La vigilancia fue primero durante las noches y las madrugadas. Luego el acecho se tornó más descarado: vehículos particulares y motorizados se plantaban a plena luz del día en las afueras de las oficinas del Colectivo Nicaragüense de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más, ubicadas en San José, Costa Rica, propiamente en la zona de San Pedro. Se trata de una zona dinamizada por la Universidad de Costa Rica (UCR), comercios y bares, pero que es a la vez una zona residencial tranquila, de dormitorio, donde los vecinos suelen conocer a quienes frecuentan sus cuadras. De modo que aquellos autos, esas motos, –incluso esos hombres que revisaron en varias ocasiones la basura de los defensores de derechos humanos– eran desconocidos. No tenían conexión con los residentes del barrio La Granja. Entonces surgió la sospecha acompañada de cautela.
El riesgo resultó insoslayable cuando uno de los abogados recibió una amenaza de muerte directa. Le advirtieron que estaba “en una lista”. Ocurrió días después que el opositor Joao Maldonado fue baleado por segunda ocasión en la zona de San Pedro, muy cerca de las oficinas de los defensores de derechos humanos… Había que hacer algo urgente.
“Había mucho seguimiento y tuvimos que cambiarnos de oficina, a un espacio más seguro. Los riesgos eran altos porque ellos (Gobierno) quieren acabar de raíz cualquier posibilidad de justicia. ¿Y cómo se consigue eso? Pues acabando con los defensores de derechos humanos que estamos documentando la represión”, dice Juan Carlos Arce, integrante del Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más.
El Colectivo, a secas como le conocen a esta organización en el exilio, es un grupo de 16 personas que se formó en Costa Rica después de las protestas sociales del 2018. Muchos de estos abogados eran parte del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), el organismo referente en Nicaragua en esta materia, y que fue cancelado por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Desde antes del cierre del Cenidh, algunos defensores del Colectivo ya estaban residiendo como refugiados en la capital tica. Se organizaron y crearon esta alternativa para seguir defendiendo derechos humanos en un contexto de comisión de crímenes de lesa humanidad.
Desde el principio era complejo: ¿Cómo defender derechos humanos desde el exilio, sumado a que a lo interno de Nicaragua el régimen consolidó un esquema de intensa persecución que castraba –cada día más aún hoy– la posibilidad de operar en el terreno?
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En realidad, se trata de una pregunta que defensores de toda índole se han hecho. Ninguno tiene una respuesta definitiva, ya sea como los integrantes del Colectivo, defensores de presos políticos, de indígenas, del medio ambiente y feministas. O sea, no hay un manual y van enfrentando la complejidad con ahínco. Hay en ello mucho desgaste personal, emocional y económico.
En el caso del Colectivo, cuenta Juan Carlos Arce, el proceso de documentación de los casos de violaciones a los derechos humanos atraviesa “un contexto súper complejo”. “Anteriormente la documentación era obtener la información y hacer conferencia de prensa para denunciar públicamente. Digamos que esa era la estructura tradicional de un proceso de denuncia. Los medios de comunicación eran los aliados en esa acción; aunque vale decir que se trata de una acción no formal de defensa de derechos humanos. Pero todo eso cambió completamente. Desde 2018 ha venido cerrándose el espacio, al punto de que hay un silencio bastante fuerte”.
El Colectivo ha encontrado que las víctimas no quieren hablar por temor a represalias. Represalias no solo contra ellos, sino contra sus familiares que se encuentran en el extranjero y a lo interno de Nicaragua. Juan Carlos Arce sostiene que “estamos ante un régimen que actúa como una estructura criminal muy parecida al narcotráfico”.
“La gente también dice yo tengo bienes inmuebles y pueden arremeter contra ellos… contra mis derechos como la pensión. Hay mucho temor y es inmovilizante”, relata el integrante del Colectivo. “Incluso, el régimen ha enviado un mensaje general de que organismos internacionales no sirven de nada, como Naciones Unidas y la Comisión Interamericana. Apuestan a que la gente se canse y la gente no sólo diga que no sirven para nada, sino que me ponen en riesgo”.
Cambiar la forma: poner rostro a los victimarios
En lo que Juan Carlos Arce llama la “escuela tradicional” de derechos humanos –de la que el Colectivo proviene– hay una forma para defender que era invariable: darles rostros a las víctimas. Sin embargo, empujar esa forma de defender es casi imposible en la actualidad.
