Por Wilfredo Miranda Aburto
Fotografías de Carlos Herrera
San José, Costa Rica
La vida del veterano defensor de derechos humanos, Gonzalo Carrión, enfrenta sus horas más complejas debido a un severo padecimiento de salud. Sin embargo, no se amedrenta. Mantiene firme sus convicciones, en las que lo único que importa es cómo apoyar a la víctima, sea quien sea. “Yo no te tengo que preguntar de qué partido sos o de qué entidad política sos para defenderte”, dice, flanqueado por las flores que tanto le gusta cuidar en su jardín en el exilio, en Costa Rica
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Gonzalo Carrión se baja del bus, camina hacia su casa y sonríe al ver que la lluvia que cae en San José ha aliviado del bochorno a las rosas y las flores que ha sembrado en macetas en su garaje sin auto. A pesar de que hace diez días fue operado por una complicación derivada del cáncer que le fue diagnosticado en el exilio, este abogado no deja de moverse, ni mucho menos de hacer jardinería; de cuidar estas plantas durante su ya prolongada y accidentada recuperación.
Gonzalo ve vida en sus rosas y sus flores. Las describe como un aprendiz de botánico que se maravilla al descubrir el origen de las especies, pero quizá, en su caso, lo único que está descubriendo es una pausa inédita en su ajetreada trayectoria como defensor de derechos humanos desde los años noventa. Un tiempo de descanso. Por primera vez en su vida está viendo más vida que cadáveres de víctimas, dolor ajeno –que dice que siempre le ha sido propio–, persecución política, este destierro de Nicaragua.
“Hay un clima de exilio: el trastorno de estar fuera de nuestra casa, la separación de la familia, no abrazar a quienes amamos, a los amigos y ahora este cáncer… pero destaco mi estado de ánimo. Ha sido clave durante esta enfermedad, porque como dijo un experto puertorriqueño que murió, Frank Suárez, el cáncer se alimenta de personas estresadas, deprimidas y mal alimentadas”, me dice Gonzalo con los ojos aguados.
Es una personalidad que busca y encuentra alicientes hasta en el mismo infortunio. “¿Te imaginás que este cáncer me lo hayan detectado en Nicaragua, bajo la dictadura? ¡Ay, mamita! Solo me podían pasar dos cosas: me pasaban la cuenta o me pasaban la cuenta, pero menos mal fue en Costa Rica. Eso fue un alivio”.
Gonzalo suelta la carcajada después de decirme eso, una “carrionada”, como él mismo describe sus ocurrencias. Es decir, explica lo de pasarle la cuenta dos veces: “O me atendían muy bien y me iban a cobrar muy caro el tratamiento, porque nuestros derechos los ven como favores; yo estaba asegurado… o no me atendían y me dejaban morir. De cualquier forma la dictadura me pasaba la cuenta”.
Vuelve a carcajearse y en su rostro, más delgado por la enfermedad, le brota un gesto de esperanza. Los médicos ticos le anunciaron que padecía cáncer el 23 de junio de 2023, el mismo día que en Nicaragua se celebra el día del padre. Todavía no logra librarse de la enfermedad.
No es infundado lo que dice Gonzalo Carrión. Tiene suficientes elementos para temer al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Salió al exilio el 28 de diciembre de 2018, después que la Policía Nacional lo señaló de “encubridor” de la masacre del barrio Carlos Marx, aquel violento episodio perpetrado por paramilitares sandinistas en Managua, cuando quemaron vivos a cuatro adultos y dos niños.
En febrero de 2023, meses antes de saber del cáncer, el Gobierno despojó de su nacionalidad nicaragüense al defensor de derechos humanos. Luego confiscaron su casa en Managua y ya, sometido al tratamiento, en enero de 2024, recibió una amenaza de muerte directa en Costa Rica, después que el opositor Joao Maldonado fue baleado por segunda ocasión en San José.
Admitir el descanso le cuesta a Gonzalo. Sus colegas en el Colectivo Nicaragüense de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más le pidieron que se dedicara enteramente a su recuperación ya que, después de la primera operación del cáncer, su salud empeoró. Aceptó a regañadientes, pero a decir verdad le cuesta demasiado la desconexión. Vive pendiente de los acontecimientos en Nicaragua tanto como de su medicación. Lo entrevisto a finales de mayo, apenas diez días después que salió del quirófano. Antes de la cita le digo que podemos posponer la entrevista, ya que está muy reciente la operación.
