Llueve en El Almendro. Un aguacero que poco a poco se disipa sobre esta comunidad de Nueva Guinea, en el interior de la región del Caribe sur de Nicaragua. Porque aquí llueve y a los pocos minutos está despejado, con un sol tan fuerte que arde la piel, sobre todo la de los peones que pasan toda la mañana cortando y cargando sacos de café. Algunos descansan y otros esperan a que cese la lluvia en las sombras para almorzar, mientras otras manos, decenas de manos, arrancan los frutos rojos de las ramas de los árboles.
“Uno le agarra el gusto a trabajar en el campo”, dice Yessenia, 35 años de edad y cortadora de café de esta finca en El Almendro. Es recia, de piel blanca, con algunas pecas en su cara. Dice que tiene cinco años de trabajar en estas tierras, en horarios de 8 a. m. a 3 p. m., de lunes a viernes, para no “maltratar tanto el cuerpo”. Se levanta desde temprano y cocina, alista a los niños para la escuela, les da el desayuno y deja listo el almuerzo. “Ahorita que los niños no están en clases, me los traigo a la finca, porque me ayudan: a traer el agua, las toallas para secarme el sudor, hacer mandados”, dice Yessenia. “Además los niños se divierten aquí”.
Junto a Yessenia se encuentran dos muchachas. Son jóvenes, de menos de 30 años de edad, algunas con niños. Adentrándonos entre los plantíos vemos más mujeres, pero también unos pocos hombres que visten de una forma similar: suéteres con capucha, bluyines, botas de hule, trapos sobre la espalda para cubrir cualquier parte del cuerpo. A ellas se las suele diferenciar por el cabello que sobresale por detrás de las gorras en colas o trenzas. Hay mujeres cortando café, pero también cargando sacos repletos, caminando sobre el lodo, para trasladarlos a unos 100 metros de distancia, donde los resguardan debajo de un bajareque de zinc.
Cada vez es más común ver estas imágenes de mujeres trabajando en los plantíos de Nueva Guinea. Mujeres solas o acompañadas por sus hijos. No es nuevo en el campo, la diferencia ahora es que ellas son la mayoría. Eso es en lo que coinciden los testimonios de los pobladores de esta zona. Debido a la migración masiva, de estos últimos años, los productores de tubérculos (yuca, quequisque, papa) y de café están contratando más mujeres ante la ausencia de mano de obra para hacer el trabajo duro que antes se solía asignar a los hombres: sembrar, regar, cortar y cargar sacos enormes.
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El dueño de los cafetales donde trabaja Yessenia, casi 30 manzanas de tierra en Nueva Guinea, dice que para manejar su finca necesita unos diez trabajadores de forma permanente, pero la escasez de mano de obra lo ha obligado a mantenerla con cinco trabajadores en los últimos meses. “Resolvemos con familiares para empezar, porque es difícil encontrar peones”, dice el cafetalero, un hombre alto y recio, que este mediodía también carga sacos sobre su espalda. “A la hora del corte de café, son las mujeres las que se están empujando más a trabajar”, agrega. En esta finca, ahora, el 80% de los cortadores de café son mujeres, cuando antes sólo representaban el 30%, dice el dueño.
No hay estadísticas sobre cuántos nicaragüenses han migrado por departamentos, ni el género de cada uno de ellos. Pero al recorrer el área rural de Nueva Guinea, lo que observamos son pueblos casi abandonados, con apenas unas cuantas mujeres andando y algunos niños jugando en los caminos. Un guía de este lugar señala las casas cerradas, con cadenas y candados, de las personas que ya se fueron. “Allá, se fue el hijo de la señora, y los dos primos”, dice, y vuelve a señalar: “En esta casa, se fue el marido”; “en aquella se fue la mamá”, y así durante todo el recorrido. Anotamos hasta 50 personas que, según nos refieren, han migrado desde estas comunidades hacia Estados Unidos, en los últimos meses.