“De pronto, en este contexto, nos toca hablar por las víctimas, pero sin rostro. Todo lo contrario que yo había aprendido, porque en el rostro de las víctimas está la legitimidad. Ahora nos toca no solo no poner rostros, sino que no podés dar ni contexto completo por cuestiones de seguridad. Esto te frustra. Limita tu trabajo”, lamenta el integrante del Colectivo. “Eso envalentona más a los regímenes para seguir violando derechos humanos y, por el otro lado, hay una comunidad internacional que es cada vez más tolerante. Es decir, que lo que pasa en Nicaragua se ha normalizado de alguna manera. Normalizar lo intolerable: crímenes de lesa humanidad”.
Para sortear esas vicisitudes, el Colectivo ha “perfeccionado” su método de defensa. Están en constante capacitación para usar vías más seguras de recepción de información, principalmente en entornos digitales. Luego analizan los momentos más adecuados para denunciar. Manejan, resalta Juan Carlos Arce, con “mucho recelo” la información de las víctimas y hasta la de ellos mismos. “O sea, hemos visto que hasta los defensores pueden ser víctimas de ataques”, sostiene el abogado.
No obstante, la estrategia más clara que ha variado del Colectivo en su forma de defender es “darles rostros a los victimarios”. “Si no le podemos dar rostros a las víctimas porque arremeten contra ellas, pues les damos a los victimarios”, plantea Juan Carlos Arce. Una estrategia que, en el exilio, los ha acercado a procesos de justicia internacional para lograr, en algún momento, llevar al banquillo de los acusados a los Ortega-Murillo, junto a los leales de la pareja presidencial que comandaron la masacre de abril. Una meta compleja y, a juzgar por otras experiencias, muy lejana, pero que es combinada con la atención a las víctimas en las nuevas oficinas del Colectivo.
“Imposibilidad absoluta ejercer cualquier tipo de defensa”
Alexandra Salazar Rosales es una abogada que, hasta antes de 2018, se movía en el mundo corporativo. Es decir, era una abogada que estaba más acostumbrada a asesorar empresas que a los portones de las prisiones de Nicaragua, donde las madres preguntaban, llorando, por el paradero de sus hijos detenidos por razones políticas por el régimen Ortega-Murillo.
La vida de Alexandra cambió por completo desde que eligió poner al servicio de los perseguidos políticos sus saberes jurídicos. En realidad, no fue una decisión muy difícil de tomar, porque desde joven estuvo involucrada en organizaciones con causas sociales. Sintió que ante la brutal represión del régimen, había un llamado que debía atender: defender a presos políticos, a sabiendas que esa defensa también podía costarle cárcel o exilio… Pasó lo segundo y desde octubre de 2021 vive refugiada en San José, Costa Rica, donde su elección de vida queda patente en sus libreros: no existen en los estantes códigos corporativos, sino tratados de derechos humanos, libros del holocausto judío, ensayos de justicia transicional, historias de otras víctimas de otras dictaduras.
Esta joven jurista dirige la Unidad de Defensa Jurídica (UDJ), una de las pocas organizaciones que se dedica totalmente a brindar acompañamiento a los detenidos políticos y sus familiares. Un trabajo de escasos recesos, debido a la virulencia sandinista que no deja de capturar ciudadanos. Es bien difícil conciliar una fecha para entrevistar a Alexandra. La mayoría del tiempo pasa inmersa en reuniones virtuales, atendiendo a familiares de los presos políticos o ingeniándoselas con otras organizaciones de derechos humanos para generar acciones legales en pro de los detenidos. Acciones que de poco sirven frente a una dictadura señalada de totalitaria, pero que son requisito fundamental para demostrar –en algún momento– ante organismos o la justicia internacional que las instancias nacionales fueron agotadas. Un mantra de los abogados que defienden los derechos humanos.
“Definitivamente en Nicaragua hay una imposibilidad absoluta de poder ejercer cualquier tipo de defensa”, dice Alexandra con aplomo, definitiva, provocando la necesidad de preguntarse de que si es así de imposible, ¿qué más puede hacer un abogado que defiende presos políticos? Hay que hacer, de hecho mucho, dice: “Esto nos ha conllevado, prácticamente, a un nivel de asesoría hacia los familiares en relación a qué acciones tomar: a qué instituciones acudir para exigir acceso a la información sobre los detenidos. Dónde se encuentran presos de manera arbitraria. Y en segundo lugar, exigir al sistema algún tipo de información sobre cuáles son los procesos bajo los cuales se están procesando las personas”.
Los abogados de la UDJ viven estrellados en la pared de la denegación de información por parte de las autoridades sandinistas. Cada vez es más complejo, sostienen, pero persisten. Al igual que los defensores del Colectivo, los de la UDJ lidian con el terror a las represalias que tienen los familiares de los presos políticos cuando denuncian.