– No – me dijo. Decime donde puedo llegar en bus y hablamos. Llegamos a su casa tras decirle también no, y rechazar su propuesta de moverse por su cuenta, en bus. Fue la tarde que el aguacero le provocó una sonrisa por su jardín. De todas formas, antes, esa mañana, ya había ido al hospital en bus, como quien va a una cita de chequeo seis meses después de ser intervenido. Pero así es este hombre, obstinado en sus principios, en ser autosuficiente, de calle. Lejos de encontrar a un tipo convaleciente, veo al Gonzalo enérgico de siempre, hablantín, cariñoso y cercano. Con esa misma vieja cordialidad de ofrecerte de entrada una taza de café negro, como lo hacía en su oficina del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), en Managua, cuando era director jurídico de esa entidad cancelada y confiscada por el régimen.
Para alguien muy hiperactivo, acostumbrado a “defender derechos fuera de los escritorios”, esta vida con menos revoluciones puede resultar anodina, pero Gonzalo se ha convencido –más bien lo ha convencido su entorno– que es necesario el retiro en este momento.
Sortea la ansiedad leyendo literatura, poesía; sembrando rosas y otras flores en esas macetas del garaje; sosteniendo el ideal de la defensa de los derechos humanos, de la vida y la dignidad humana como siempre lo ha hecho: señalando “sin capucha en la cara a los perpetradores, a los asesinos, a los dictadores”… Una convicción que siempre lo ha puesto delante de muchos cadáveres y dolores ajenos que, insiste de nueva cuenta, siempre le han sido propios. De otra manera, apunta, no podría explicar su “compromiso de defender derechos humanos en serio”.
René Carrión López se llamaba el primer cadáver que Gonzalo Carrión vio cuando tenía siete años de edad. Era su primo hermano. El abogado recuerda con exactitud la fecha: 20 de octubre de 1967. La Guardia Nacional de la dictadura de Somoza asesinó al joven por ser estudiante y uno de los primeros militantes del Frente Sandinista en León.
“Lo privaron de su libertad, lo torturaron y recuerdo que tenía un balazo en la sien. Desde ese día, algo entendí sobre el tema de la dictadura, pero no tenía total conciencia. Pero recuerdo la vela de mi primo”, rememora Gonzalo con mucho detalle, reteniendo no sólo las fechas de los sucesos, sino muchos entresijos de los recuerdos que, a veces, por el paso del tiempo o porque no son centrales, se terminan olvidando. Pero no es el caso de este defensor de derechos humanos.
(A decir verdad, desde que conocí a Gonzalo como una fuente primordial de mi trabajo periodístico me di cuenta que, antes de llegar al meollo del asunto, tiende a contextualizar todo. A repasar cada pliegue de las historias, los casos. Al principio me parecía excesivo, pero luego entendí que era parte de su ADN de defensor que documenta todo lo que le es posible. Sin duda, virtud más que defecto; una memoria que inventaría hechos y situaciones, y que a partir de 2018 resultó una herramienta muy útil para documentar crímenes de lesa humanidad, como la masacre del barrio Carlos Marx).
Gonzalo habla de sus primeros años con tanta claridad que pareciera que su infancia fue hace apenas unos años, y no hace décadas, específicamente desde el 10 de enero de 1961, cuando nació en la comunidad de Las Gavetas, en San Felipe, en la ciudad colonial de León. Es hijo de prole numerosa. Sus padres tuvieron una docena de hijos, pero sólo ocho lograron vivir.
“Mi mamá decía que se le habían ‘caído, venido los niños’, es decir eran tiempos en que no se decía aborto espontáneo. Yo le decía a mi mamá que si hubiésemos sido la docena, todo sería más barato. Pero era broma, porque ni en las mejores condiciones económicas es fácil mantener a ocho muchachos”, relata.
Los padres de Gonzalo eran obreros y los salarios no daban para “los tres tiempos de comida”. De modo que la infancia de los Carrión estuvo marcada por el trabajo. Mientras el futuro abogado “aprendía sus primeras letras” de una cartilla que una anciana leonesa le enseñaba, también trabajaba en el rastro municipal de la ciudad, destazando cerdos junto a sus hermanos mayores. La matanza iniciaba en la noche, entrada la madrugada, y el pequeño Gonzalo por la mañana llegaba al aula de clases a dormirse.