A diferencia de la zona rural, el centro del municipio de Nueva Guinea tiene otra imagen: un pueblo ruidoso y colorido que se acuesta y se despierta tarde. Al contar con una extensión de 2,774 kilómetros cuadrados y ser el más poblado de la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur (150,000 habitantes), el impacto de la migración no es tan notorio. Pero hay señales que lo evidencian: mientras el mercado bulle de gente, al mediodía, la fila en la oficina de Gobernación, donde se tramitan los pasaportes, se hace cada vez más larga. Los vecinos dicen que, en los últimos meses, se mantiene así, y la afluencia no ha disminuido ni siquiera con el cierre de las fronteras que ordenó el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a inicios de enero. Este es un pueblo, como otros de Nicaragua, aliviado por el dinero de las remesas, pero que llora por videollamadas y, en silencio, la partida de sus vecinos y familiares.
La decisión después de Estados Unidos
Rebeca, de 33 años de edad, no sabe a qué se dedicará cuando su esposo regrese de Estados Unidos. Piensa que no es mala idea que ambos puedan comprar una finca o montar un negocio de verduras, de abarrotes, de carnes… “Quién sabe qué haremos, pero eso sería hasta cuando él regrese”, responde tras preguntarle por su planes. De lo que sí está segura es que hará “un fiestón” cuando su pareja vuelva a Nicaragua. “Sería en agradecimiento de que él regresó sano y salvo”, dice Rebeca. “Agradecería, además, que regresó, porque muchas personas se van y ya no vuelven, hacen vida allá”.
La casa a medio construir —con paredes de concreto, techo de zinc, piso de ladrillo— de Rebeca se encuentra ubicada en Talolinga, una comunidad a una hora de distancia del centro de Nueva Guinea. Ahí vive con sus cuatro hijos, de entre 4 y 13 años de edad, que corretean detrás de las gallinas y los perros por el solar de tierra que rodea la construcción. Su esposo trabajaba como peón de hacienda, pero el dinero “no era suficiente para sobrevivir”, comenta Rebeca. “Mi esposo se fue para darnos una mejor vida, porque aquí, en Nicaragua, estaba asfixiado económicamente”.
La despedida fue el 21 de junio de 2021, hace un año y siete meses. De las lágrimas de ese día no quiere hablar, pero sí de la incertidumbre que vivió a partir de entonces. “Cuando uno toma esa decisión, como pareja o familiar, uno está consciente de que ese sueño puede costarle la vida al que se va”, repara Rebeca, añadiendo que el viaje de su pareja “fue duro”. En el camino lo detuvo la policía mexicana, pero logró cruzar el Río Bravo después de 15 días de haber salido de Nicaragua. Sin embargo, estuvo detenido dos meses y tres días (algo que no se le olvida a Rebeca por los nervios que pasó todo ese tiempo) en centros de detención en Estados Unidos, antes de que lo soltaran. “Es duro para él, que está allá, y para nosotros, que nos quedamos”, relata.
Para viajar a Estados Unidos, su marido prestó cinco mil dólares, que todavía sigue pagando al 20% de interés mensual. Allá, ha trabajado en construcción y ahora consiguió un puesto en una fábrica. “La distancia sigue siendo dura: él ha sufrido accidentes en el trabajo. Una vez se hirió los dedos con un taladro y en otra ocasión se cayó de una escalera. Pero, gracias a Dios, no ha pasado nada grave”, señala Rebeca. “No podemos quejarnos porque no le ha faltado trabajo”.
Ahora, la situación económica de la familia de Rebeca, en comparación con la que tenían, antes de que el marido migrara, “es bastante mejor”, confirma la propia Rebeca. Las remesas mensuales están aliviando la economía de familias enteras de Nueva Guinea y de todo el país. Según cifras del Banco Central de Nicaragua (BCN), entre enero y diciembre de 2022, las remesas que entraron al país ascendieron a los $3,224.9 millones de dólares, un 50.2% más que el mismo período del año anterior, que representa más del 20% del Producto Interno Bruto (PIB) de Nicaragua. El 76.6% de las remesas fueron enviadas desde Estados Unidos.
Un comerciante, cuyo negocio funciona como agencia de remesas en Talolinga, dice que ha notado mayor cantidad de personas que llegan a su establecimiento para retirar remesas en los últimos seis meses del año. “La gente se sigue yendo del país para enviar remesas”, dice el comerciante. “Las remesas están solventando las necesidades, porque hay mucha gente que no tiene de donde sacar un peso para comer en su casa”, agrega.
