por Taiwán –país con quien entonces tenía relaciones diplomáticas, antes de cancelarlas y firmar acuerdo con China–, para edificar el Estadio Nacional de Béisbol. Ese monto fue destinado a la construcción de Ciudad Belén. El estadio, por su lado, se levantó con fondos adicionales de la Alcaldía de Managua y fue inaugurado en 2017. En los planes, además de las casas, estaba la construcción de calles, un centro educativo, un parque y un centro de desarrollo infantil. El polvazal –porque no pavimentaron– desde un inicio fue un inconveniente para las familias. Y el eterno problema de las tuberías con las aguas putrefactas.

Pese a que se hizo con fondos de Taiwán, la mayoría de los pobladores dicen que las casas se las regaló el gobierno. En este barrio, como en muchos otros del país, la propaganda partidaria sandinista es evidente. En las viviendas están colocadas banderas rojinegras, hay muros con imágenes de Daniel Ortega y algunas personas llevan camisetas del partido. Algunos vecinos denuncian que varias casas fueron entregadas por militancia política, como la que le entregaron a Samir Matamoros, un hombre que, en 2015, disparó contra manifestantes opositores del Frente Sandinista.

Rebeca, a quien la Alcaldía desalojó en 2017, no recibió ninguna de estas casas. Llegó tres años después de la inauguración del barrio para intentar quedarse con un pedazo de tierra del predio baldío más grande de Ciudad Belén. No fue gratis. Ella dice que pagó 100 dólares al “Tico”, un hombre que supuestamente vendía los terrenos. Rebeca tampoco recuerda de qué tamaño eran los espacios ni tiene papeles que lo avalen. “Después que le di el dinero, el Tico sólo me dijo que me viniera con todas mis cosas, que de aquí nadie me sacaba”, dice Rebeca, riéndose. “A los meses, estaba en la calle”, señala.

Como Rebeca y su familia no tenían a dónde ir, se alojaron un tiempo en la casa de la pastora Yessenia López. Ahí vivieron unos meses y después alquilaron una casa. “Pero el infierno en el barrio siguió”, dice Rebeca. En la casa esquinera donde vivían “siempre se ponían unos vagos a tomar licor, a hacer escándalo, a fumar marihuana”. Si Rebeca les decía que no lo hicieran, le tiraban piedras y “bolsas con cochinadas”.

En medio de todo, Rebeca dice que los meses que vivió en la casa de la pastora le ayudaron para “acercarse a Dios” y para casarse con su pareja por la iglesia evangélica. Colaboraba en un comedor infantil, les regalaba juguetes usados a los niños y formó un grupo de danza con ellos. Recorría las calles para llevar a los pequeños a las actividades de la iglesia.

En esos días conoció al “Chele”, un adolescente de 14 años de edad que empezaba a juntarse en las esquinas con una pandilla del barrio, a consumir licor y marihuana, a robar. Rebeca lo convenció de que la acompañara algunos días a la iglesia, pero al grupito del Chele no le gustaba esa relación. “Te vamos a quemar esa iglesia balurde”, recuerda Rebeca que le dijeron los chicos.

En la casa del Chele la situación era difícil: sus padres eran alcohólicos y el papá golpeaba a la mamá cuando estaba borracho. “A los meses, me di cuenta que el Chele había matado a otro muchacho”, dice Rebeca, quien fue a la casa de los padres para averiguar más del caso. Le dijeron que el Chele desapareció, y “que no siguiera preguntando”.

Antes de entregar las casas en Ciudad Belén, las familias vivieron en albergues temporales. Durante esos meses, delegados sandinistas dirigieron charlas para integrar a esos nuevos pobladores, cuyo único nexo era el de haber vivido en los barrios aledaños a los escombros de Managua. Hay quienes dicen que las iglesias evangélicas sirvieron para tratar de calmar los ánimos. En el barrio existen, al menos, una pastora y nueve pastores evangélicos de diferentes denominaciones. “La palabra de Dios está fluyendo”, dice uno de los pastores que no quiso identificarse. “Pero no es suficiente, es una lucha diaria”, añade.