“La capacidad de documentar sobre las condiciones de los detenidos, las violaciones al debido proceso y todas las arbitrariedades y nulidades que se cometen en contra de ellos al momento de ser criminalizados se ha visto reducida”, afirma Alexandra. “Se ha limitado la documentación a través de los testimonios de los familiares o de las personas que se encuentran en las cárceles. Eso implica otros retos, porque todos se encuentran expuestos. Las personas que están en las prisiones están siendo constantemente amenazadas. Es un sistema que te priva de poder agotar los recursos internos”.
La directora de la UDJ se siente un poco frustrada, porque ve reducida su capacidad de acción. Sobre todo le atormenta el futuro: que la falta de documentación de las violaciones a los derechos humanos tenga consecuencias en procesos de justicia internacional y de memoria.
“Ya hemos dejado de poder documentar de manera concreta los nombres de todos los secretarios judiciales, los jueces, las autoridades de los sistemas penitenciarios y las autoridades de los tribunales de justicia. Aunque salga de una u otra manera la información, no es completa”, dice Alexandra. “Eso va a conllevar un enorme reto cuando los perpetradores tengan que rendir cuentas. De modo que pensar en procesos de justicia a futuro en jurisdicciones internacionales será complicado, porque parte del requerimiento para poder tener acceso a estas instancias es el agotamiento de los recursos internos. Las que las organizaciones internacionales deberían entender que el agotamiento de los recursos internos es imposible en Nicaragua”.
La reducción de los presupuestos
La crisis de Nicaragua cumplió seis años en abril de 2024. Como ha sucedido con otras crisis más largas –Cuba y Venezuela–, hay en el sostenimiento de estas situaciones una “normalización”, en especial de parte de la comunidad internacional. A los abogados defensores de derechos humanos les preocupa que esa “normalización” impacte en los presupuestos de sistemas como el universal o el interamericano.
Lo anterior va aunado a que Nicaragua se ubica en una región convulsa, autoritaria… Pero también es un país con una crisis muy pequeña para el mundo si se la pone a la par de la invasión de Ucrania o el conflicto palestino-israelí.
“Todo el retroceso de derechos humanos en la región hace decaer la atención de lo que está sucediendo en Nicaragua. Son emergencias en contextos en que la capacidad humana de los sistemas de derechos humanos se ha visto reducida”, plantea la directora de la UDJ. “Esto conlleva también a que haya pocas resoluciones sobre Nicaragua, o que los procedimientos especiales u otras instancias no presten atención para resolver todos los casos que organizaciones de derechos humanos llevamos ante sus competencias”, agrega.
Alexandra Salazar se considera enemiga de todo lo que implique “normalizar la crisis de Nicaragua”. Insiste en evitar la “invisibilización de las víctimas” y, en cambio, resaltar “el sufrimiento de las personas dentro de Nicaragua, y no sólo de las personas en prisión”.
“Hay que visibilizar toda la afectación que sufren familiares de los presos políticos. Todo lo que ha implicado tener una persona en la cárcel: en lo económico, lo familiar, lo político… Por ahora, el mayor aliciente es definitivamente pensar en que la justicia tiene que llegar y en ese momento tenemos que estar preparados”, propone la abogada. “Preparados con la documentación: ¡No podemos comenzar a documentar en el momento en que tengamos democracia! Tiene que ser desde ya, porque además las cosas se olvidan. No podemos permitir que todo lo sufrido en Nicaragua vuelva a caer en el olvido”.
Adaptación y tecnología
Adaptación. Esa es la palabra que a los integrantes de la organización Prilaka –una organización que defiende los derechos de los pueblos originarios en Nicaragua– más les cuesta desde los últimos años, cuando salieron al exilio. Al ser indígenas, la lejanía con sus raíces les resulta más complejo: ya no habitan sus bosques, sino una ciudad un tanto caótica como San José. La caza, la pesca y la siembra han sido cambiadas por los mercados. Y en el peor de los casos, algunos ni siquiera hablan español. El sentido de pertenencia se extravía en el exilio.
Aunque tratan de mantener las conexiones con los territorios, en especial “la construcción de confianza con quienes quedan en Nicaragua”, la lejanía es compleja y terca. Aún así no han dejado de denunciar y documentar el asesinato de comunitarios a manos de colonos que invanden las tierras ancestrales. “No estamos acostumbrados a una gestión a distancia”, resume uno de los integrantes de Prilaka. El hombre pide anonimato por temor a represalias. De hecho, desde que el régimen Ortega-Murillo ha profundizado la represión extraterritorial, y en específico la confiscación de bienes, decenas de defensores de derechos humanos en el exilio prefieren no dar entrevistas. Quienes aceptan piden anonimato por el miedo a que sus familiares en Nicaragua puedan ser embestidos.