El comerciante lo vive en primera persona. En su familia han emigrado más de 20 personas en los últimos tres años. Para las fiestas de fin de año, sus familiares en Estados Unidos les envían dinero para los gastos de Navidad y Año Nuevo. “Si es cierto que faltan ellos, pero esta es una forma en la que se sienten cerca de nosotros y nosotros de ellos”, dice el comerciante. “Obviamente, nunca va a ser igual tener a la familia completa y unida”, agrega.
– ¿Por qué usted no se ha ido? –le preguntamos al comerciante.
– Cada quién tiene una decisión. Si nos vamos todos del país, ¿quién va a hacer el cambio? Yo no me puedo llenar de desesperanza.
Talolinga es una comunidad de calles de tierra y casas de bloques, distanciadas unas de otras por solares amplios y abiertos. Esta mañana de inicios de enero, apenas se percibe movimiento, salvo un bus que recoge a unos pocos pasajeros para llevarlos al centro de Nueva Guinea. Un bar tiene una mesa ocupada con tres hombres tomando cervezas. Un par de niños pasan corriendo. Y en toda la cuadra se escucha con nitidez el mugido de unas vacas, encerradas en una granja.
El último beso de los que se quedan
Nunca has sentido que ese beso que le estás dando a tu novia puede ser el último. Entonces haces lo primero que se te ocurre, al igual que cualquiera que lo haya vivido por primera vez: la abrazas fuerte contra tu pecho y no la quieres soltar. Porque no sabes si en el camino le puede pasar algo. O si la distancia y el tiempo terminan de separar sus vidas por completo. Nadie te asegura que sea un hasta pronto o un adiós definitivo.
Esto fue lo que vivió Álvaro, de 25 años de edad, el 20 de noviembre de 2022, cuando despidió a su novia, antes de emprender el viaje desde Nueva Guinea hacia Estados Unidos. Tenían pensado ir juntos, pero ella consiguió antes el dinero para el viaje. Álvaro lo haría después, el 15 de enero de 2023. Sin embargo, la nueva reforma migratoria (que permite la expulsión inmediata de los nicaragüenses en la frontera) anunciada el 5 de enero por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, frenó el viaje de Álvaro. “Mi idea era ir a Estados Unidos, pedir asilo, trabajar y ayudar a mi familia”, dice el joven.
En Nicaragua, Álvaro tiene aprobado hasta el cuarto año de Ingeniería Civil en la Universidad de las Regiones Autónomas de la Costa Caribe Nicaragüense (Uraccan). En los últimos años ha interrumpido sus estudios, porque estuvo casi dos años exiliado en Costa Rica, por participar en las protestas en contra del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en 2018. Cuando regresó al país, comenzó a trabajar en una embotelladora, donde le pagaban 335 dólares mensuales, pero la carestía de la vida, dice Álvaro, lo obligó a buscar soluciones: “renuncié porque con el salario que me pagaban ni siquiera me ajustaba para comer”. Álvaro dice que, con lo que ganaba, no podía construir o mejorar su casa, comprarse una motocicleta, “progresar en la vida”.
Renunció a su trabajo y empezó un emprendimiento (que omitimos por su seguridad) mientras trataba de conseguir los 5,500 dólares que le estaba cobrando el coyote (traficante de personas), para cruzar hacia Estados Unidos. “El coyote me dice que siempre me puede cruzar, pero a mí me da temor”, dice Álvaro, que ahora quiere probar suerte con el nuevo programa humanitario de visas que abrió Estados Unidos en la misma reforma migratoria. “Lo que estoy buscando es un patrocinador para poder aplicar. En esas vueltas estoy”, agrega.
– ¿Por qué no te quedas en Nicaragua? – le preguntamos.
– Yo era de los más positivos en quedarme. Es más, me ponía triste cuando un compañero de la universidad abandonaba sus estudios para migrar a otro país o trasladarse a vivir o trabajar a Managua, porque sabía que ya no iban a hacer algo por su pueblo… Pero he visto que la situación en el país no mejora, me he resignado.
Álvaro dice que pasar diciembre sin su novia y sin el 80% de sus amigos, que han migrado, fue difícil. Pero no tanto como la incertidumbre que sintió en los 15 días que le tomó a su pareja llegar a Estados Unidos. A veces no se podían comunicar, no tenía información de ella, no sabía si estaba bien. Es algo por lo que pasan todos los familiares que se quedan, dice Álvaro. Por eso está tranquilo: ahora puede hablar, reír o llorar con ella todos los días, a través de una videollamada.