“En esas circunstancias extraordinarias, yo diría que no fue una niñez atropellada, porque me significó mucho ahora ya grande en la relación que tengo con el concepto de trabajo. Universalmente se dice que los niños no deben trabajar, sino que la prioridad es el estudio, lo cual apoyo. Pero mi experiencia no fue esa: eran tiempos de precariedad, difíciles en mi familia”, dice Gonzalo. “Yo reivindico las enseñanzas de mis padres: vivir con un comportamiento socialmente aceptable de lo que conocemos ahora como pobreza, pero pobreza con mucha honradez. A pesar del trabajo, ellos siempre se empeñaron en que no dejáramos los estudios”.
Y así fue. Todos sus hermanos lograron bachillerarse, incluso Gonzalo quien, entrado en la adolescencia, trabajó como ayudante de un camión, vendedor en una distribuidora de abarrotes; seis meses fue albañil y, en algunas ocasiones, estuvo en los campos cortando algodón.
El 21 de septiembre de 1976 la familia Carrión decide mudarse a Managua en busca de mejores trabajos. Gonzalo acababa de cumplir 15 años y encontró una capital en la que todavía había escombros dejados por el terremoto de 1972. Su primer trabajo en Managua fue de ayudante de camión en una ferretería, que se ubicaba en el barrio OPEN-3, luego renombrado como Ciudad Sandino.
Gonzalo solía viajar al norte del país a entregar materiales de construcción y recuerda que, en una de esas jornadas, en Matagalpa había “un alboroto de gente”. “Al siguiente día, tras haber regresado a Managua, aparece en el periódico el rostro de un hombre que, después, conocí era Carlos Fonseca. Yo no tenía mucha conciencia ni vínculos con el sandinismo en esa época, pero por allí por el OPEN-3 y Satélites de Asososca mataron a varios militantes sandinistas, a Eduardo Contreras. Yo miraba esos movimientos de la Guardia”, narra Gonzalo.
Dos años más tarde, Gonzalo cambió de trabajo. Lo emplearon en una distribuidora ubicada en el centro de Managua, en la “zona terremoteada”, muy cerca de donde hoy se ubica el Ministerio del Trabajo. Por cuestiones del trabajo, la mañana del 10 de enero de 1978, Gonzalo estaba cerca del sitio donde asesinaron a Pedro Joaquín Chamorro Cardenal.
“Yo tenía 17 años y nunca voy a poder olvidar el estremecimiento de la ciudad, de la gente del país, por el asesinato de Pedro Joaquín. Yo nunca en mi vida había visto un entierro tan grande; una movilización de repudio y homenaje al mismo tiempo”, dice. Esa noche el joven regresó a la casa precaria en la que vivía en Managua, cerca de la distribuidora y cenó lo único que tenía: pinolillo.
A finales de los setenta, con el movimiento insurreccional a tope, Gonzalo trabajaba de día y estudiaba de noche. Su familia consiguió una mejor casa en Las Américas Cuatro y dos de sus hermanos mayores se volvieron “guerrilleros urbanos” del sandinismo. Gonzalo no fue guerrillero, aunque sí confiesa que levantó un par de barricadas en su barrio. El movimiento guerrillero nunca pudo derrotar a la Guardia Nacional en Managua y por eso se replegaron hacia Masaya. Sus padres decidieron regresar a León, donde el sandinismo triunfaría. Parte del trecho lo hicieron a pie, a partir del empalme de Izapa.
Egberto Carrión, hermano mayor del abogado, dirigía un comando guerrillero y Gonzalo recuerda un episodio que lo marcó: una muchedumbre quería linchar y ejecutar a un ciudadano considerado somocista, pero Egberto Carrión lo impidió.
“Después me di cuenta de que esa persona era vecino cercano y me lo encontraba en los buses. Le quedó sólo una herida en la frente que le habían hecho, pero estaba vivo gracias a mi hermano”, dice Gonzalo. Ese episodio fue, de alguna manera, su piedra de toque a la pasión por defender la vida de otros, los derechos humanos.
