María Xavier Gutiérrez
13 de septiembre 2024

Con el Indio Viejo bajo el brazo 


Salimos poco después de Curridabat, uno de los cantones más importantes del Gran Área Metropolitana de Costa Rica. Éramos un grupo de cinco personas y era primero de agosto. Recordé que en Managua se estaba celebrando la bajada de Santo Domingo de Guzmán, el patrono de la ciudad. Íbamos caminando hacia Cartago junto a cientos de personas para celebrar a la patrona de Costa Rica: Nuestra Señora de los Ángeles. Yo que jamás he sido santera y menos de andar en peregrinaciones, esta vez me dio por acercarme a la tradición de fe más importante de este país que me acoge… y así conocer mejor de qué están hechos los ticos, por dentro.

Mi curiosidad empezó hace un par de meses cuando probé el Pozol, un platillo tico, espeso, entre sopa y guiso. Lo comí en un restaurante cerca de mi casa —cinco estrellas según Tripadvisor— que se llama La Bodega . Estaba tan rico que la mesera al ver mi cara de deleite llamó a la cocinera, quien resultó ser una nicaragüense conversadora que lleva acá 20 años. La felicité y le comenté que me había recordado a uno de nuestros platillos insignia, el Indio Viejo, que yo no comía desde que era adolescente cuando vivía en mi casa la Coquito, quien lo cocinaba de vez en cuando. La doña me corrigió y me dijo: “no, son distintos, pero parecidos”.

La verdad es que yo había puesto en el departamento del desuso ese platillo de mi país. Ni del sabor me acordaba. El nombre se me hacía tribal y de un pasado muy lejano. Ni siquiera sabía que la gente lo seguía comiendo, como los árboles de almendra que ya casi no se ven. Hasta que en un chat de nicas exiliados saltó la noticia de que el Indio Viejo había sido seleccionado el segundo mejor guiso del mundo. Yo empecé a menospreciar la noticia y todos replicaron que, de seguro, yo jamás había comido un buen Indio Viejo. Entonces para que no me cuenten cuentos decidí cocinarlo en mi casa. 

Doña María que le da buena sazón a los alimentos agarró los libros de cocina de mi suegra: Cocinando con Pinita y empezó a cocer, sofreír y mezclar todo. Debo aclarar que el escritor Sergio Ramírez dice en su libro, Lo que sabe el paladar, que este platillo se cocina con cerdo. Sin embargo, mi suegra decía que también puede ser con res; y yo le creo a ella. Doña María lo hizo con res y quedó divino.

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Según Ramírez este platillo es de lo más tradicional de la cocina nicaragüense, hecho a base de tortillas en remojo, cerdo, chiltoma, cebolla, tomate, naranja agria, achiote, hierbabuena y chile. Mi suegra Pinita lo hacía remojando las tortillas en leche de vaca que luego licuaba con los otros ingredientes. 

Por su parte, el Pozol tico es con cerdo, en lugar de tortillas lleva los granos de maíz enteros, sin naranja agria —porque acá no la consumen—, y además de lo que lleva el Indio Viejo, este es aderezado con ajo, apio, culantro y pimienta. A veces le echan hojas de laurel y orégano.

En resumen, ambas recetas son parecidas e imagino que tienen el mismo origen. Al respecto, Ramírez en su libro habla de la influencia de los esclavos africanos, de la cocina mulata, aborigen y del aporte de los españoles en los platillos que hoy comemos. También cita a José Coronel Urtecho, quien dice algo curioso: que en nuestros guisos hay una relación con el arte barroco, saturado y recargado de detalles. Habla de un “horror al vacío o la desnudez”, refiriéndose a la necesidad de meter todo en la olla, mezclando el maíz, con carnes como tortuga, reptiles, res o cerdo; jocotes, piña u otras frutas; verduras como plátano, yuca y decenas más que se cuecen caprichosos en estos guisos calóricos, calientes y a reventar de sabor. 

