Secuelas físicas,
una manifestación de la violencia política
A casi tres mil kilómetros de distancia de Cerna, en una tierra más helada y
distante, se encuentra la activista estudiantil Samantha Jirón. Apasionada por las
ciencias políticas y la comunicación, y marcada por un sentido fuerte de
justicia, ella fue la presa política mujer más joven que mantuvo la dictadura
hasta el 9 de febrero de 2023.
Como muchos, fue capturada en el año de la farsa electoral, el año en que por
cuarta vez consecutiva Daniel Ortega se autodeclaró presidente de Nicaragua, con
todos sus competidores electorales encerrados en la cárcel o exiliados.
Al igual que otros activistas estudiantiles desterrados, la salud post encierro de Jirón
es todo un tema que atender. Con dificultad, debido a una severa tos que la arremete, cuenta
que se está recuperando de una cirugía inesperada. Su ovario izquierdo se
torció y necesitó ser intervenida quirúrgicamente de manera
inmediata.
“Así, de la nada se torció”, dice sencillamente. La torsión
de su ovario ocurrió en octubre de 2023, tan solo unos meses después que su
pareja y también expreso político desterrado, Kevin Solís, sufriera,
“de la nada”, una parálisis facial.
Sin embargo, no se trata de una coincidencia. Jirón sabe cuál es el origen de
todos sus males: las secuelas de estar en las mazmorras del régimen, privados de
atención médica y cualquier otra necesidad humanitaria que requirieron en ese
momento.
Ella, que siempre siempre ha tenido buena salud y pocos problemas médicos, su último
año en Estados Unidos estuvo plagado de afecciones, malestares y desasosiegos.
“Se trata totalmente de secuelas y soy testigo de eso”, asevera. “He
presentado muchos problemas de salud, estando presa y también después de mi
encarcelamiento”, cuenta. Son las manifestaciones de daños físicos,
emocionales y mentales de ser privada de libertad injustamente por más de un año.
La primera secuela que notó es su incapacidad de estar en espacios cerrados, aunque se
trate de un carro o un autobús. “Se me baja la presión, el azúcar,
me pongo pálida y siento que me voy a desvanecer”, relata.
Extrañada por sus reacciones, acudió a un médico para averiguar si la
razón era un problema de presión arterial, pero el doctor le dijo que todo es
una reacción emocional al experimentar nuevamente un encierro.
“Yo esto nunca lo había pasado antes de estar presa. Nunca había tenido
esos problemas médicos”, afirma. Para disminuir esas constantes molestias,
utiliza una pulsera especial que regula su presión. Aunque los ataques de ansiedad no
los deja de tener, con ese dispositivo al menos los puede controlar.
Por la protección especial que tiene Jirón con el parole humanitario
—que igualmente tienen el resto de los 222 desterrados—, posee un seguro llamado
Medical que está disponible únicamente para el estado donde vive,
California. Así que su cirugía y tratamiento postoperatorio, el cual anduvo
por los 89 000 dólares, no fue costeada por ella. “Aquí enfermarte es lo
peor que te puede pasar”, afirma.
Aún en medio de los problemas, cuenta entre risas que cuando su novio, Solís,
sufrió la parálisis facial que implicó más de 20 000 dólares
en gastos, estaban bromeando sobre huir del país, si el seguro no pagaba la factura
del hospital.
La joven estudiante dice algo que todas las demás personas desterradas repiten sin
parar: “que nos hayan enviado a Estados Unidos no nos resuelve la vida”,
sostiene.
“Muchos dicen que nos la pusieron fácil por haber venido aquí, pero no es
así”, enfatiza. Debido a sus constantes problemas médicos y para
recuperar su salud, Jirón decidió renunciar a su trabajo en la empresa donde
laboraba.
En ese lugar muchas de sus responsabilidades implicaban realizar un esfuerzo físico.
Además, como en cualquier otro lugar del país norteamericano, si no tenía
al menos un año laborando, no tenía derecho a indemnización por sus días
de descanso y recuperación.
“Tenemos poco tiempo de trabajar (mi pareja y yo). En estas empresas no te dan un
permiso para la recuperación total, no al menos en esta empresa. Un trabajo no vale
la pena para que deteriorés tu salud”, agrega.
Cuenta que el mes en que Solís sufrió la parálisis, no pudo trabajar
durante varias semanas y por tanto, ni siquiera recibió la mitad de su salario. Su
seguro solamente cubre los gastos médicos, más no indemniza los días de
trabajo perdidos.
Solo el espacio donde ella vive cuesta 1800 dólares y ni siquiera es un apartamento.
Es un estudio sin cuartos, ni divisiones. Únicamente tiene un pequeño baño
y un lavado que simula la cocina. Basta con una pequeña mirada alrededor para lograr
ver todo el espacio.
Desterrada y ahora extranjera en otro país, son elementos que se entrecruzan para
dificultar la búsqueda de un trabajo que le permita costear un lugar mejor. “Es
muy difícil obtener un trabajo aquí, aunque seas profesional. No es como que
soy periodista y voy a trabajar en un medio de comunicación aquí. Los trabajos
para nosotros son diferentes”, recalca. “Nosotros”, es decir, los
desterrados.