La dictadura somocista fue derrocada en 1979 y la Revolución Sandinista convocó pronto a las jornadas de alfabetización. “Ese es otro recuerdo imperecedero porque nos movilizamos miles y miles de jóvenes. Yo nunca había salido de mi casa tanto tiempo. Conocí la montaña, nuestros ríos caudalosos; la confluencia del río Escondido, al campesinado… creo que fue una causa noble. Ahora se analiza que tenía intenciones políticas, pero en la alfabetización nunca recibí doctrina, ni nunca aprendí a ser comunista. Sólo me quedo con que chavalos campesinos aprendieron a leer y después llegaron a tener carreras universitarias. Eso es un aporte”, dice sin miedo Gonzalo, sin temor a que en estos tiempos polarizantes los sectores ultraderechistas lo cataloguen “como zurdo”. No reniega de su pasado y al mismo tiempo es crítico de la década revolucionaria.
Después que terminó la alfabetización, un grupo de los que fueron movilizados fueron integrados a la Juventud Sandinista. Les dieron el cargo honorífico de fundadores. Gonzalo lo tuvo, pero asegura que él nunca fundó nada, solo se lo impusieron. “Fui parte de la Juventud Sandinista, un dirigente de un nivel bajo, pero jamás fui criminal de lesa humanidad. ¡No asesiné a nadie! Cumplí mi servicio militar y salí ileso porque no maté a nadie. Yo soy de una generación sacrificada y crucificada, porque muchos amigos míos contemporáneos murieron, los mataron y ese dolor fue grave para sus seres queridos”, reflexiona.
Gonzalo dice que en esa época él comenzó a identificarse con el dolor ajeno, a compartirlo, hacerlo propio… En 1990 la Revolución Sandinista pierde el poder en las urnas. “Cuando se pierde sentíamos un poco cerca la revolución, pero era algo abstracto. Nos hablaban del ‘poder del pueblo’, pero realmente lo que yo aprendí de compromiso es a identificarme con el dolor de los demás; identificarme con la causa de la gente”, afirma.
“En la revolución decían que había que ‘tomarse el cielo por asalto’, el cuento del ‘hombre nuevo’, pero el cielo nunca lo tocamos, ni encontramos una escalera grande para llegar a él. Estábamos tan lejos del cielo… pero los que detentaban el poder real, los que tenían el mango del poder, no solo se robaron el cielo que era nuestro sueño, sino que asaltaron todo lo que tenían a la mano. La Piñata como la que hoy están volvieron a cometer”. (Gonzalo habla con fundamento: su casa en Managua fue confiscada hace ya varios meses por la dictadura Ortega-Murillo).
La derrota del sandinismo sucede cuando Gonzalo está en tercer año de la carrera de Derecho en la Universidad Centroamericana (UCA), en la actualidad confiscada. Aparte de llevar sus estudios, se convirtió en dirigente estudiantil. “Yo nunca quise ser diputado como otros dirigentes estudiantiles ligados al sandinismo. Dirigía por y para los estudiantes. Hicimos un movimiento pujante con dos reclamos fundamentales, vigentes hoy día: Autonomía y 6% para la universidad”.
En 1992, Gonzalo tiene su primer contacto con el Cenidh. Llega como pasante, es decir practicante de Derecho. Ese mismo año ocurre una huelga estudiantil sin precedentes en los noventa: 47 días de manifestación que concluyeron con una victoria jurídica y moral para la comunidad universitaria, ya que la Corte Suprema de Justicia mandó se respetara la Ley de Autonomía Universitaria y el Parlamento aclaró, en una dramática votación, la interpretación auténtica de dicha ley. Se estableció que el 6% se debía calcular sobre el Presupuesto General de los Ingresos Ordinarios y Extraordinarios.