“La distancia es una barrera muy importante, pero hay otras como la gestión de la seguridad del equipo, la formación continua y no estar sobre el terreno. La dictadura ha perfeccionado y profundizado su modelo de vigilancia y seguimiento. También su modelo de cooptación de profesionales para sus proyectos a nivel de instituciones del Estado, pero incluso el liderazgo en las comunidades”, detalla el integrante de Prilaka. “La gente tiene miedo por un lado y, por el otro, muchos están buscando una forma de ganarse la vida, aunque no estén de acuerdo con el sistema”.
Desde el año 2015, las invasiones de los territorios indígenas han incrementado. Más de 70 comunitarios han sido asesinados ante la inacción y hasta complicidad de las autoridades sandinistas, quienes se han visto involucradas en el tráfico ilegal de tierras. El perenne fusil de los colonos ha ocasionado un desplazamiento forzado de más de cuatro mil indígenas miskitos y mayagnas. Las comunidades se desintegran y las tierras ancestrales quedan a merced de los invasores, quienes destruyen el bosque con ganadería extensiva y contaminan los ríos con la minería ilegal.
“La migración, tanto a nivel urbano como rural, nos afecta mucho, porque esa gente que se va ha sido parte de nuestras organizaciones. Era gente con una postura crítica, comprometida, que podía liderar procesos en las comunidades”, sostiene el integrante de Prilaka. “Pero se terminan saliendo de los territorios y hasta del país por la violencia”.
La violencia, ejercida por los colonos y el Estado, tiene muchas aristas para los pueblos originarios. En Prilaka no solo identifican la violencia que despojo de los territorios, sino violencia contra las mujeres para evitar procesos de inclusión.
“La violencia limita lo que se puede hacer. Por ejemplo, antes se podían hacer en muchos territorios vigilancia del territorio para evaluar hasta dónde habían llegado los colonos y qué estaban haciendo. Pero ahora no sabemos exactamente cuántas hectáreas han sido invadidas, cuántos colonos realmente hay dentro de los territorios”, dice el integrante de Prilaka. Hace el inventario con tono apesarado. Como quien inventaría el expolio con manos de impotencia. “No sabemos la situación crítica de especies en peligro de extinción, de mamíferos grandes como el venado y el tapir”.
“Entonces, si uno no tiene datos exactos que te den cuenta de cómo va el problema es difícil dimensionarlo… pero también es difícil atenderlo debidamente”, dice el indígena.
Amaru Ruiz es el director de la Fundación del Río, una oenegé ambientalista que fue cerrada y confiscada por el régimen Ortega-Murillo. Exiliado también en Costa Rica, la organización que preside Ruiz trabaja de la mano con los pueblos indígenas, en especial con los que habitan la Reserva Biológica de Indio Maíz. El ambientalista comparte todas las dificultades que menciona Prilaka y, aunque es reservado en contar sobre las nuevas estrategias que han articulado para seguir ejerciendo el activismo a lo interno del país desde el exilio, asegura que la confianza construida desde hace más de 30 años con el tejido territorial es la clave.
“Primero, no son las mismas condiciones de antes y eso implica establecer nuevas estrategias de seguridad y seguimiento a lo que sucede en Nicaragua. Gracias a la confianza que hemos generado, las personas siguen interesadas en ayudar a la labor de la defensoría ambiental”, cuenta Ruiz. “Pero también hemos aprendido a dominar mejor los sistemas satelitales que permiten, por ejemplo, monitorear los incendios y la cobertura forestal afectada por las invasiones de tierra y la minería”.
La información recabada gracias a la tecnología se mezcla con lo que aún logran recabar en el terreno, y las filtraciones que todavía hacen trabajadores estatales. Ruiz dice que tiene un ritual diario: revisar todos los días La Gaceta, diario oficial de Nicaragua, para rastrear las concesiones mineras que el régimen Ortega-Murillo entrega ya no solo a transnacionales canadienses y estadounidenses, sino que más reciente a los chinos.
“Surge una necesidad importante, sobre todo hacia la cooperación internacional y las agencias de cooperación de la Agencia de Naciones Unidas que están en el país: exigirle al régimen que al menos transparenten la información sobre ese apoyo que están recibiendo”, propone Ruiz. “O que publiquen informes de ejecución de proyectos que permitan tener una lectura más o menos oficial alrededor de esos proyectos, porque el régimen está cerrado”.