Regresando a la romería, íbamos caminando hacia Cartago con buen sol y atentos de la lluvia, conversando de forma amena; descansando a ratos y a ratos rezando. Sentía la necesidad de dar las gracias a Dios por esta nueva vida en este país que ha acogido a mi familia y a mí. Íbamos recibiendo regalos sobre el camino: agua, jugos, café, cremas, curas, o comprando asados, elotes; viendo altares sencillos hechos por los vecinos de la ruta, usando servicios higiénicos muy limpios y equipados, donde además se podía reposar. 

Un señor pasó al lado nuestro caminando descalzo (imagino que pagaba alguna promesa). Lo vimos más adelante con los pies hinchados y enrojecidos. Al igual vimos a personas muy pobres pidiendo limosna, a una madre con su hijo discapacitado, vimos a los boy scouts clasificando las botellas desechadas. El camino estaba limpio, el silencio se rompía sólo por música ocasional o por el motor de los vehículos. Al llegar a la Basílica había muchos promesantes entrando de rodillas hasta el altar donde estaba la Virgen de los Ángeles, una figura pequeña de color verde oscuro que dicen es milagrosa. 

Mientras tanto yo reflexionaba para mí misma que jamás fui a “bailar” a “Minguito” en mi ciudad Managua. Quizá porque esa fiesta religiosa es muy ruidosa, con el reventar de los cohetes, la música permanente de los chicheros; capeando a los promesantes embadurnados del contil negro y grasoso que mancha a otras personas; capeando a los borrachos que van empujando o cayendo en el camino; y aquel tumulto de personas, todas juntas, bajo el sol y el calor a 36 grados centígrados. Cientos de promesantes, vestidos de indios con penachos, flores, con cuernos de vacas, bailando a los sones, chineando a sus niños vestidos de trajes típicos. Es una tradición sumamente volcánica y llena de tanta fe como la de Costa Rica, pero yo jamás fui y siempre me sentí ajena a ella. 

Últimamente me pregunto sobre eso de pertenecer con apego o no a las tradiciones de  Nicaragua, porque desde el exilio surge el impulso de celebrar con mayor devoción la Purísima y otros ritos, de comer más seguido el nacatamal, el quesillo, las rosquillas y la jalea Callejas. Es como una actitud militante e involuntaria que nos reivindica ante un exilio político injusto y que a la vez nos acerca a “casa”. En mis adentros intento ver con amor esas costumbres de mi país sin caer en la nostalgia tóxica que me haga defender que eso es mejor que esto, o me haga sentir traidora por reconocer y disfrutar nuevas costumbres. 

Entre tanto, mientras bebo mi taza de café que me llegó de Matagalpa, desde el balcón veo la gran bandera de Costa Rica que los vecinos pusieron en la entrada para celebrar el 15 de septiembre, día de la Independencia de Centroamérica. También, escucho a los estudiantes del colegio Anastasio Alfaro ensayando con los tambores y pienso en doña María que llegó acá hace décadas, con la esperanza de una vida mejor y se trajo con ella el Indio Viejo bajo el brazo.

Estamos lejos y a la vez cerca de casa. Estamos juntos emigrantes y exiliados, comiendo nuestros platillos nicas y también los platillos ticos, como el chifrijo y las chorreadas. Estamos adoptando sus sabores y costumbres porque cuando nos incomodamos, nos toca ser resilientes. Nos vamos entrelazando en todo como lo hicieron los indios, africanos, mestizos y españoles, en las cocinas de leña de donde salieron esos ricos guisos…

(Una tarde de estas aproveché una salida para comprar en el semáforo una pequeña bandera de Nicaragua, me la vendió una coterránea por mil colones).

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María Xavier Gutiérrez

Comunicadora social y creadora del Blog Mujer Urbana desde 2012. Actualmente estudiante de maestría en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España.