“Festejamos por lo logrado, pero también porque no hubo un solo muerto; ni estudiante ni policía. Lo debo reivindicar porque dirigimos la protesta sin ese afán de demostrar huevonadas y machismo”, apunta Gonzalo. Terminó su pasantía de tres meses en el Cenidh y se graduó como abogado en 1993. La directiva del Cenidh invitó a Gonzalo a ser parte del equipo jurídico, porque quedaron satisfechos con su labor como pasante. Él aceptó pero pronto dejó el organismo: se ganó una beca para ir a estudiar una maestría en derecho público con mención en derecho constitucional en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
“Me contribuyó a la especialización y el dominio, digamos, de la parte conceptual, académica, teórica para la defensa de los derechos humanos. Fue un tiempo en el que yo comencé a agarrar la vida más en serio: a leer y estudiar. Estudiar y leer. Con decirte que no conocí Chile, el confín de la Patagonia. Y es que tampoco había dinero y ahorré parte del estipendio de la beca. Eso me sirvió para dar la prima de la casa que compré con mi esposa, la misma que nos ha robado la dictadura”, cuenta el defensor de derechos humanos.
Al volver de Chile, el Cenidh volvió a contratar a Gonzalo. A partir de 2005 se convirtió en director jurídico del organismo hasta 2018, cuando tuvo que exiliarse a Costa Rica. Desde que Daniel Ortega volvió al poder en 2007, el Cenidh fue una especie de contrapeso de un régimen que demolió la institucionalidad. El Cenidh era un referente en Nicaragua. Sus sedes siempre estaban llenas de víctimas de violaciones a los derechos humanos. La organización era el amparo de una ciudadanía desprotegida, ya que las instituciones estatales, como la justicia, fueron sometidas por el caudillo sandinista.
El Cenidh, dirigido por la doctora Vilma Núñez de Escorcia, fue la primera organización en catalogar como dictadura al Gobierno de Ortega. Criticaron las violaciones constitucionales, la reelección, los fraudes electorales, pero sobre todo ponían en práctica con ahínco el lema que los definía: “derecho que no se defiende, es derecho que se pierde”.
En el año 2012 yo era un joven reportero. Trabajaba en Confidencial y el Cenidh estaba dentro de mis fuentes asignadas. A Gonzalo lo miraba como una persona importante, ya que casi todas las semanas salía en las portadas de los diarios o los noticieros denunciando. Entre todos los casos de violaciones a los derechos humanos que cubrí, recuerdo uno en específico, no sólo por el impacto que tuvo, sino porque la ayuda de Gonzalo fue clave para documentarlo en mis reportajes.
El 9 de agosto de ese año, una menor de 12 años de edad con discapacidad paseaba a su perro en el parque El Carmen, dentro del perímetro de seguridad de la casa de Daniel Ortega y Rosario Murillo, cuando unos policías que eran parte de la escolta presidencial del caudillo sandinista la violaron. Los familiares recurrieron al Cenidh a denunciar, pero todavía quedaban algunos cabos sueltos que investigar. Gonzalo, por primera vez, recurrió a mí como reportero y logramos documentar todo el caso de violación.
El padre de la víctima lo denunció públicamente y el revuelo fue mayúsculo, por la gravedad de la violación grupal y porque despertaba un fantasma indeseable para la pareja presidencial: el del abuso sexual otra vez en sus puertas. De manera inequívoca el caso evocaba la denuncia de abuso sexual que Zoilamérica Ortega Murillo hizo contra su padrastro.
Las publicaciones sobre la violación realizada a 30 metros de la casa presidencial develaron y alcanzaron un impacto tal, que la justicia orteguista llevó al banquillo de los acusados a tres policías. Fueron declarados culpables, pero lejos de quedar satisfecho, Gonzalo siguió insistiendo que era justicia a medias, porque la víctima había señalado a seis policías. Hubo pues, impunidad, una palabra que los abogados del Cenidh siempre intentaron erradicar de Nicaragua.
“El Cenidh es mi escuela inevitable de derechos humanos”, define Gonzalo. Durante la década del dos mil, el abogado comenzó a documentar las masacres selectivas de campesinos en el campo, torturas en las prisiones, represión policial en zonas mineras, y a ver más cadáveres.
Por ejemplo, los cuerpos del esposo y los hijos de Irinea Cruz, baleados por funcionarios sandinistas en noviembre de 2011 en su casa, ubicada en la comunidad de El Carrizo, por reclamar sus cédulas de identidad para poder votar. O los cuerpos del esposo y los dos hijos de Elea Valle, ejecutados con brutalidad por soldados del Ejército de Nicaragua. Gonzalo documentó esa masacre: la adolescente de 16 años de edad violada, torturada y finalmente colgada en un árbol; y el niño de 12 años descuartizado, con las manos cortadas.