El crimen de las niñas hizo que se pronunciara Rosario Murillo, vicemandataria, un día después que hallaron los cuerpos. Murillo prometió “justicia para impedir estos crímenes horrorosos que nos avergüenzan a todos”.

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Antes de las nueve de la noche del viernes 2 de septiembre, las dos niñas salieron de su casa, a escondidas de su madre, caminando hacia una vigilia evangélica que se desarrollaba a una cuadra de su casa. Iban acompañadas de una niña de 8 años de edad, quien es hermana de Alison Salgado. Alison es una de las declaradas culpables en el caso. Unos minutos antes, la hermana menor de Alison había llegado a pedir permiso a la madre de las víctimas, Norbita Damasio, para que pudieran ir a la reunión evangélica, pero ésta se negó. Por eso fue que las niñas salieron después, sin que la madre supiera.

La reconstrucción del crimen que hizo la Fiscalía, basada en videos y versiones de testigos, indica que las niñas estuvieron una hora en la vigilia, aproximadamente. Luego, regresaron a la cuadra donde vivían. La hermana menor de Alison se metió a la casa de su abuela y las niñas quedaron en una acera. En ese momento se acercó el otro hermano menor de Alison, de 15 años, para convencer a una de las dos niñas, la de 10 años, que entrara a su casa. La niña aceptó, porque lo conocía, y su hermana, de 7 años, la acompañó.

Dentro de la casa, de inmediato, Alfredo Lara, novio de Alison, encerró en un cuarto a la niña de 7 años. La golpeó y asfixió. En otro cuarto, el menor de 15 años golpeó a la de 10 años, usó el bloque de concreto. Mientras tanto, Alison “presenció y cooperó con los varones realizando labores de vigilancia”, según la Fiscalía.

A las doce de la noche, unas tres horas más tarde de que las niñas salieron de su casa, un testigo miró que los tres acusados sacaron un bulto de la casa para tirarlo en el predio baldío.

 

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“No va pasando nadie”

En los días en que Ciudad Belén estaba en boca de todos, Isabel Rosales, una habitante del barrio, dijo a un medio local que “nos han venido a botar como inservibles, como que no existimos. Y no hay seguridad, no hay atención, no hay nada. Estamos olvidados totalmente, necesitados de que alguien nos escuche, que alguien nos vea”.

Mientras camino con Rebeca a la salida del barrio, le pregunto qué pasó con los rótulos que daban la bienvenida. Cuando se inauguró la ciudadela, había uno cerca de la estación de buses. Era grande, con colores chillones y letras blancas: “Proyecto Taiwán Ciudad Belén. Gracias a la solidaridad del generoso pueblo y Gobierno de Taiwán”, se leía. Aunque podría deducirse que se debe a la ruptura de las relaciones con Taiwán, Rebeca, en cambio, dice que no fue una decisión del partido, sino que los habitantes del barrio “los arrancaron para vender el hierro a las chatarreras”, al igual que “arrancan las luminarias y los tubos de aguas negras” que la empresa distribuidora intenta reparar de vez en cuando.

Kissan es un niño miskito de 13 años de edad, que vive en Ciudad Belén desde los cinco años. Moreno, alto para su edad, delgado, lleva el cabello a ras de los lados de la cabeza y abultado del centro, lo que resalta sus rizos. Por sus notas sobresalientes en sexto grado de primaria, el año pasado, su papá destazó un pelibuey e hizo un culto de “acción de gracias”. Su viejo quiere que sea abogado, como él, pero Kissan quiere ser médico.

Kissan recorre las calles de Ciudad Belén a mediados de octubre, durante la última visita que hice al barrio. Me enseña el colegio José Ramón Juárez al que ahora asiste al primer año de secundaria; el parque, la estación de buses, el lugar donde tiraron a las dos niñas. Dice que nunca ha tenido problemas en el barrio, pero que no sale de su casa después de la seis de la tarde, a menos que sea con su papá.