“Cuando en el Cenidh comenzamos a hablar de dictadura, un alto funcionario sandinista me reclamó. Me dijo: ‘¿Cuál dictadura? ¿Dónde están los presos políticos, los torturados, los desaparecidos, los ejecutados?’. Todo eso lo venían haciendo en el campo, matando, deteniendo arbitrariamente y cometiendo torturas en El Chipote viejo. Todo eso lo generalizaron a partir de 2018”, plantea Gonzalo.
No sé cómo lo conseguían, pero Gonzalo y sus abogados del Cenidh siempre eran los primeros en estar en los lugares donde se denunciaban violaciones a los derechos humanos. Después que estallaron las protestas sociales de 2018, y el régimen desató una represión sin precedentes en Nicaragua, el Cenidh se llenó de denuncias como nunca antes en su historia. Los defensores trabajaban sin descanso y Gonzalo no sabe quién filtró su número personal en redes sociales. La publicación que se hizo viral decía más o menos lo siguiente: “Si desea denunciar una violación a los derechos humanos, escriba por WhatsApp a este número”.
El celular de Gonzalo no dejó de vibrar hasta diciembre de 2018. “La gente me llamaba incluso y me decían: ‘derechos humanos, derechos humanos, ¡nos están disparando, nos están disparando! ¿Qué hacemos?’ Eran demasiadas llamadas, en especial de noche y de madrugada, que era cuando más atacaban a la gente. Yo sólo les decía, paralizado, tirense al suelo, porque la respuesta para detener esa masacre sólo la tenían los tiranos malvados”, relata el abogado.
Gonzalo logró conciliar pocas horas de sueño la madrugada del 16 de junio de 2018. Estaba en cama con su esposa cuando, antes del amanecer, su celular estaba fundido de llamadas. Y de un video que todos le reenviaron: Una mujer que, en llanto, gritaba que su familia fue quemada viva por paramilitares sandinistas. El defensor de derechos humanos convocó de inmediato a dos de sus abogados, Braulio Abarca y Lulio Salvador Marenco para hacer “visita in situ”. Les costó mucho llegar al barrio Carlos Marx porque era una zona complicada, muy cerca de la extinta Universidad Politécnica (Upoli), donde las barricadas abundaban para protegerse de los ataques policiales y paramilitares.
“No tenemos el don de la ubicuidad, pero lo intentábamos hasta donde podíamos en el Cenidh. Al barrio Carlos Marx, para mi disgusto, llegamos tarde; casi dos, tres horas después. Al llegar era un ambiente pesado: estaba lleno de paramilitares, pero aún así nos quedamos documentando. Al siguiente día acompañamos a la familia al entierro y en el seguimiento del caso”, recuerda Gonzalo.
El defensor de derechos humanos siguió trabajando todo 2018, asistiendo a las marchas, a los sitios donde ocurrían asesinatos extrajudiciales, hasta que a finales de ese año, meses después del crimen en el barrio Carlos Marx, la Policía dio una conferencia de prensa “aclarando” el suceso. Gonzalo fue señalado de “encubridor”. En ese momento supo que debía esconderse para no ser capturado. Pasó unos días en una casa de seguridad en Managua, hasta que tuvo que asimilar dos palabras que le “chocaban”, que le sonaban de una época pasada: clandestinidad y exilio.
El destino para exiliarse fue Costa Rica, pero por razones de seguridad tuvo que huir de Nicaragua por Honduras, a través de una trocha fronteriza que lo condujo a una montaña, que a su vez desembocaba en una finca cafetalera. Gonzalo iba vestido de campesino para no levantar sospechas en la frontera norte.
Gonzalo tomó un vuelo de Tegucigalpa a San José, días después de ripostar en Honduras. En Costa Rica entró en depresión. “Yo llego trastornado, porque independientemente que hay personas que han sufrido más que yo el exilio, todos nos parecemos en algo: no estar en nuestro charco, Nicaragua; la separación… Esto es un atentado a nuestra dignidad, contra nuestra identidad como persona y familia. De modo que la dictadura ha atentado contra el proyecto de vida de la mayoría del pueblo”, reflexiona Gonzalo.
Fue gracias a su familia y los libros que pudo ir superando la depresión, pero también a sus colegas defensores de derechos humanos. Decidieron fundar el Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más en un contexto de totalitarismo y de exilio. El régimen no sólo había decapitado al Cenidh, sino que a todas las organizaciones de derechos humanos en el país. Braulio Abarca, un joven abogado, sostiene que no dudó en lanzarse a fundar el Colectivo y reconocer el liderazgo de Gonzalo.
“Yo conocí a Gonzalo en 2012, cuando entré como pasante al área de defensa del Cenidh. En la primera entrevista que tuvimos, él me hizo esta pregunta: para la gente, ¿qué son los derechos humanos? Y yo traté de darle una respuesta académica, enmarcado en el tema de las convenciones internacionales y de la Constitución. Igual lo hicieron otros colegas que estábamos ahí de pasantes y realmente no logramos atinar… hasta que en algún momento él dice: no, para la población, para las víctimas los derechos humanos son esta institución, son el Cenidh, claramente haciendo alusión a que las personas desconocían que tenían derechos humanos”, rememora Abarca.
“Entonces, en aquel instante yo comprendí que las víctimas son el corazón de las organizaciones, por lo cual atender a estas personas que llegaban buscando respuestas, procesos legales, apoyo a pensiones alimenticias, derecho de familia, temas que tenían que ver con la con derechos laborales, así como también acompañamiento de casos a nivel internacional en la Comisión Interamericana o la mención de estos casos en los diferentes exámenes Periódico Universal o Mecanismos de las Naciones Unidas”.
Abarca y Gonzalo compartieron el Año Nuevo de 2018 exiliados en Costa Rica. En los meses siguientes nació el Colectivo, una organización que es hoy referente internacional en la defensa de los derechos humanos en Nicaragua y el exilio. Esa defensa, personalmente, le costó a Gonzalo el despojo de su nacionalidad nicaragüense en febrero de 2023 y la confiscación de su vivienda.
“Quizá por tener compromiso en serio es que estamos en esta jarana, asaltados en nuestros derechos. Defender derechos humanos en serio es buscar y contar la verdad. Esa fue la escuela del Cenidh para mí, y por eso yo le digo a los muchachos del Colectivo que cuando nos cuentan un hecho hay que ir al lugar, in situ. Cuando una persona es un defensor de derechos humanos de verdad, asume estos riesgos. Tiene que tener empatía e identificarse con la víctima, independientemente de quien sea”, dice Gonzalo, resumiendo su filosofía de defender derechos.
“Yo no te tengo que preguntar de qué partido sos o de qué entidad política sos para defenderte. Si me contás de un abuso de poder que atenta contra tus derechos humanos, yo te acompaño si me lo permitís. Y si confías en mí contándome tu historia, yo te voy a representar. Por eso desde el primer día que yo hago esto, no he defendido los derechos humanos con una capucha en el rostro. Es a cara descubierta”.
Esa convicción de cierta manera ha preocupado a su familia, pero Gonzalo asegura que pese a los temores fundados, su esposa y sus hijas lo acompañan. “Mi vida ha sido comprometida y la he compartido con mi esposa, porque ella se vio forzada a salir del país. Con mis hijas compartimos un proyecto de vida completo, porque obviamente cada uno tiene su propia identidad. Pero compartimos el mismo proyecto en el sentido del ideal legítimo de que se va a lograr alcanzar libertad y por ende pagando el sacrificio”, suelta el abogado.
El anuncio del cáncer fue un baldazo de agua fría para el Colectivo y la familia, pero lograron juntar fuerzas para transmitir ánimo a Gonzalo. En su tiempo libre, la familia del defensor armó un club de libros para intercambiar lecturas. En todas esas personas y aquellas pequeñas cosas de la vida que canta Serrat es que habita la esperanza de Gonzalo Carrión, la esperanza de volver a su terruño.
“Las dictaduras no son invencibles y tengo plena confianza, ‘paratuqueando’ a Pablo Neruda para no decir parafraseando, sé que yo pisaré las calles nuevamente de lo que fueron nuestras ciudades ensangrentadas de Nicaragua, y me detendré a llorar en las plazas por los ausentes. Puede sonar muy pretencioso, pero yo presumo una vida en libertad”, zanja Gonzalo.
DEFENSORES es una serie multimedia producida por DIVERGENTES.
Texto por Wilfredo Miranda Aburto