La Ciudad Belén sin estrella: un barrio sumido en la miseria y la delincuencia

La realidad del barrio no se oculta pero hay otros breves chispazos de esperanza: Mario, un vendedor ambulante de paletas frías (helados), hace unos años deambulaba por estas calles mirando “a ver qué caía” para comprar piedras crack. Enseña dos verdugones en la espalda y en el brazo izquierdo por machetazos que recibió en algunas riñas. En la ceja tiene una cicatriz de una pedrada que ya no recuerda muy bien por qué se la lanzaron. “Casi me hacen picadillo”, dice Mario, al intentar recordar aquellos días.

Una mañana, vigilaba la casa de un pastor evangélico para meterse a robar. De pronto, el religioso lo sorprendió. Como estaba muy drogado, le dijo la verdad: “quería meterme a robar a su casa porque tengo hambre”. Pero el pastor le dijo que no se preocupara, que le iba a dar comida, con la condición de que “escuchara la palabra del Señor”.

Mario iba a la iglesia sólo para que le dieran alimentos, algunos de los cuales se los llevaba a su pareja que, en ese momento, estaba embarazada. Ambos consumían drogas. “Cuando miré (noté) me mantenía más en la iglesia que en las calles”, dice Mario. Consiguió trabajo de albañil, de vendedor de chicles y ahora vende paletas frías. “Mi mujer y yo dejamos las drogas hace tres años, pero todavía luchamos contra esos demonios”, dice Mario.

¿Cómo eliminaría la violencia en Ciudad Belén? –le pregunto a Mario.

–Esto no se resuelve echando presos a todos, sino rescatándolos. Metiendo a los niños a los deportes, a los juegos, que vayan a un lugar donde no les falte la comida. Porque los niños con hambre, roban, se drogan, para no sentir hambre… Si yo hubiera jugado fútbol y con comida en mi casa, tal vez no me hubiera metido a las drogas.

De regreso a su casa, Kissan mira a unos niños que juegan béisbol a media calle. Tienen tomado todo el lugar. Como casi no pasan vehículos, el partido se interrumpe poco. Sólo paran cuando los vecinos tienen que cruzar. Kissan conoce a los niños pero no se saludan. El lanzador se niega a tirar la pelota hasta que Kissan se aleje, para no golpearlo. Pero el niño que batea tiene prisa:

–Tirá la pelota que no va pasando nadie– dice con el bate en las manos. “Nadie”, claramente, es Kissan. Y agrega: –yo no miro a ningún negro, solo miro una oscuridad que va caminando.

El lanzador no le hace caso y retiene la pelota. Kissan pasa sin problemas. No habla de eso cuando llega a su casa. Tampoco parece que le afecte. Su papá lo saluda y le dice que ayude a sus hermanitas a hacer las tareas de la escuela. Luego, riega el patio y acomoda unos sacos de ropa que él y su padre llevarán para regalar en una comunidad en el Río Coco, de la que provienen. Kissan nació en la ciudad, pero no se siente ajeno cuando viaja a territorios miskitos. Aunque a veces no soporta los insectos y le aparecen granos al bañarse en el río. En realidad, aclara que no se ve viviendo en esas tierras. Su vida está en Managua, en Ciudad Belén.

Esta información ha sido producida con la colaboración de Otras Miradas como un apoyo al periodismo independiente en Centroamérica.

Hemos omitido el nombre del autor de esta crónica periodística por motivos de seguridad en Nicaragua y los nombres de las personas entrevistadas fueron cambiados por seudónimos para su seguridad y privacidad. La información que publicamos en DIVERGENTES proviene de fuentes contrastadas. Debido a la situación en la región, muchas veces, nos vemos obligados a protegerlas bajo seudónimo o anonimato. Desafortunadamente, algunos gobiernos de la región, con el régimen de Nicaragua a la cabeza, no ofrecen información o censuran a los medios independientes. Por ello, a pesar de solicitarlo, no podemos contar con versiones oficiales autorizadas. Recurrimos al análisis de datos, a las fuentes internas anónimas, o las limitadas informaciones de los medios oficialistas. Estas son las condiciones en las ejercemos un oficio que, en muchos casos, nos cuesta la seguridad y la vida. Seguiremos informando.